Sábado, 18 de octubre de  2025



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La originalidad no puede ser buscada: es una consecuencia natural de nuestra intuición o no lo es. ¿Hay algo más ridículo que alguien tratando de ser original?
17/10/2025



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Todo ha cambiado desde que Juan de la Cruz escribió su "Cántico espiritual" y, sin embargo, el poema sigue ahí para ser leído de modos que el autor no podía haber anticipado». Thomaz Albornoz Neves entrevista al poeta Misael Ruiz, autor de 'La rama vacía' y otros poemarios, con quien charla sobre influencias, el misterio de la inspiración, orientalismo, filosofía y posmodernidad, entre otros temas.




Nos conocimos en un festival de poesía en 2022. Misael viajó desde Barcelona y yo desde Sant’Ana do Livramento para, por casualidad, entre docenas de poetas, encontrarnos el uno al lado del otro en una mesa de lectura en la Intendencia Municipal de Montevideo. Al escuchar tan de cerca sus versos, su intensidad existencial, sentí una empatía inmediata por la figura reservada que los leía. Un hombre de bien con su propio silencio. Para este artículo, busqué información sobre el poeta. Encontré, entre muchas otras, afirmaciones como estas:


«No soy muy sensible a la relación entre los poemas y quienes los escribieron. Si un poema me seduce, es muy probable que me interese más por él que por su autor —que, por otro lado, es mucho más que el poema—, de la misma manera que me interesa más la experiencia de su lectura que las letras mudas en el papel. En general, los poetas que más me llamaron la atención por su biografía o por sus reflexiones sobre la poesía y la vida literaria no ejercieron un efecto profundo en mí a través de su obra».


Sí: para aquellos que han estado en este oficio el tiempo suficiente, el talento se convierte en un lugar común. Por lo tanto, conocer las experiencias que fueron objeto de atención interesa al lector que busca una comprensión no solo de la obra, sino de lo que la provocó. O, en otras palabras, busca lo que cada uno hace con su aptitud, el uso que le da. La serie de entrevistas que inicio con Misael Ruiz tiene su origen en este interés.


Tu primer libro de poemas, El hueco de las cosas (Trea), se publicó en 2010. Hoy, casi quince años después, comentas que te sientes cercano a esta reunión por su «carácter esencial» y su «falta de concesiones literarias». Por otro lado, eres un lector cuya formación te lleva a buscar bajo los textos que te interesan «la corriente subterránea de la tradición». Me interesa saber de en El hueco de las cosas, especialmente por ser tu estreno, ¿qué capas de influencia están presentes? ¿Y cuáles influencias están ausentes?


El hueco de las cosas nació de una cierta voluntad de radicalidad, es decir, de falta de concesiones frente a cualquier veleidad literaria. Pienso que la poesía es algo distinto de la literatura, no la concibo como una construcción verbal —aunque esté hecha de palabras— ni una representación más o menos fiel de la realidad, sino un modo de hacerla aparecer ante nosotros. Pero las palabras —como en los famosos «juegos de lenguaje»— nacen de una determinada «forma de vida» y, en ese momento al menos, tenía toda la atención puesta en la observación del mundo que me rodeaba, así como en la observación de mi modo de observar. Me resulta inevitable volver la vista sobre el propio proceso de observación y del proceso de pensar. En esa época estaba leyendo con mucho interés, que ahora recuerde, a José Ángel Valente, a Celan y la última poesía de Eugenio Montale. Me atraía enormemente la precisión y su exigencia con la palabra, sin por ello hacer de la palabra su único tema: me atraía entonces de manera más o menos consciente —y sigue atrayéndome— la tensión entre la palabra y su sentido.


«En un torrente seco» es un poema central en este primer libro. Reúne muchos elementos presentes en Todo es real (Pretextos, 2017) y Una idea de mundo (Animal Sospechoso, 2022). La mirada solitaria en un entorno agreste. El individuo no está fuera del escenario. Al contrario, es el escenario que está en él. No existe solo el tiempo presente, sino el instante en movimiento, el transcurso del momento captado por una atención intensa al servicio del poema. Una atención que funde lo exterior y lo interior, el universo objetivo con el subjetivo, al tiempo que considera la relación con el lenguaje. Hay tres dimensiones, ¿verdad? El mundo exterior, el mundo interior y la palabra. ¿Hasta qué punto esta escritura es consciente, hasta qué punto es premeditada? ¿Qué papel desempeña la inspiración en el proceso creativo? La pregunta es más amplia. ¿El poeta busca deliberadamente la experiencia que provoca la creación?


