Domingo, 22 de diciembre de  2024



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La ACEC rindió homenaje al que fue uno de sus socios veteranos, Juan Marsé, fallecido el 18 de julio pasado.
acec20/1/2021



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Para cada cosa hay una vez que es la última. O la que va la vencida. El director adjunto de este diario, Miquel Molina, publicó en octubre Cinco horas en Venecia (Catedral/ Univers), pero no ha podido presentarlo hasta ahora. Lo hace en la Documenta. El librero Eric del Arco recuerda que no podemos hacer corrillos. Y desde la distancia, con mascarilla y después de tanto tiempo, nos cuesta un poco reconocernos. La editora de Enciclopèdia, Ester Pujol, explica que concibió la colección La joie de vivre antes de que hubiéramos oído hablar del coronavirus. La idea era celebrar la alegría de la vida con crónicas de viajes personales. En pandemia, los textos se leen de otra manera.


En Venecia no hay espacio para la melancolía, asegura Àlex Susanna, porque quien la recorre lo hace demasiado estimulado, tropezando ahora con la tumba de Stravinsky, ahora con el escenario de una película o el origen de una ópera. La música, del jazz al reguetón, acompaña al autor, que deambula en busca de una periferia cotidiana inexistente. La próxima vez, dice Susanna, reproducirá el itinerario moliniano a ninguna parte.


“Miquel nos invita a dar un paseo hipnótico, en una Venecia que se rescató a sí misma a través de la belleza, llena de placeres y poesía visual; fue el museo del mundo, y tal vez haya muerto de éxito, convertida en el paraíso de trolleys, cruceros y selfies”, dice el director artístico del Liceu, Víctor García de Gomar. Ese paseo sin rumbo, Molina lo dio tras la comida de una boda que duró tres días. Estuvo a punto de aceptar una invitación para hacer una ruta de bares –con lo que el libro no existiría–, pero prefirió caminar solo entre la multitud de turistas. La novia, anónima en el libro, es la productora de arte Tatiana Kourochkina. Vive entre Barcelona y Treviso, y le agradece el mejor regalo de bodas que ha recibido. “Leerlo ha sido como pasear con Miquel y escucharlo; aquí están su sabiduría, su sentido del humor, su manera de fijarse hasta en el mínimo detalle”, explica. A veces él toma apuntes inútiles, oye conversaciones a medias, se inventa el resto.


A Juan Marsé también le gustaba escuchar conversaciones en el autobús. La ACEC rindió homenaje al que fue uno de sus socios veteranos, fallecido el 18 de julio pasado. El lunes, David Castillo conversó con la hija del escritor, Berta Marsé, que acaba de publicar su primera novela Encargo (Anagrama). Hasta ahora era autora de cuentos, un género que, dice, se le resistía a su padre, algo que él lamentaba. Ella empezó a leerlo en el instituto, con un trabajo sobre Últimas tarde con Teresa .La profesora alucinaba de que no le hubiera consultado nada a él. Sacó un notable. Berta Marsé leyó Si te dicen que caí antes de los veinte años, y no entendió casi nada. El embrujo de Shangai es la que más le emocionó en su momento. Quiere volver a leerlos.


Le echa mucho de menos porque era muy cómplice, un padre muy fácil y un abuelazo. “Estaba enamorado de su oficio, se lo tomaba en serio”. Era un maniático de la corrección, nunca le parecía suficiente. Nunca estaba satisfecho con el resultado final. El martes, Álvaro Colomer moderó una charla con autores relacionados de algún modo con Marsé. Olga Merino lo conoció en la fiesta del 70.º cumpleaños de José Agustín Goytisolo. Se lo presentó Vázquez Montalbán y a ella le temblaban las piernas por conocer al maestro. Carlos Zanón empezó a leerlo porque decían de Francisco Casavella que era el nuevo Marsé, y Casavella le gustaba mucho: “Pocos autores tienen novelas tan buenas en décadas distintas”. Fue mediante Zanón que Miqui Otero llegó a él. Organizaba un encuentro para el Primera Persona, que codirigía con Kiko Amat, y Marsé los recibió en su casa. “Me sentía como Philip Roth visitando a Saul Bellow, pero sin serlo”, dice. Llevaba un ejemplar de Últimas tardes con Teresa para que se lo firmara. Marsé contó su primera experiencia en Sant Jordi: “No entiendo cómo a alguien puede hacerle tanta gracia que le firmen un libro”. Otero respondió rápidamente: “Yo tampoco”, y lo escondió. Le envió Simón (Blackie Books) poco antes de que muriera. Quiere pensar que le habría gustado.


A Jordi Corominas le sorprendió la dulzura que emanaba y lo accesible que era. Escribió un artículo sobre Marsé y Pasolini, se lo mandó. Por lo visto, el escritor pensó: “Este chico no tiene razón”. Corominas se pregunta si, generacionalmente, Otero y él no habrán llegado en el momento justo para que les dé un gran respiro. ¿Volverá Marsé? ¿O no se fue nunca? ¿Y Venecia? ¿Volveremos nosotros a ella? ¿Y será otra, a través del recorrido moliniano? Para cada cosa hay una vez que es la última, canta Astrud. Pero no tiene por qué ser esta.



Llucia Ramis

La Vanguardia


   
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