Domingo, 22 de diciembre de  2024



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Un accidente vascular a la edad de 58 años provoca la muerte cerebral de Claudio López de Lamadrid, editor de Penguin Random House.
acec13/1/2019



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En la séptima planta de la sede central de Penguin Random House hay un despacho vacío. Es pequeño, está desordenado y tiene una pizarra repleta de garabatos. Hasta hace dos días, no había un solo escritor que, cuando entraba en aquel habitáculo tan reducido, no tuviera la sensación de que estaba accediendo a una de las catedrales más grandes de la literatura española. Hoy, sin embargo, parece el desierto más desolado del mundo.


Lo ocupaba Claudio López de Lamadrid y ahora sólo quedan recuerdos.La importancia de aquel despacho contrastaba con la pequeñez de sus dimensiones, y la relevancia de su dueño chocaba con el desenfado con el que te recibía. Claudio nunca te esperaba detrás del escritorio, nunca te recibía como un sacerdote tras el altar, nunca te miraba desde el otro lado. Te veía acercarte a través de la puerta y, antes de que la cruzaras, gritaba tu apellido con tanta fuerza que hacía que te sintieras querido. Daba gusto entrar allí, era como llegar a casa.


Además del escritorio, en aquel despacho había -y sigue habiendo- una mesa cubierta de libros y algunas sillas. Allí era donde se sentaba el editor para hablar con quienes iban a visitarlo. A veces, mientras charlaba contigo, miraba hacia afuera y llamaba a algunos de sus editores -¡Albert!, ¡Gabriella!, ¡Carme!-, invitándoles a unirse a la conversación. No hay un solo escritor de mi generación que no soñara con traspasar la puerta de ese despacho y, en consecuencia, publicar con Claudio López de Lamadrid. Había convertido su sello en garantía de calidad y no son pocos los autores que deben su prestigio al mero hecho de haber formado parte de su catálogo.

En realidad, es muy probable que su defensa de las letras españolas le trajera problemas dentro del grupo, habida cuenta de que respaldó a autores de gran calidad que, pese a esto, vendían muy poco. Nunca sabremos a ciencia cierta cuánto debe la narrativa española a su empeño por defender la literatura en mayúsculas, pero lo averiguaremos dentro de poco. A fin de cuentas, su muerte también pone punto final a un modo de concebir el oficio.


En Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra, John Irving decía que todos los huérfanos buscan desesperadamente lo perdurable. Quieres perdieron a sus antecesores antes de tiempo viven por siempre atemorizados ante la posibilidad de que sus otros seres queridos también les abandonen y se aferran de un modo desesperado a todo aquello que parece estable, que no amenaza derrumbe, que no tiene un horizonte de silencios. Yo soy huérfano desde los trece años y reconozco sin avergonzarme que, a lo largo de mi vida, he buscado a muchos padres. Los he encontrado en casas de amigos, en redacciones de periódicos y en ambientes de carácter literario. Pero sólo una vez me sentí realmente protegido -y querido- por un editor. Por desgracia, no hay nada que dure siempre. Todo termina y se desvanece. A veces demasiado pronto. Y los huérfanos volvemos a vagar por el mundo sin saber a qué aferrarnos.


Buen viaje, Claudio.

 

Álvaro Colomer
El Mundo



   
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