Domingo, 22 de diciembre de  2024



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Alejandro Palomas: “Lucho por que la naturaleza disfrute de la paz que no le damos”
acec30/9/2021



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Una novela de ausencias presentes y presencias ausentes. Un libro que profundiza en la necesidad del silencio, de la compañía auténtica, del entendimiento mutuo, de voces que quieren que las escuchen, desde –una vez más– una madre inolvidable a una elefanta en un zoo, presa de la tristeza. Entrevistamos a Alejandro Palomas, autor de novelas como ‘Una madre’, ‘Un perro’, ‘Un amor’ (Premio Nadal 2018) y ‘Un hijo’ (Premio Nacional de Literatura Juvenil 2016) y colaborador de ‘El Asombrario’. Su nuevo libro sale a la venta esta semana, el miércoles, día 15.


Dice la contraportada del libro que con esta novela inicias un nuevo universo literario. ¿En qué sentido, Alejandro?

Hasta Un amor siempre he gravitado alrededor del universo familiar. Mi foco de creación ha estado puesto en los vínculos de sangre, en los no elegidos. A partir de ese micro mundo he construido mi planeta: el planeta Amalia, el planeta Guille, el planeta Mencía… Con Un país que lleva tu nombre esa dinámica se ha roto. Aquí pongo la luz sobre el resultado de ese vínculo de sangre en nuestra relación con el exterior. En otras palabras, quería ser yo quien construyera una familia con personajes que en un principio no tienen relación ni imaginan que la vida va a unirlos como lo hace. O lo que es lo mismo, he pasado de jugar con la baraja del mundo de las relaciones no elegidas a ser yo quien cree una familia propia.


Una novela de largas y muy sentidas conversaciones; diálogos que arman la estructura principal del libro. ¿Qué valor le das tú a la conversación?

Creo que soy un gran conversador conmigo mismo, es decir, contengo a dos Alejandros que están en continuo diálogo y que han aprendido a escucharse bien. A raíz de ahí me he dado cuenta de que la conversación –la buena, la sana– es vital para evitar la locura. Cuántas veces me he encontrado conversando con personas que no esperan a terminar de oír una frase y ya deciden intervenir sin tener toda la información necesaria para su argumentación. Nos puede la ansiedad y cada vez es más difícil la práctica de un diálogo que busque un camino común. Mis personajes conversan mucho, respetan los tiempos del otro, quieren saber quién hay al otro lado. En mayor o menor medida, todos necesitan entender y entenderse en el otro y a mí me hace inmensamente feliz poder crear esos espacios en los que la no prisa ofrece diálogos muy rotundos, muy reales.


Las conversaciones entabladas entre Edith y su hija resultan absolutamente creíbles y extrapolables a las de muchas madres con sus hijas. ¿De dónde sacas esa voz tan… auténtica de madre?

He llegado a la conclusión de que debo de ser una especie de madraza encubierta, porque esa es una pregunta que me persigue desde que empecé a escribir, ya con mi primera novela –El tiempo del corazón– en 2002. Tengo voces, muchas, soy una especie de libro gordo lleno de ellas. Sé ser madre porque he tenido una madre de la que era difícil apartar la mirada y la atención. Pero precisamente por eso sé también ser hija, sé lo que significa ser hija de una madre como en este caso lo es Edith. Sé ser mujer y sé ser hombre, en eso consiste ser escritor: somos un filtro de voces, miradas, emociones, corporalidad, vulnerabilidades y constantes cuestionamientos que en mi caso me apartan casi totalmente del mundo para no romperme en mil pedazos y morir de intensidad.


El libro comienza con una ausencia, un episodio de muerte, algo que sobrevuela permanentemente en la novela. ¿Parte este enfoque de alguna situación personal, Alejandro? Las ausencias presentes y las presencias ausentes…

Ah, las ausencias y las presencias. Ocurre con ellas como con los secretos y las mentiras: son inmortales, omnipresentes, son nuestro ADN. Hoy, mientras corría por un camino en un bosque, pensaba en lo solo que estaba el bosque, en lo vacío que parecía. Y enseguida una voz –mía, propia– me ha corregido: “Que no los veamos no quiere decir que no estén”, ha dicho. Y enseguida, me he oído decir en voz alta: “Nadie es mucha gente”. Y es que es así. Ausencias y presencias son lo mismo, son la misma compañía pero alternándose como los cuadros del tablero de ajedrez que es nuestro plexo. A veces hablan unas, otras callan las visibles. Quién sabe cuáles nos acompañan y cuándo. Es fascinante: nunca estamos solos del todo porque estamos habitados por quienes estuvieron, están y estarán.


