Domingo, 22 de diciembre de  2024



Català  


Relatos del confinamiento ''Cada uno con su taza'', Carlos Zanón
acec24/3/2020



(Foto:)
 
Arrastro los pies por el pasillo del apartamento donde llevamos confinados tres o cuatro (quizás cinco) días. Es por la mañana. Da igual la hora. Aún sin gafas me cruzo con una sombra pijamesca. Gruño, me gruñen. Benditos sonidos de tribu. Trato de entrar en el lavabo pequeño pero está ocupado. Opto por el grande y tengo más suerte. Me lavo las manos con salfumán, orino, me las vuelvo a lavar esta vez con lejía y me emplazo a ducharme en cuanto haya recuperado la sensibilidad en cualquiera de mis dos manos. En la cocina cojo una de las tazas –al azar, una de la portada del Rubber soul–, veo que hay café hecho y me sirvo. Añado leche de avena. Compruebo que en la nevera hay provisiones hasta Sant Esteve y caliento mi desayuno. Allí está mi mujer, Eileen, detrás de una taza con la cara de Leonard Cohen. Teletrabajo y una sonrisa que solía ser espectacular antes del confinamiento a partir de las diez de la mañana. Eileen cruza la cocina –nada, dos pasos, no se crean ustedes–, nos damos un beso con los codos –chúpate ésa, Cole Porter– y va hasta el comedor a desayunar con Adrià, nuestro hijo. Éste tiene once años (quizá doce, imposible que tenga trece). Un pitido del microondas y rescato a los Beatles, cojo mis cuatro galletas de rigor y me uno con ellos a desayunar. En el televisor, minuto y resultado. A punto de medalla de bronce en las Olimpiadas Pandémicas.



Me siento con ellos y mojo la mitad de las galletas en el café con leche y me las llevo a la boca. La infancia, el refugio de las cosas blandas y familiares. Voy a por la siguiente dosis cuando me llega el inconfundible sonido de la cadena del váter. Igual se trata de otro piso. De los de arriba que se pasan el día y la noche conociéndose bíblicamente entre temporada de series y caceroladas. Pero no, esos pasos que se acercan están en nuestro pasillo y vienen hacía aquí. Esto no parece inmutar a Adrià pero sí y mucho a Eileen y a mí. ¿Desde cuándo somos cuatro? ¿Qué está pasando aquí? Los pasos entran en la cocina, abren la puerta del armario de las tazas, luego donde están los Choco Chips y, para finalizar, la nevera. Mi mujer y yo nos miramos aterrados. Me repito a mí mismo: ¿desde cuándo somos cuatro? Transcurren solo unos segundos pero que se nos asemejan eternos hasta que aparece un chaval en pijama, despeinado y algo más bajito que Adrià. Se sienta a su lado, frente a nosotros y empieza a desayunar. Su taza tiene la jeta de Joker.

–¿Hola…?

–Hola –contesta el chaval.

–Perdona ¿pero quién eres tú?

–Soy Miquel, papa.

–¿Quién…?

–Miquel –remata Adrià mientras alza su taza favorita, sin asa y con unos teletubbies con los colores tan desvaídos que parecen fantasmagóricos–. Y calla porque van a decir cuántos infectados llevamos hoy.

¿Desde cuándo somos cuatro? ¿Qué está pasando aquí?”

Miro a mi mujer y ella me agarra del brazo. Hay miedo, alegría, otra vez miedo, mucho más miedo y confusión, mucha confusión.

–¿Cómo que mi hijo…?

Pero ninguno de los chavales contesta. Y con algo de dificultad empiezo a recordar que sí, que es cierto, que es probable que hace unos años (ocho, nueve, para nada diez) habláramos de tener un hijo y, es posible que sí, que al final pero entonces… Y sí, lo visualizo: imágenes de Eileen embarazada con Adrià de la manita, pero ¿cómo es posible que…?

–¿Pero dónde estabas…? –acierta a preguntar Eileen.

–En mi habitación –contesta casi con ­pereza.

–¿Qué coño de habitación?

–La del fondo, donde están los trajes que no te pones y las cajas de cartón– explica tratando de no perder la paciencia Adrià.

–Pero no es posible.

–Yo os lo decía pero no me hacías caso. Cada vez que os hablaba de él, me enviabais a la psicóloga para que le explicara lo de mi amigo invisible.

–¿Ha salido ya el tuit de hoy de la Ponsatí? –pregunta Miquel, ajeno al drama.

–Aún no –contesta su hermano–. Borró el de ayer.

–¿El de la Batalla de Mercadona?

–Sí.

Sí que deseamos tener un hijo. Un segundo”

Miro a mi mujer y tiene los ojos humedecidos. Esto no tiene el más mínimo sentido. Sí que deseamos tener un hijo. Un segundo. Uno que hiciera compañía a Adrià. Sí, claro que lo tuvimos. En el Sagrado Corazón. Y lo apuntamos como a su hermano en la Escola del Mar. Color Verde, Tarongers… pero entonces ¿qué pasó…?

¿Quieren ustedes la verdad…? Pues que se nos olvidó.

Se nos olvidó que teníamos un hijo, otro hijo, de Adrià siempre nos acordamos.

Eso fue lo que sucedió.

¿Pero cómo y cuándo se nos pudo olvidar que teníamos otro hijo…?

–Esto es de locos. A ver, un momento. ¿Dónde está el mando?

Me acerco hasta el sofá y doy con el mando. Silencio, apago, vuelvo a encender, apago otra vez.

–Pero a ver si nos entendemos. ¿Desde cuándo estás aquí?

–¿Dónde…?

–En tu habitación, en esta casa.

–Desde siempre, papa.

–¿Pero vas al cole?

–No.

–¿Y qué has estado haciendo todo este tiempo…?

–Juego al ordenador, veo porno, duermo, escucho música...

–Pero ¿qué comes? ¿Dónde duermes…? ¿Dónde…?

–No deben de coincidir nuestros horarios –trata de aportar algo de lógica a todo esto mi mujer.

–¿Pero qué dices…? Un poco de instinto: eres su madre.

–¿Y…? No me vengas ahora con eso. Heteropatriarcado aprovechando las circunstancias, no.

–No pasa nada –interviene Adrià–. Simplemente, no coincidíais. ¿Vale…? ¿Podemos seguir viendo la tele...?

Simplemente pasó eso. Pero ¿cómo aceptarlo? ¿Cómo explicárselo?”

En realidad, por increíble que pareciera, esa era la respuesta correcta. Mi mujer, funcionaria de la Gene, y yo, abogado de empresa, con unos horarios inhumanos a los que había que añadir todo lo que teníamos que hacer para ser nosotros mismos: ir al gimnasio, cenas con amigos, comidas de negocios, rutas rurales, rutas literarias, rutas patrióticas, Netflix y HBO, pedir comida tailandesa los jueves, psiquiatra, ortodoncia y realización personal, la DUI, ­teatro, conciertos, cambio climático, el satisfyer, dietas kármicas, sexo y compras navideñas, lo cierto es que nos habíamos olvidado de él. Simplemente pasó eso. Pero ¿cómo aceptarlo? ¿Cómo explicárselo? ¿Por dónde empezar a reconstruir todo aquello…? Quizá pidiendo disculpas.

–Lo siento, hijo. De verdad que tu madre y yo lo sentimos mucho.

–¿El qué?

–El que no nos hayas tenido. Que nos hubiéramos olvidado de ti.

–No pasa nada. A veces coincidía con vosotros, lo que pasa es que siempre me llamabais Adrià. Pero tampoco pasa nada con eso.

Sí que recuerdo, en ocasiones, encontrar a Adrià cambiado. Sí que recuerdo también oír ruidos en la casa que siempre atribuía a cualquier cosa menos a un hijo que olvidé que teníamos. Uno de mis dos hijos vuelve a encender el televisor. Mi mujer bebé su café con leche ya helado de la cabeza de Leonard Cohen. Mis dos galletas rotas y caídas dentro de la psicodelia beatle mientras en el televisor, Grande-Marlaska llama a la calma mientras las imágenes muestran a hordas de vándalos reventando instalaciones de Scottex en toda Europa.



Carlos Zanón
La Vanguardia


   
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