Los títulos de los libros de José Corredor-Matheos se han ido volviendo cada vez más breves, más concisos, igual que sus versos. Al borde, publicado nueve años después de Sin ruido, nos devuelve la misma escritura cordial, diáfana, que parece brotar sin esfuerzo, al paso de los afanes del día.

Son poemas sencillos, casi apuntes, en los que el autor dialoga una y otra vez en presente de indicativo con un "tú" que es él mismo y que ha hecho de la admiración ante la vida -su riqueza, sus misterios, la cercanía del final- mucho más que una poética: una forma de ser y estar en el mundo.

Es casi un tópico hablar de la impronta oriental en la poesía de madurez de Corredor-Matheos, sobre todo en libros como Carta a Li Po (1975) y Jardín de arena (1994), donde el haiku era un poco el eje motriz del conjunto. Pero esa lección ha sido incorporada sin aspavientos y gobierna ahora un decir que se complace en la paradoja y el enigma, al modo de los koan de la tradición zen. El viaje de su autor es el de alguien que ha aprendido a vivir el presente sin la rémora culposa del deseo y a desdeñar los nombres en favor de las presencias: "Vivir así,/ oculto a plena luz".

Como Caeiro, nuestro poeta tiene que recurrir a las palabras para decir que las palabras no importan; tiene que hablar consigo mismo para decir que el yo es una ilusión; tiene que mencionar las cosas del mundo para decir que todo, mundo y yo, son la misma cosa: "cómo vibra la noche,/ expectante,/ como si fuera a abrirse/ y se hiciera la luz/ dentro de ti".

Y si aquí comparece la muerte o la conciencia de la finitud, lo hace como un invitado más a la fiesta del ahora: "Vivir, vivir igual/ que si ya no vivieras". A sus 93 años, Corredor-Matheos sigue más joven que nunca.

Una nota de inquietud asoma a veces en este libro, por el que transitan fugazmente el confinamiento o los agobios de la vejez: "En el agudo filo/ que separa/ la vida/ de/ la/ muerte". Pero siempre se impone, al final, la sonrisa de la reconciliación.