Domingo, 22 de diciembre de  2024



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Juan Cruz: "A algunos nos cuesta decir 'patria' y otras palabras con las que entonces nos callaban"
acec28/5/2022



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Empezó en el periodismo a los 13 años. Seis décadas después, Juan Cruz (Puerto de la Cruz, Tenerife, 1948) no ha perdido la pasión por su oficio ni el espíritu inquieto que, como su agudo y rasgado hilo de voz, lo ha caracterizado siempre. Su reciente marcha de El País, al que perteneció desde su fundación en 1976, se concatena con su inmediata incorporación al grupo Prensa Ibérica, desde el que ha participado en la configuración de un nuevo suplemento cultural: Abril. Además, en estos días presenta novela con el sello Alfaguara, donde también hizo labores de editor en los 90. Mil doscientos pasos es su nueva obra.


Después de tantos años, “reacciono como un periodista, pero este libro lo he escrito como una persona”, confesaba Cruz a El Cultural en los primeros compases de una larga conversación. Pletórica de retazos autobiográficos y escrita en primera persona, la novela nos presenta a un niño “solo ante el recuerdo, que retumba en mis oídos con el estallido de un disparo”.


Cada personaje representa una pulsión en esta obra arraigada en la memoria de aquellos convulsos años que sucedieron a la guerra civil española: Crispín es el símbolo de la violencia inexplicable; Jero, la locura; Alessandra, el amor. El protagonista, sin duda, encarna los sentimientos del miedo y el desarraigo, pues no es más que “una sombra de aire metida en una cama que me quedaba grande”.


“Un periodista se tiene que despojar de los prejuicios, e incluso de la historia, y ha de escribir lo que les pasa a otros”, explica Cruz. Pero en Mil doscientos pasos “quería escribir lo que le pasaba a la gente cuando el periodismo no lo quería contar”. En esta línea se expresa el escritor a lo largo de toda la entrevista. Sin paños calientes ni el menor atisbo de equidistancia, vapulea a los sectores populistas de la política actual, defiende con matices la Transición y ataja los desafíos del periodismo cultural.


Además de la guerra y la posguerra, de la infancia y de sentimientos como la crueldad y el miedo, Mil doscientos pasos es una novela sobre el paso del tiempo. ¿Qué tal se lleva con su pasado?

El pasado no es de uno. En mi caso, es el pasado de un pueblo. Luego vienen pueblos más grandes como Santa Cruz de Tenerife o incluso Madrid, pero el pasado es el barrio donde naciste, lo que nunca te abandona. A mí no me abandona ese periodo que viví con la incertidumbre de qué era lo que estaba pasando. Los niños no sabíamos nada, pero yo me fui fijando en lo que suponían algunos hechos: por qué había personas que tenían más que otras, por qué éramos pobres. En aquel momento no adviertes que eres pobre y tampoco por qué se burlaban de ti. Eso deja un poso para siempre, y te hace evitar ser como aquello que viste.


Ahora que no es niño ni es pobre, ¿qué opinión tiene sobre la idea del progreso?

El tiempo ha envejecido mal. Vivimos en función de máquinas que no son mejores que las personas, instrumentos de trabajo que no son mejores que los que teníamos. El hecho mismo de tachar a mano, o incluso romper el papel y volverlo a escribir, era un ejercicio importante. En mi primer empleo en El País como corresponsal en Londres, tenía una caja de zapatos vacía a la que arrojaba los folios que desechaba. Eso era la autocrítica, la vida es arrepentirte. Ahora no revisamos nada, y si lo hacemos es para empeorarlo. El progreso va a nuestro favor y, si nos empeñamos, también en nuestra contra. Hemos conseguido que el hombre vaya a la luna, y sin embargo la última pandemia está durando tanto como en el siglo pasado. A lo mejor nos están curando mal.


¿Cree que los traumas de la infancia determinan una actitud? Por ejemplo, ¿qué habría sido del niño de la novela si Crispín no hubiese querido matarlo?

Ese chico tuvo que vivir en un lugar difícil para que nadie saliera en su defensa, solo su madre. Además, era lo común que los chicos sintieran que pegarte o burlarse de ti formaba parte del juego. Es el reflejo de una sociedad que estaba acostumbrada a la supremacía, que alguien tuviera derecho sobre ti. Uno de los problemas es que los jóvenes y los viejos tenían la misma educación. La dictadura se manejó con palabras y con silencios: gente que no podía decir lo que pensaba porque no la habían enseñado a pensar. Nos hicieron saber que aquello iba en serio y no se podía jugar con los símbolos de la patria. Nosotros no sabíamos qué era, pero nos la cantaban todos los días. Otro gran problema fue la persecución a los homosexuales, por ejemplo. Ahora hay persecuciones similares protagonizadas por seguidores de partidos políticos que se sientan en el parlamento.