Una novela de conversaciones, de diálogos a pesar de los secretos, de ausencias, más otro tema central que yo veo en ‘Un país con tu nombre’: la verdad, la necesidad de la verdad para vivir. Y, sin embargo, entre manipulaciones, postureos, eufemismos, ‘green washing’ y ‘fake news’, son malos tiempos para la verdad, ¿no?

La verdad, ese gran tema en todas mis obras. Y la mentira. Alguien me recordó hace poco que la vida no es, se hace. Y en ese momento pensé: “La vida no es lo que es, Alejandro, sino cómo la sentimos y cómo nos la contamos”. Nos mienten, nos mienten mucho, esa es la verdad. Juegan con nosotros, porque somos mano de obra y factores de consumo necesarios, dejándonos alguna grieta de luz para que no entendamos la perversión de lo que suministra el oxígeno de la pecera en la que nos movemos. Yo lucho a diario para que mi verdad, lo que yo defiendo y siento y creo que me define, no sucumba a la actualidad, porque la lucha del individuo contra el engranaje despiadado del sistema no es posible. Esa lucha, en mi caso, es individual: mantenerme firme en mis lealtades, en mi compasión activa por quien sufre desde la indefensión, dejar al irme un lugar un poco mejor del que encontré al llegar. Esa es mi verdad.


Niños y animales están muy presentes en la novela. Suzume y Susi, la elefanta. ¿Quizá porque ellos llevan la verdad consigo?

Son el canal de lo puro, de lo que es inmediato y de lo real. Los niños como Suzume hablan poco en pasado y mucho menos en futuro. Su interés está en lo que ven, en lo que pasa ahora, sin perder en ningún momento el peso de lo vivido, de la memoria, de lo que ya fue. Susi, la elefanta de la novela, está basada en la Susi real, en la elefanta que sigue aún presa en el zoo de Barcelona, a pesar de que ni ella ni sus dos compañeras de celda deberían seguir allí, sino que tendrían que haber emprendido desde hace tiempo su camino a un santuario. Mi verdad, a través de la Susi de la novela, es traspasar la ficción y reavivar la marea de empatía y de fuerza que consiga ese milagro con el que siempre he soñado: que la ficción intervenga en lo real y lo modifique. Quiero que el mundo conozca a Susi y se enamore de ella como yo lo estoy, tanto como para sacarla de ese lugar espantoso donde languidece. Esta novela es, sin duda, una invocación.


Si tuviera que definirte, Alejandro, diría que eres ‘un escritor de emociones’, que indagas, escarbas, profundizas sobre todo en las emociones: la pena, la soledad, el enfado, la tristeza, la ilusión, el rencor, el reproche, la culpa, el amor, la amistad… ¿Es lo que más te interesa expresar?

Es que soy eso. No puedo expresar otra cosa más que esa, no sabría hacerlo. Tengo 53 años y mis recuerdos son en su totalidad de cosas sentidas, no de cosas pensadas, son la intelectualización de emociones que se han grabado a fuego en mi retina y en mis pulmones. Yo soy lo que siento y desde ahí escribo, compartiendo esa tensión y esa intensidad con quien lee conmigo y descubre conmigo el viaje que emprendemos juntos, lector y autor. Vivir es un trayecto emocional que nuestra mente intenta explicarse para no desmadejarse ante tanta dosis de descontrol, pero esa explicación no es la vida sino la voz que la describe para que el corazón no estalle.


En esta novela hay mucha poesía y también mucho humor, que brota del mal humor de Edith. Y si en Suzume veo a Guille, en Edith veo algo del Palomas cascarrabias. ¿Veo bien?