Agradezco tu observación. No había caído en la cuenta de hasta qué punto este poema anticipa y reúne elementos que aparecen en libros posteriores. Ahora, al releer el poema, veo que, en efecto, se produce una fusión entre los tres elementos que señalas: lo interior, lo exterior y la palabra. Aunque la realidad no es la suma de esos elementos, sino que somos nosotros quienes la desmembramos y la reducimos para hablar o pensar analíticamente sobre ella. Creo que el poema trata de reunir lo que ya era una unidad pero, para ello, tiene que superar la capacidad discriminatoria del lenguaje: por eso en el poema «las sílabas [son] savia de la boca, / caen entre las hojas secas» y se produce una constante sinestesia que permite escuchar las ramas, oler la cresta de las olas, dibujar en la boca el grito histérico de un pájaro… Lo mismo sucede con el tiempo, que es también un modo de ordenar la experiencia. El poema nace, como bien dices, de estar atento a un paisaje agreste –un paisaje concreto, del que podría indicar el lugar y la circunstancia particular– y de prestar atención al proceso de observación a través de los sentidos, así como a las palabras que dan forma a lo que, sin ellas, no tiene forma.


La pregunta es más amplia. ¿El poeta busca deliberadamente la experiencia que provoca la creación?

No busco la experiencia para escribir. Cualquier experiencia puede dar lugar a un poema. El mundo está en todas partes y la poesía no es sino un lenguaje sin límites en el que debería caber todo. En mi caso es una prolongación del diálogo interno que mantengo con el propio lenguaje que, en realidad, extrae su sentido del uso de todos sus hablantes. Por eso, hablar con uno mismo es hablar con infinidad de vivos y de muertos.

João Cabral de Melo Neto me dijo en una entrevista que sentía aversión por la verborrea descriptiva de la poesía moderna, especialmente la de los surrealistas. Diplomático llegado a Londres en los años sesenta, le costó introducirse en la poesía inglesa a través de los románticos, Byron, Shelley y Keats. Solo cuando leyó a los poetas del Renacimiento, especialmente a George Herbert, encontró la apertura. Es curioso porque el poeta de Pernambuco no tiene nada de metafísico y Herbert es un poeta espiritual. Te hago, Misael, la pregunta que debería haberle hecho a Cabral en el 96.

Llegué a Herbert a partir de la lectura de dos breves poemas que me envió un amigo. De los románticos, me interesa la construcción de lo real a través de la imaginación que se da en Wordsworth, por ejemplo. Pero es cierto que, antes de ellos, un poeta como Herbert no había perdido aún la confianza en la palabra: la palabra es, en última instancia, lo mismo que su sentido. Quizás por eso les da la vuelta, las retuerce para extraer de ellas todos sus sentidos. Eliot afirmaba que en los poetas metafísicos aún no se había producido la disociación de la conciencia, es decir, la experiencia y las ideas todavía conformaban una unidad. Quizás sea eso lo que me atrajo intuitivamente de él y me llevó a traducirlo, junto con Santiago Sanz. Herbert es un poeta religioso, pero no abandona nunca el suelo firme de las palabras para perderse en la especulación metafísica o la negación del mundo. Podemos leer su dios como el límite del sentido de la vida, algo que puede compartir cualquier no creyente. La tensión implícita en esa búsqueda produce en sus poemas un placer a un mismo tiempo sensual e intelectual.

¿Hay alguna correspondencia en la experiencia espiritual del clérigo inglés con la trascendencia que algunos poetas experimentan durante el acto de creación? Leyendo el poema Plaza Vasari, Arezzo de Todo es real, me pregunto si el estremecimiento que se menciona en el poema tiene algo de ¿despertar? ¿Una epifanía? ¿O es solo una sensación provocada al vislumbrar el sentido en medio del caos?


No sé si mi poema suscita un efecto parecido. No sé si es una epifanía, o lo es de un modo muy particular, casi inverso. No podría separar su escritura del proceso —y el placer— de caer en la cuenta de algo que hasta ese momento no era más que una reflexión: que las cosas y su idea son lo mismo, que conforman una unidad.