El punto de partida de Mil doscientos pasos es una agresión, precisamente. ¿De qué modo la violencia ha tejido la historia de este país desde el siglo XX?

En aquella época de prensa oficial, nos llevaron a pensar que los asesinos eran los rojos. Nos hicieron leer libros de formación del espíritu nacional en virtud del cual los que estaban en las cunetas eran los culpables, y los que de verdad mataron fueron los que salvaron a la patria. A la gente que no es nostálgica de aquel período nos cuesta decir “patria” y otra serie de palabras con las que entonces nos callaban.


En la medida en que no se pueden desligar de un periodo histórico muy concreto, ¿en España es más difícil que en otros países asimilar símbolos como la bandera o la propia palabra “patria”?

Santiago Carrillo, comunista, aceptó la bandera y la Constitución. Que en España hoy la palabra “comunista” sea un insulto es una regresión enorme. También lo es la nostalgia del franquismo. La democracia ha podido avanzar muy poco contra la utilización fraudulenta y falaz de los símbolos. A mí me hubiera gustado escribir un libro sobre el final de ese periodo, pero lamentablemente lo que he escrito tiene vigencia.

Uno de los grandes fracasos de la Transición es que la gente no ha dejado de odiar a la gente. Y no precisamente por la Transición en sí misma, que ha sido herida tanto por la derecha como por la izquierda. Después de la crisis de 2008, un partido político concreto basó su nacimiento y su crecimiento en la destrucción de lo que llamaron “el régimen del 78”. Los que perpetraron ese ataque todavía no lo han aclarado. Lo arrinconaron en la historia para que la gente pensara que fue malo para este país.


Se refiere a Podemos, claro.

Pero es que ahora también ha vuelto esa desmitificación por parte de la ultraderecha, a quienes ni siquiera les interesa Europa. El de hoy es un intento de regresión más violento que el de entonces. Esas dos ramificaciones ultra han empobrecido a España intelectualmente.


En un momento de Mil doscientos pasos se dice que “las palabras cargan siempre violencia”. ¿Cree que el descrédito de la clase política actual tiene correspondencias con la tensión de sus enfrentamientos verbales?

Sin duda. Como decía Gabriel Celaya, “las palabras son hechos”. Las que escuchamos ahora no son inocentes, y lo peor es que los periodistas estamos contribuyendo a eso. En las redes, por ejemplo, hay una voluntad de que la vida de las palabras sea peor. Hoy estamos en riesgo de volver al silencio, porque nos va a dar miedo decir cualquier cosa por si es tergiversada.


El niño de la novela comprueba en Inglaterra cómo la guerra es igual de implacable en cualquier sitio y en cualquier contexto temporal. ¿Qué explicación encuentra a una guerra europea en pleno siglo XXI?

¡Pero si todavía estamos sumidos en el siglo XX! Los instrumentos sociales son parecidas. Ese muchacho vivió una guerra de alguna manera, pues cuando era joven le pidieron que sustrajera dinamita para un atentado contra el símbolo del franquismo. Es una prueba de que la guerra civil fue una guerra mal terminada, mientras que la Transición, una paz mal terminada.


¿Por qué opina eso, si acaba de defender esa etapa?

Sí, pero no hemos aceptado que allí había un camino hacia algún lugar que nos uniera. El futuro ha sido implacable con la Transición.


Sin embargo, en ese futuro que ya es pasado se logró promulgar la Ley de la Memoria Histórica.

Tenía que hacerse, por más que estando en marcha, J. M. Aznar y otros sectores de la sociedad se opusieran. Algún sector político desde su puesto de mando de Valladolid propone acabar con ella. No solo con eso, sino con las autonomías, otro factor de la Constitución.


Se refiere también en la novela a la “época de la culpa”, derivada de los dogmas católicos. Ahora que somos un país laico, ¿cree que la moral judeocristiana sigue teniendo influencia sobre nosotros en relación a sentimientos como la culpa?

Sí, pero estaba pensando que si los profesionales de la comunicación tuviéramos sentido de la culpa, los medios estarían llenos de fe de errores. Tengo la impresión de que el oficio ha perdido la conciencia de la verificación. Hay un solo periódico en España que tiene fe de errores: El País.


¿Cómo ha vivido su marcha de El País después de tanto tiempo?