Jajaja…, el “Palomas cascarrabias”. Lo ves porque tú lo conoces, pero no sé si quien no me conoce pueda verlo. Soy muy cascarrabias porque sufro muchísimo con la injusticia y con el maltrato, y como me obligo a contenerme para no dejar campar a sus anchas al animal destructor que soy, me limito a ponerme el traje de Grinch y sacarlo a pasear para no enloquecer. Edith es mayor y ha vivido mucho. Sabe que solo dando el paso que ha estado postergando durante toda su vida va a poder ver si es capaz de hacer realidad su sueño antes de que sea demasiado tarde. Edith quiere paz, quiere volver a vivir esa ilusión, esa pureza que solo alcanzamos a paladear cuando somos niños o niñas, pero es cascarrabias porque sabe también que la vida no lo pone fácil y ella ya tiene los huesos gastados.


‘Un país con tu nombre’ transcurre en dos escenarios principales: un pequeño pueblo abandonado y un zoo. Un alegato en defensa de la paz y el silencio de los pueblos, sin necesidad de macro granjas ni de turistas gritones que lo peten. ¿Cómo ves los pueblos, la España rural, tú, que vives en ella?, ¿cuál es su opción de futuro?

Ah, el gran tema: la España rural. Mis años de experiencia me dicen que es uno de los asuntos que más ampollas levanta cuando alguien alza la voz. Maltratamos la tierra, esa es la verdad, y sobre todo maltratamos a los animales. Las macro granjas son el horror absoluto porque en ella se perpetran horrores que nadie quiere imaginar. Se habla de que las vacas “mugen” cuando se les arrebatan los terneros para que sean productivas, y decimos “mugen” para evitar decir “lloran”. Lloran durante días llamando a su hijo, porque el granjero se lo ha arrancado de su lado para llevarlo al matadero mientras madre e hijo se llaman, sin posibilidad de despedirse. Eso es el mundo de las macro granjas. Pero ese mundo es solo un porcentaje ínfimo de la crueldad del mundo rural con el medio. Yo lo veo y lo vivo de primera mano y por eso lo cuento: veo los vertidos de purines, veo la ilegalidad, veo y vivo el trasiego de camiones por una autopista conocida “familiarmente” como “el corredor de la muerte” en la que los gritos de cerdos y vacas llenan de tristeza el valle. Y mi lucha es que la naturaleza, los bosques y quienes los habitan por derecho propio, disfruten de una paz que no les damos. El eco de los disparos de los cazadores llena mi valle y muchos otros de este país entre octubre y febrero.

Alguien me dijo –y me refiero a una persona que ocupa un alto cargo de gran responsabilidad en este país– que hay dos lobbies que tienen un poder inimaginable a día de hoy: el de los toros y el de la caza. “Son prácticamente intocables”, reconoció. “Manejan tanto dinero, sobre todo el sector de la caza mayor con las monterías, que no somos capaces de imaginar el poder que tienen”. Estamos hablando de cazar, esto es, matar por placer. Estamos hablando de matar a seres indefensos. Y estamos hablando de que la caza y la pesca se consideran deporte. ¿Es ese el valor del deporte del que tanto oímos hablar en las retransmisiones deportivas? ¿Cuándo hablamos a los niños del deporte somos conscientes de que la caza y la pesca forman parte del pack?


¿Y cómo ves los zoos, que en tu libro son presentados como la ‘República Independiente de la Tristeza’?

Son la peor versión de la peor manifestación de la condición humana. Deberían dejar de existir hoy mismo. Son prisiones, celdas, infierno en vida para individuos que han dejado de ser considerados como tales. Es la tortura por la tortura pagada en muchos casos (el zoo de Barcelona es municipal) con nuestro dinero.


Hay una coletilla que se repite en las conversaciones de Jon y Suzume ante algunas preguntas importantes. La respuesta: “Es… complicado”. Alejandro, para terminar, ¿qué tendría que preguntarte para que me contestaras “Es… complicado”?

La pregunta exacta sería: “¿Qué tendría que ocurrir para que recuperaras tu confianza en la condición humana?”




   
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