¿Hasta qué punto Todo es real es un libro de amor conyugal? ¿Un libro en el que el cuerpo es el objeto del poema para que el poema pueda nombrar lo incorpóreo, nombrar lo innombrable?

¡Amor conyugal! Nunca lo habría pensado, a menos que sea en un sentido figurado. Pero tienes razón: el cuerpo es el objeto del poema, aunque sea un cuerpo, como tú mismo apuntas, problemático, que se deshace ante nosotros en cuanto queremos atraparlo, fijarlo, darle forma. ¿Cuál es su límite? En el poema «Disolución» está bastante claro: «[…] soy / agua hecha cuerpo, el aire / que sale de mis pulmones y el que queda / ¿son algo distinto de lo que soy?». En cuanto atribuimos una forma a un objeto, sus formas comienzan a desdibujarse, como cuando vemos figuras en las nubes y un momento después han desaparecido.

¿Que todo es real, incluida la irrealidad?

Las palabras crean la realidad y, por otro lado, son una convención. No son un lecho firme de sentido. Y, sin embargo, pienso que «todo es real». Hay quien dice que nada es real. Es un problema lingüístico, como tantas veces: depende del uso que le demos a la palabra real. Decir que nada es real apunta a que existe o debiera existir una realidad real a la que no podemos acceder, en cierto modo trascendente y metafísica. Pero yo solo puedo creer —con «fe animal»— en lo que siento o pienso, da igual si lo toco con los dedos, si es un sueño o el fruto imaginario del deseo. Mi uso de la palabra real abarca todo el espectro de la imaginación. Para mi vida tiene tanto peso un hipotético cuerpo u objeto supuestamente independiente de mi existencia, como si se trata de una imagen o una idea alojada en la mente; sobre todo si, como creo, la mente y el pensamiento no son más que determinadas configuraciones de nuestro cuerpo.

A pesar de tu evidente afinidad con el zen, al haber participado con el argentino Alberto Silva y el colombiano Juan Pablo Roa en la creación de un poema colectivo encadenado, una renga, y de tu interés por Chuang Tse, dices que tu poesía no debe leerse desde una perspectiva orientalista.

No practico la meditación zen ni profeso ninguna fe orientalista. Eso sí, me he interesado desde hace mucho tiempo en el taoísmo de Chuang Tse y Guo Xiang. En el caso del Renga (Animal Sospechoso, 2022), si bien Alberto Silva es un traductor y gran conocedor de la poesía japonesa clásica, nos interesaba más la creación colectiva que remedar una tradición exótica. El propio proceso de escritura a tres manos propició —tras un primer ensayo— la disolución de un yo que ha sido central en la poesía occidental. De eso fuimos muy conscientes y quisimos evitar a toda costa que se convirtiese en un duelo o en la afirmación de la expresión individual, hasta el punto de que no sabríamos decir qué estrofas fueron escritas originalmente por cada uno de nosotros. Ese es quizás el mayor logro del libro.

Sin embargo, en gran parte de los poemas de tu tercer libro, Una idea de mundo, la fugacidad de los temas cotidianos y la transitoriedad del pensamiento se enfatizan de un modo más circunstancial que en los volúmenes anteriores. No es que te orientes de fuera hacia dentro, pero la presencia zen se deja sentir en una poesía que es lo que siempre ha sido: cerebral.

Hay quien dice que mi poesía es filosófica o cerebral. Disiento amablemente. La poesía es algo distinto de la filosofía y, paralelamente, la poesía también es pensamiento. Al principio la distinción no estaba tan clara; pienso en Heráclito, por ejempo, al menos en el modo fragmentario en el que lo leemos. Eso sí, no hay poesía sin un sentimiento que la haga necesaria. Diría que en mis poemas hay lo que solemos llamar pensamiento —a saber, fragmentos más o menos discursivos—, como hay expresión de emociones y también, inevitablemente, una percepción sensible del mundo que me rodea. Me gustaría pensar que no dejan nada fuera. Creo que lo más cerca que podemos estar del mundo es reconociendo su presencia y observando sus formas.

La provocación de la pregunta anterior —si es posible trascender a través de la inteligencia— enfrenta esta tensión. Si, en lugar de la experiencia directa de la realidad y la práctica de la meditación, utilizas un método racional y sistemático para «estar en el mundo», a la Spinoza, ¿cómo ves filosóficamente tu poesía?