 Muchas emociones de gratitud. Es el periódico de mi vida, me ha dado todo lo que soy como periodista, y además es una heroicidad aguantar a un tipo como yo 46 años.


Inmediatamente después aterriza en Prensa Ibérica como adjunto al presidente. ¿Cuál será su labor y qué retos tiene el grupo?

En primer lugar, estoy encantado. Es un grupo que se generó en Canarias, mi tierra, de modo que me gustaría terminar mi carrera allí. Me han dejado hacer lo que creo que hago con más gusto y con más nivel. Hago crónicas y entrevistas, y además soy columnista, aunque no lo voy pregonando por ahí.


A propósito, ¿no le habría apetecido mantener una mínima colaboración en El País, por ejemplo con una columna?

El País tiene columnistas magníficos.


Hubiera sido una forma de no desligarse definitivamente...

Es otro tiempo, y yo hoy me siento muy orgullo de ser lector del periódico.


 Su incorporación a Prensa Ibérica coincide con el impulso del suplemento cultural Abril. Un suplemento en papel, por cierto. ¿Qué les diría a quienes pronosticaron su desaparición en el periodismo hace ya más de una década?

Hace más, sí. En 1999, desde la Feria de Fráncfort se dijo que el papel iba a desaparecer, y en 2008 vi una noticia de unos estudiosos alemanes que vaticinaban que los periódicos de papel dejarían de publicarse en 2023. Minutos después tenía que entrevistar a Eugenio Scalfari, uno de los periodistas europeos más importantes de las últimas décadas, y le puse al tanto de la información. Me preguntó: “¿Y dice a qué hora?”


No parece que se lo tomara muy en serio.

Estamos en 2022 ya… Ahora bien, las consecuencias de esas predicciones han sido peores en España. Desaparecieron muchos quioscos y hubo una especie de contento bobo. Se desprestigió el papel, cuando hasta ahora es el instrumento que da fe de las cosas que ocurren.


Entre las singularidades de Abril, los autores hablarán de sus propios libros.

Sí. Al director del Periódico de Catalunya, Albert Sáez, se le ocurrió incluir la mítica frase de Francisco Umbral (“He venido a hablar de mi libro”) como nombre de una de las secciones, y a todos nos pareció una gran idea porque Umbral tenía razón.


Lo mejor para los libros es que nunca se dirá nada negativo de ellos en esa sección.

Bueno, a mí me encantaría que me ofrecieran ese espacio, pero a mí no me lo darán (risas).


A propósito, ¿cree que la crítica literaria está en entredicho?

En efecto, la crítica hoy debería regenerarse para referirse a la escritura, y no tanto a los asuntos de los que se ocupan los libros. La escritura es la gran aleccionada de esta época, donde se escribe como para contar y no como para escribir. Somos más propensos a la escritura informativa que a la metáfora, o sea, estamos escribiendo sin poesía.


¿El reportaje, el artículo, la entrevista o la crítica pueden considerarse géneros literarios?

 Cuando se publicaron las crónicas de Gabriel García Márquez, Relato de un náufrago o Noticia de un secuestro, aquello era periodismo, y ahora es literatura. Lo mismo ocurre con Manuel Chaves Nogales, Svetlana Aléxievich, Alma Guillermoprieto, Rosa Montero, Leila Guerriero o Tomás Eloy Martínez con Lugar común la muerte. Es el lector quien legitima esa dimensión.


 ¿Cuál cree que fue el mejor momento para el periodismo cultural en lo que llevamos de democracia?

Cuando, con la muerte de Franco, se rehízo la cultura y regresaron Rafael Alberti, María Zambrano o Jorge Guillén, y Serrat, Paco Ibáñez o Raimón cantaban a los poetas… Es como si España se cosiera otra vez. La literatura tuvo en España una continuidad tras la guerra civil. Yo soy contrario a pensar que la única cultura fue la de la República. En el franquismo, afloraron los extraordinarios Félix Grande, Gabriel Celaya, J. M. Caballero Bonald, Carlos Barral… El franquismo no pudo acabar con la cultura literaria, solo con las manifestaciones culturales.


Sigue publicando novelas, lanza suplementos culturales, ostenta cargos de gestión… ¿Cuál es el secreto para llevar tantas décadas en la brecha y no presentar atisbo de rendición alguna?

Levantarme temprano. Además, tengo muy bajo el índice de maldad, lo cual me permite sentir curiosidad por lo que hacen los demás, sobre todo en el mundo de la cultura y el periodismo.





Foto: Lisbeth Salas





   
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