La semana pasada viví hechos que me han impulsado a reflexionar aislado en una montaña. El bienestar interior, el buen vivir, la salud mental y la gloria de un proyecto poco tienen que ver con el éxito o el fracaso temporal, con acaparar riqueza y con obtener un dominio sobre otros.
La plenitud que te ayuda a aceptar lo que eres, lo que vives, lo que construyes, lo que padeces tampoco tiene que ver con la competitividad de lo que se compra, se vende o se publicita como gloria o incluso como chasco. El desarrollo de una profesión desde la honestidad, el esfuerzo y la constancia de un buen hacer sin trampa despliega las alas a una honda plenitud que te ayuda a seguir con nuevos argumentos y a reinventarte si es preciso, incluso tras alguna catástrofe.
Cuando en este empeño la labor despierta amistades, transmite pensamiento y posibilita un debate plural en el que caben la aportación y el consenso, la esperanza evita la rendición y el nihilismo. Un mundo mejor es posible. Te pones en marcha con cierta habilidad y coraje, creas redes y obvias las necedades de los gobernantes que solo piensan en hacer negocio, provocar guerras, saqueos y genocidios en propio provecho.
Por nada del mundo muchos de nosotros quisiéramos sentirnos, aunque solo fuera por una noche, en las entrañas de un Trump, de un Putin o de un Netanyahu, o de cualquiera que cobre derechos de autor por explotar a su gente y fabricar odio. No lo podemos eludir, la educación, la cultura bien elaborada, el sentido del humor y el conocimiento de los límites de uno mismo aportan satisfacción y serenidad.
La semana pasada sentí un chorro de esperanza cuando, tras siete años de no hacerlo, me encontré editando el primer cuaderno sobre el tema de la IA que vamos a incluir en la nueva web de Ajoblanco antes de este fin de mes. Un trabajo estimulante, realizado por jóvenes de aquí y de allá, en busca de elaborar una crítica al mundo en el que viven y aportar ideas, sin atender a lo que se publicita. Los jóvenes creadores han aparecido casualmente, sin buscarlos y sin fijar objetivos previos. Forman parte de un relevo generacional que nada tiene que ver con el que muestran las encuestas al uso.
Las coincidencias que han hecho posible los encuentros y la elaboración de los contenidos me recuerdan épocas más espontáneas y menos burocratizadas en las que era fácil tejer ideas, proyectos y trayectorias sin un canon obligado y a la intemperie de cualquier poder establecido. Las normativas, las directrices y el control por parte de los gestores del mundo actual dificultan la aparición de un tejido cultural joven que pueda experimentar a su aire y urdir un aprendizaje sin dominación. Con Franco, pudieron nacer Raimon, Pau Riba o Juan Marsé en las catacumbas. Allen Ginsberg, Joan Baez, Jimi Hendrix o Martin Luther King se formaron en el mundo alternativo de EE.UU.
La renuncia de los tres fundadores del Sónar me ha devuelto a estas otras épocas en las que los proyectos que marcaban un nuevo escenario nacían en los márgenes con bastante naturalidad. Una mañana del invierno de 1988, abrí de forma casual una de las cartas que llegaban a la redacción. Un estudiante de Periodismo, harto de la mediocridad ambiental de la facultad, narraba la necesidad de una oportunidad para crecer culturalmente con dignidad. Llevaba un programa musical alternativo en la emisora municipal de una población metropolitana. Un golpe de intuición me empujó a meterlo en la sección de música de Ajoblanco.
An European Union flag flutters outside the EU Commission headquarters in Brussels, Belgium, January 12, 2016. REUTERS/Francois Lenoir
Tras más de dos años de buen trabajo, Ricard Robles me pidió viajar a Sevilla para entrevistar a Sergio Caballero y a Enric Palau, miembros del grupo experimental Los Rinos. Ambos coordinaban la música electrónica del pabellón de España en la Exposición Universal del 92. Hacía poco, habían representado una obra experimental alucinante: Rinolacxia. Cuando hoy se habla de los tres personajes que inventaron el Sónar, se omiten los territorios en los que surgieron la furia creativa y la ética que han colocado Barcelona en el mapa mundial de la cultura viva. Los políticos de entonces tampoco crecían entre las intrigas de la burocracia, se formaban en el día a día de las luchas callejeras en contacto con las esperanzas de distintas corrientes.