No dispongo de ningún modo racional y sistemático. Cuando comienzo a escribir no sé nunca qué voy a decir, no veo cómo se puede saber qué se va a pensar antes de pensarlo. Lo mismo sucede con los poemas. Si uno ya sabe qué quiere decir, acaba impartiendo una lección, algo molesto para cualquier lector. El lenguaje poético no tiene límites ni formas prefijadas, puede ser cualquier cosa. Es más: el poema debería huir siempre de la idea que tenemos de lo que es un poema. Otra cosa es que, en mi día a día, tenga algunas ideas generales más o menos asentadas sobre lo que es el mundo. Pero al escribir necesito avanzar sin un rumbo fijo, como quien sale de paseo.

«La chispa / del que comprende y lo comprendido / son una sola luz». Estos últimos versos de Todo es real me recuerdan a Éluard en Le miroir d’un moment. ¿Es posible trascender a través de la inteligencia?

En realidad, pienso justo lo contario. No creo que haya nada que trascender. Solo creo en lo que está aquí, ya sea en la extensión o en el pensamiento: tal como entiendo la palabra real, tan real es lo que toco como lo que pienso o lo que sueño, y no existe ningún más allá. Esa realidad incluye, por supuesto, todo lo que podamos imaginar a medida que vamos creando realidad, ampliándola. Y esa comprensión, como dicen los versos que citas, no es algo que hacemos con la realidad como si fuera algo externo a nosotros, sino que es, más bien, el encuentro entre el «que comprende» y «lo comprendido» en la palabra: entonces salta la «chispa». Aunque esto es una mera exposición discursiva: el poema es siempre una intuición, una aprehensión inmediata en la palabra. En el poema se nos revela eso que se presenta como real sin necesidad de ser interpretado. Solo podemos señalarlo, como quien señala un árbol o una piedra para indicar su presencia.

Entre el zen y Spinoza, ¿qué lugar ocupa Santayana?

Más que el zen, me interesa el taoísmo de Guo Xiang, la interpretación que hace del Chuang Tzu. Y Spinoza, por supuesto. A Santayana lo he traducido, junto con Santiago Sanz, y leído durante años. Me gusta mucho el modo en que no prescinde de los valores —aquello frente a lo que deberíamos callarnos y no podemos hacerlo— al tiempo que conserva una fe animal en la existencia material del mundo. Su prosa es maravillosa y todo argumento está siempre acompañado de un contrargumento, de modo que no sentimos nunca que esté reduciendo el mundo a una fórmula. No sé si su lectura sirve para mi poesía; quizás algún poema se haya contagiado de su espíritu, quien sabe.

Antes de publicar poesía, fuiste fotógrafo, hiciste exposiciones y enseñaste historia de la fotografía en Barcelona. ¿Sería justo decir que el clic de la foto, el tiempo justo que se apodera del instante, está también en su poesía? Y si es así, ¿ese tiempo suspendido no es lo mismo que el haiku?

Depende de qué tipo de fotografía. Una cosa es la instantánea, el «instante decisivo», pero el modo en que miramos una fotografía ha ido cambiando con el tiempo y se ha vuelto cada vez más problemático. Somos más conscientes de los sesgos que conforman una fotografía: el punto de vista, la elección del sujeto, el tratamiento posterior de la imagen, la fabricación de la escena, la presentación de esas imágenes individualmente o en series… Actualmente, con la creación digital, se ha roto definitivamente el vínculo entre fotografía y mundo: importa más la verosimilitud que la verdad. El haiku, al igual que la fotografía, está sujeto a toda una serie de convenciones no solo formales, sino también de contenido. La espontaneidad exige, para no caer en la ingenuidad, superar todo lo que el lenguaje —visual o verbal— arrastra consigo. Cada vez que utilizamos una palabra o una imagen estamos activando muchas capas de sentido en la mente de quien la lee o contempla. Por eso, un poema verdadero es un milagro.

¿Cómo el hombre claramente moderno que eres se enfrenta a la posmodernidad?  ¿Es posible mantener una identidad de autor definida hoy en día? ¿Lo suficientemente clara como para sobrevivir en términos generacionales?

