No es preciso decirlo en un tono más bajo: no existe un derecho de acceso gratuito a la cultura. Lo que sin embargo parece haber echado raíces es la cultura de acceso gratis a los derechos de propiedad intelectual ajenos. Quienes más han contribuido al arraigo de esta cultura son los que ahora andan intentando persuadirnos de que sí existe aquel derecho: gorrones con mala conciencia que, no contentos con dedicarse a parasitar a los creadores y productores de los bienes culturales, tienen la insolencia de pretender la existencia de un derecho que les ampara en su gorroneo.
Si quienes propugnan el derecho de acceso gratuito a la cultura estuvieran pensando en un audaz desarrollo del artículo 44.1 de la Constitución, el siguiente hito de su discurso tendría que ser el modo de articular el suministro de bienes culturales por parte de los poderes públicos. Más allá del evidente riesgo de dirigismo cultural, esta opción, no por imaginable, resulta más barata: para que el ciudadano tenga gratis la cultura, el erario público –y por tanto el propio contribuyente– debe costearla, exactamente igual que sucede con la sanidad o con la educación públicas.
Pero los pregoneros del derecho de acceso gratis a la cultura no están hablando de un derecho de acceso a la cultura pública gratuita. Su reclamación es mucho más pueril: que la cultura la paguen (a base de no cobrarla) los cuatro incautos que la crean. El equivalente sería pedir que la sanidad o la educación sean gratis por vía de que los médicos y los profesores no cobren sus salarios.
El planteamiento es pueril, entre otras cosas, por uno de los ámbitos en los que se fragua, que no es otro que el de las casas donde los padres [menos maduros] se lo inculcan a los hijos, y los hijos [más maduros] a sus padres. Es ahí, donde no funciona el anonimato sobre lo que cada uno hace en la intimidad de su PC, donde esa coartada se torna más imprescindible. De puertas afuera la barrera de la privacidad protege del descrédito social que, en cambio, recibe el vulgar chorizo que distrae un DVD en El Corte Inglés. A medida que la tesis se expande –mezclada con la consabida retahíla del alto precio de los bienes culturales y la equivocada estrategia de las majors– las costumbres sociales al respecto se relajan, y cada vez es más fácil hablar de estos pecadillos de internauta en reuniones y círculos de amigos contando con la complicidad del interlocutor. Realmente, el que paga hoy en día por la cultura grabada e impresa se ha convertido en un raro, que o bien no se entera o bien se empeña en exhibir una irritante superioridad moral sobre sus congéneres.
Y es que, a diferencia de la sanidad y la educación, que son servicios no susceptibles de disfrute fuera del control de quien los presta, gran parte de la cultura se manifiesta a través de productos, que no se prestan bajo demanda a unos beneficiarios identificables sino que se ofrecen al público en general. Eso los hace fácticamente susceptibles de disfrute –y en la era Internet de diseminación a gran escala– por quien no es su legítimo adquirente.
Buena prueba de que la teoría sobre el derecho de acceso gratuito a la cultura no es más que una simple coartada, es que no se traslada al ámbito de los servicios culturales, prestados en vivo en recintos donde el control de acceso no puede ser sorteado sin incurrir en una conducta demasiado aparatosa. Es decir, igual que de la fácil posibilidad de acceso a los productos culturales sin pagar nada a cambio surge la oleada discursiva que nos invade sobre el derecho de acceso gratis a la cultura, la constatación de la dificultad fáctica de acceder de balde a los servicios culturales origina un expresivo silencio sobre el derecho de acceso gratis a la cultura en este otro ámbito.
De ahí el revival de estas modalidades presenciales, que aparecen rodeadas de un aura de auténtica cultura. Como si leer un libro o escuchar un disco no lo fuera. Ello no es más que el demoledor efecto de lo gratis: lo que con este carácter se recibe en el fondo no se valora, pues se parte de que tampoco es valioso para quien lo da, ya que de lo contrario éste no incurriría en ese acto de liberalidad. Cegados por el espejismo del todo gratis, los internautas acaban actuando como si fuera cierto que ese libre acceso a los productos culturales se lo facilita, por generosidad, el legítimo dueño de los mismos. Los militantes en el partido de la cultura gratis añaden así al saqueo, la nefasta consecuencia de que los bienes culturales sean –paradójicamente– menospreciados por quienes los consumen.
El panorama, más allá de que el contrato social en materia de protección de los derechos de autor haya quedado hecho pedazos, es un futuro en el que el flujo de bienes culturales decrecerá y éstos serán de peor calidad, según la regla de que a mayor difusión de la cultura sin retorno económico para quien la genera, más se encarece la creación y la diseminación legítima de la misma, en un doble sentido: por un lado, los bienes culturales se producen en menor medida y tras una menor inversión en tiempo y dinero; por otro, se comercializan a un precio relativo que resulta, por contraste, más elevado. Y esto sí que afecta al derecho de acceso a la cultura.
RAFAEL SÁNCHEZ ARISTI
Profesor de Derecho Civil en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid