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Los autores de los dos ensayos de referencia sobre el caso 'Enriqueta Martí', Elsa Plaza y Jordi Corominas,
acec28/12/2020



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Cuando Elsa Plaza empezó a recibir felicitaciones porque se iba a hacer una película contando la verdadera historia de Enriqueta Martí, esa que ella había relatado por primera vez en 2014 en su libro Desmontando el caso de La Vampira del Raval, la escritora enfureció. Y el enfado aún le dura. La película, La vampira de Barcelona, producida por Filmax, Brutal Media y TV3; escrita por Lluís Arcarazo y María Jaén, y dirigida por Lluís Danés, ganó el premio del público en Sitges y se estrenó el 4 de diciembre. Danés y la actriz Nora Navas, que interpreta a Martí, dijeron en entrevistas promocionales que el filme se había inspirado en el trabajo de Plaza, aunque se hizo sin contar con ella y en los créditos no se menciona a la autora ni a su libro.


También se indignó Jordi Corominas, autor del otro ensayo clave sobre el asunto: Barcelona 1912. El caso Enriqueta Martí (Sílex), publicado meses después que el de la escritora argentina. “No citarnos es burdo, poco profesional y poco ético”, dice Corominas. Los responsables del filme replican que ya trabajaban en el tema antes de la aparición de esos títulos y que emplearon múltiples fuentes.


El episodio pone de manifiesto el cortocircuito que se produce cuando una película o una serie se basa en hechos reales –una tendencia cada vez más en boga – y estos ya han sido narrados en algún libro de no ficción convertido en referente en el asunto, pero no se pagan derechos de autor a sus autores.


Enriqueta Martí mantuvo secuestrada en 1912 a una niña durante 17 días en su casa, en lo que hoy es el Raval de Barcelona. La prensa magnificó durante unos días el episodio y convirtió a la secuestradora en una asesina en serie de niños. Esos cuentos se olvidaron, pero a medida que se aproximaba el centenario del caso revivieron y Martí, rebautizada como la vampira del Raval, se convirtió en un personaje de moda, una especie de Jack el destripador barcelonés que inspiró novelas y hasta un musical. Hace una década, esa fantasía la difundían los diarios, los reportajes televisivos y hasta la Wikipedia


Plaza escribió primero una de esas novelas, El cielo bajo los pies (Edhasa, 2009), la única que se ceñía a los hechos, y, cinco años después, su ensayo, para el que buceó en la hemeroteca y en archivos oficiales. Si el libro de Plaza desactiva la leyenda con un enfoque sociológico y de género, el de Corominas escruta la cobertura que hizo del suceso la prensa de la época y pone en solfa los errores y excesos que nutrieron lo que llamó “la mentira de la vampira”.


Ningún responsable de la película contactó con Corominas, que dice que cuando leyó entrevistas en las que Danés les citaba a él y a Plaza le pareció “muy cínico, porque eso es no tener ningún respeto por el trabajo ajeno”. Arcarazo, uno de los guionistas, sí habló con Plaza hace unos años. “Me estuvo preguntando, me grabó y me pagó un té. Eso he sacado, un té”, dice la escritora, que cuando vio que la película iba adelante, pero nadie contactaba con ella, llamó al guionista. “Me dijo que mi libro solo era una fuente más”.


Arcarazo se desentendió de la película a media producción. No la ha visto y pidió no salir en los créditos, dice, aunque aparece en ellos. Cuenta que el proyecto se lo encargó hace más de una década el productor Pedro Costa, artífice de la serie La huella del crimen, que quería hacer una ficción sobre la asesina en serie de niños, pero hurgando en la hemeroteca, vio que todo eran patrañas. Ese viraje –que le distanció de Costa– le llevó hasta Plaza, explica. “Ella fue una fuente; la más valiosa, pero una fuente más”. Arcarazo argumenta que como la película tiene partes de ficción, de haber dicho que se inspiraba en el libro, de lo que les acusarían es “de tergiversar la historia”.


Danés dice que no quiere polémicas y afirma que Jaén y Alcarazo recopilaron 125 artículos de prensa de la época, y que se entrevistaron con las hijas de una mujer que de niña convivió con Enriqueta Martí y su secuestrada. “Lamento que Corominas y Plaza estén enfadados, pero nadie me ha dicho nada”, añade. La película tiene un protagonista ficticio, pero en lo que respecta al secuestro se ciñe a hechos reales. Todos ellos aparecían en los libros. Y la tesis, ficcionada en pantalla, de que el asunto se magnificó para desviar la atención de un escándalo de prostitución de menores está también en el de Plaza. “Yo no he escrito el guión, pero Alcarazo y sobre todo María Jaén en las últimas versiones, trabajaron a partir de las fuentes de la época, que supongo que serán las mismas que usaron Plaza y Corominas”, argumenta el director.


Lo habitual cuando una película se basa en hechos reales y hay un libro conocido sobre el tema, es que la productora compre los derechos del mismo. Los guionistas de La vampira de Barcelona han trabajado en otros proyectos donde se seguía ese precepto. Arcarazo escribió Salvador (Manuel Huerga, 2006), sobre el caso Puig Antich, y que se hacía constar que se basaba en el libro de Francesc Escribano Cuenta atrás. Y Jaén participó en Descalzo sobre la tierra roja (Oriol Ferrer, 2013), miniserie basada casualmente en otro libro de Escribano, sobre el religioso Pedro Casaldàliga, y el periodista consta junta a ella como guionista.


En casos como los de las adaptaciones de fenómenos editoriales como Gomorra (Debate), de Roberto Saviano, o Fariña (Libros del K.O.), de Nacho Carretero, el propio título constituye una marca: comprar los derechos es obtener un gancho comercial. Emilio Sánchez Mediavilla, de Libros del K.O., editorial especializada en no ficción, añade otro factor. “Cuando se despierta el interés entre varias productoras sobre un tema que ha aparecido en un libro, comprar los derechos es una forma de lanzar el mensaje de que tú vas por delante”. Para Sánchez Mediavilla, hay que buscar sinergias con la industria audiovisual. La estrategia de Libros del K.O., explica, es ofrecer a las productoras un paquete que además de las historias escritas por sus autores incluya el trabajo de investigación, el acceso a las fuentes o la colaboración del escritor en el desarrollo del guion.


Pero, ¿y si la productora en cuestión da la espalda, al menos de puertas para afuera, a los libros que ya la habían relatado la historia? “De los hechos no digo nada. Pero incluso si ya eran conocidos, uno luego escribe su crónica, los ordena. Esa organización de los hechos es un relato, y eso no se puede copiar”, defiende el periodista Arcadi Espada, que en 2006 se encontró en una situación similar a la de Plaza y Corominas. Espada no llegó al juzgado, pero acusó al dramaturgo Juan Mayorga de haber plagiado en el montaje Hamelin su libro Raval. Del amor a los niños, donde relataba otra historia de falsos culpables en el barrio donde vivió Enriqueta Martí, otra bola de nieve a base de excesos institucionales y periodísticos de nuevo con la coartada de la protección de la infancia, en aquella ocasión a vueltas con una supuesta red de pederastas que nunca existió.


Pero combatir en los tribunales la vampirización de un libro de no ficción es librar una batalla sin apenas armas. Carlos Garriga, jefe de comunicación de la Asociación para el Desarrollo de la Propiedad Intelectual (Adepi), precisa que para la legislación “el conocimiento no es objeto de protección”, aunque los hechos descritos en un libro “los haya descubierto el autor”. Si la película “reproduce la trama o la estructura” del libro, un juez sí puede considerar que ha habido plagio, pero este es un concepto que ni aparece en la Ley de Propiedad Intelectual. Sí es citado en el artículo 270 del Código Penal, pero sin ninguna concreción. Y si esa indefinición convierte casi cualquier juicio por plagio en una moneda al aire, los problemas son aún mayores para quienes se dedican a escribir sobre hechos reales. A menos, claro, que narren vivencias personales, como en unas memorias.


Patricia Mariscal, directora del departamento de propiedad intelectual y nuevas tecnologías del bufete Bardají-Honrado, abunda en ese aspecto. “Cuando partes de sucesos reales, es más complicado, porque entran en el dominio público, como las ideas”. De modo, admite, que el reconocimiento del trabajo de los escritores queda básicamente en manos de la voluntad de aquellos que se inspiran en ellos, esa que Sánchez Mediavilla aboga por incentivar.


Sobre ese punto, Espada compara la actitud de Mayorga con la del cineasta Joaquim Jordà, que dirigió De niños, un documental sobre el mismo caso que abordaba Raval, y sí contactó con él para pedirle los derechos, pese a que el periodista considera la película mucho menos deudora del libro que la obra de teatro. Espada, que asegura haber detectado plagios de sus trabajos en otras ocasiones –”supongo que es lo que pasa cuando te dedicas a los hechos”, concede–, renunció finalmente a judicializar el caso porque no se entendió con su abogada, cuenta, y no podía dedicarle más tiempo al tema.


Corominas y Plaza tampoco recurrirán a los juzgados. “Solo serviría para hacerles publicidad”, dice el primero, cuyo libro se va a traducir al francés. “No puedes hacer nada”, se lamenta Plaza, que afirma que a ella también la han copiado otras veces y argumenta que la justicia cuesta dinero y que ya ha gastado bastante en esta historia. En su momento, ninguna editorial se interesó por su ensayo, así que acabó pagando 2.500 euros para editarlo, según consta en el contrato que suscribió con la editorial Icaria, de los que asegura que no recuperó ni la mitad. Finiquitado aquel acuerdo, Plaza ha cedido los derechos de la obra a El Lokal, una cooperativa con la que colabora y que, coincidiendo con el estreno de la película, ha sacado una nueva edición. “Los investigadores nunca somos reconocidos. Y no me refiero a que hablen de ti”, aclara. “Ser reconocida es ser retribuida por tu trabajo”.


El estreno en cines de La Vampira de Barcelona  coincidió con el de Mank en Netflix. La película, dirigida por David Fincher y escrita por Jack Fincher, padre del realizador, se basa en la tesis desplegada por Pauline Kael en su artículo de 1971 Raising Kane –y desacreditada después –, según la cual el mérito del guión de Ciudadano Kane, firmado por Herman Mankiewicz y Orson Welles, correspondía muy mayoritariamente al primero. El historiador cinematográfico Joseph McBride le ha afeado a la película de Fincher que, tratándose de una obra que habla de autorías, no aparezcan acreditados ni Kael ni tampoco Greg Mitchell ni Richard Meryman, autores de dos libros que según McBride también son usados como fuentes en el guión. No siempre esas prácticas quedan impunes. En 1974, el escritor David W. Maurer demandó por 10 millones de dólares a la productora y el guionista de El golpe porque consideraba que la película plagiaba The Big Con, un libro de no ficción que había publicado en 1940 sobre el mundo de los estafadores y los bajos fondos. Aunque el guionista, David S. Ward, insistió en que había usado más fuentes, el asunto se resolvió con un acuerdo por cientos de miles de dólares. Y eso que en Estados Unidos, explica Emilio Sánchez Mediavilla, de Libros del K.O., “se paga no solo por libros, sino también por reportajes”. Le pasó al periodista británico John Carlin, al que los productores de La jungla 4.0, cuarta entrega de las aventuras del superpolicía John McLane, le pagaron por los derechos del artículo 'A Farewell to Arms', publicado en Wired, porque los guionistas se inspiraron en él para la trama.


El País


   
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