Parte de estos problemas se disuelven en cuanto no les prestamos atención. Mantener una identidad como autor es tan difícil o tan fácil como mantener una identidad en nuestra vida. Lo peor que podemos hacer es tratar de construirnos una identidad de forma voluntaria. Resultará siempre impostada. Veo mi poesía como el rastro de lo que he escrito, no escribo nunca con un propósito explicito; como no le encuentro a la vida más propósito que vivirla. El sentido que pueda tener nuestra obra en un futuro está fuera de nuestro alcance.

¿Qué impacto ha tenido el mundo digital —la velocidad, la inmediatez y la dispersión— en tu trabajo?

El impacto digital es evidente porque un poema, como cualquier otra manifestación expresiva, se lee en un contexto y actualmente estamos rodeados palabras, imágenes y aplicaciones en formato digital. Intuyo que se pierde una cierta articulación del pensamiento, una ligación sintáctica más compleja y, al mismo tiempo, las palabras actúan como unidades yuxtapuestas. El mayor inconveniente es que a medida que prestamos más atención a la representación digital del mundo, se lo robamos a todo lo que no aparece en las pantallas: la observación directa de los objetos, de los paisajes y animales, de lo que los demás hacen o dicen a nuestro alrededor… Las pantallas nos acercan al mundo y nos alejan de él. Si le ofrecemos nuestra atención —lo más valioso que tenemos— y nos permitimos momentos de silencio, el mundo vuelve a nosotros en alguna de sus formas: está siempre ahí, lo sepamos o no.

No podría estar más de acuerdo contigo cuando dices que estás «convencido de que sólo una parte de la autoría de lo que escribimos nos pertenece». Es una afirmación que atañe a la relación entre tradición y originalidad, lo colectivo y lo individual, lo ancestral y lo contemporáneo. Está en la cronología de la milenaria poesía china. En el caso nuestro, también se refiere al futuro, a la posteridad y al canon occidental, categorías tan vaciadas hoy en día.

La tradición es ineludible. Todas las palabras que usamos son heredadas. Las primeras se las debemos a nuestra madre, a nuestro padre. Pensamos y sentimos con ellas: gracias a ellas y contra ellas. En cuanto a la tradición literaria en sí, una parte es subliminal y el resto tenemos que merecerla. La lectura de ciertos poemas nos hace ver y pensar cosas que por nosotros mismos no habríamos imaginado nunca. La lectura activa, creativa, es la que permite que hagamos nuestra la tradición, o parte de ella. En cuanto a la originalidad, no puede ser buscada: es una consecuencia natural de nuestro propia intuición o no lo es. ¿Hay algo más ridículo que alguien tratando de ser original?

¿Cómo situaría La rama vacía en relación con los libros anteriores? ¿Hay la misma continuidad estilística o es un libro que, a diferencia de cierto minimalismo propio, crece en exuberancia?

Es un libro muy reciente y, por eso mismo, me falta perspectiva. Responde a casi cinco años de escritura. Las circunstancias en que comencé a escribirlo hicieron que quisiera desprenderme de todo aquello que no sintiera estrictamente necesario para el poema. Hice mía la afirmación de Goethe según la cual todo poema es siempre un poema de circunstancias y, por otro lado, no quería que fuese «ni demasiado poesía, ni demasiado prosa», como escribió Miłosz. Hablo siempre a partir de una experiencia concreta: eso sí, entendida la experiencia en un sentido muy amplio: una idea, por ejemplo, también es una experiencia. Al mismo tiempo, aquello de lo que hablo sólo existe en el poema. No había caído en que, como dices, a partir de uno momento los poemas se distienden hacia territorios que no había explorado anteriormente. Me alegra, porque me gustaría pensar que se extienden hacia otras regiones de lo real, que amplían mi propio mundo.

A los 64 años, ¿siente con más fuerza la atemporalidad poética?

Por un lado, no hay atemporalidad: la lengua cambia, la sensibilidad cambia y los lectores y los modos de leer cambian; en ocasiones no solo cambian, sino que desaparecen. Pero, por otro lado, cuanto sucede —no solo los poemas, sino cualquier vivencia— permanece como idea al margen del tiempo. Mi abuela decía «que me quiten lo bailao». Acabó el baile, pero la idea de haber bailado está ahí, en el pensamiento. Lo mismo sucede con los poemas. Todo ha cambiado desde que Juan de la Cruz escribió su «Cántico espiritual» y, sin embargo, el poema sigue ahí para ser leído de modos que el autor no podría haber anticipado.





   
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