Domingo, 22 de diciembre de  2024



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Borjes y Bioy Casares detectives
acec14/2/2023



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Tras el debut estelar con el anuncio de cuajada, se pusieron a escribir a duo, como divertimento, relatos policiacos, para lo cual se inventaron un autor y un detective


Todo empezó con una cuajada. En concreto, con una cuajada pasteurizada que comercializaba la empresa lechera de la familia de Adolfo Bioy Casares. Había que redactar un texto para un folleto publicitario cantando las alabanzas de la higiene que aportaba al producto la pasteurización. Adolfito, como lo llamaban en su casa, era el hijo literato de la acaudalada y oligárquica familia (su padre ocupó, entre otros cargos, el de ministro en el gobierno de la dictadura de 1930). Como escritor que era, propuso encargarse él de la redacción del folleto con la ayuda de su amigo Jorge Luis Borges. Amigo y mentor, porque era mucho mayor que él. De la publicidad de la cuajada pasaron a la literatura y su obra a cuatro manos se ha reunido en Alias (Lumen), con prólogo de Alan Pauls, autor de El factor Borges, uno de los más sagaces ensayos sobre esta figura esencial de las letras del siglo XX. 


Se habían conocido en 1931, cuando Borges tenía 32 años y Bioy 18, en una fiesta en casa de la mecenas Victoria Ocampo, financiadora de la revista Sur, todo un hito cultural argentino, que conectó al país con lo más granado de la intelectualidad europea. Se cayeron tan bien que se retiraron a un rincón y se pasaron la velada conversando a solas, hasta que la anfitriona, indignada, se les acercó y les espetó en un susurro: «No sean mierdas, vengan y hablen con mis invitados». No le hicieron ni caso, se largaron y siguieron de cháchara literaria en el coche en el que Bioy llevó a su nuevo amigo de vuelta a casa. 


Siguieron viéndose de forma más o menos esporádica, como en aquella ocasión en que Borges visitó Rincón Viejo, la finca de la familia de su colega, trató de demostrar que era todo un gaucho y se pegó un castañazo al caerse del caballo. Los encuentros se fueron haciendo más frecuentes a partir de principios de los años cuarenta, cuando Bioy se casó con Silvina Ocampo, la hermana pequeña de Victoria, y se instaló en Buenos Aires y. Desde 1947 hasta el final de su vida llevó un diario y en el que deja constancia de las varias visitas semanales de Borges. Las anotaciones dedicadas a él están reunidas en el voluminoso libro titulado Borges (la edición íntegra, que publicó en España un servidor cuando dirigía la colección Imago Mundi de Destino, tiene 1664 páginas; después se hizo una versión abreviada). Esta obra permite hacer un seguimiento minucioso de la amistad entre los dos escritores. La frase que más veces aparece es «Come en casa Borges». Iba con tanta frecuencia que Silvina llegó a estar celosa y hubo algunas tensiones entre ella y el invitado, por las maldades que este soltaba durante los almuerzos. 


Borges y Bioy no solo diferían en edad, eran contrapuestos en muchas cosas. Bioy pertenecía a la élite social argentina, como Silvina; Borges tenía una procedencia más modesta de clase media (aunque en sus libros le gustaba alardear de antepasados que protagonizaron heroicas gestas militares). Bioy y Silvina vivían en una amplia casa señorial; Borges con su madre en un modesto apartamento (que además tenía goteras, como contó Vargas Llosa tras una visita al maestro en su vejez, una indiscreción que este no le perdonó jamás). Bioy era un donjuán (con una larga lista de conquistas y una hija extramatrimonial que acabó adoptando Silvina); Borges era un tímido patológico muy apegado a su madre (uno de sus grandes amores, Estela Canto, contó algunas maldades al respecto en Borges a contraluz). 


Sin embargo, por encima de estas diferencias, los unía el amor por el mismo tipo de literatura: ciertos clásicos y géneros como el fantástico y el policiaco. Y así, tras el debut estelar con el anuncio de cuajada, se pusieron a escribir a duo, como divertimento, relatos policiacos, para lo cual se inventaron un autor y un detective.


El primer libro fue Seis problemas para don Isidro Parodi del ficticio escritor H. Bustos Domecq. Llevaba una introducción laudatoria de un supuesto miembro de la Academia Argentina de Letras, el pedante y petulante Gervasio Montenegro, que también aparecía como personaje en uno de los cuentos. Isidro Parodi era un «detective sedentario», es decir que investigaba y deducía, a partir de lo que le contaban sus clientes, sin moverse de su «despacho». Su lugar de trabajo era una celda, porque estaba cumpliendo condena por un asesinato que no había cometido. El personaje y el tono de los cuentos rendían homenaje a la literatura policiaca británica de figuras como Conan Doyle y Chesterton. Además, Borges y Bioy aprovechaban para lanzar algunas maldades en clave y para parodiar a alguno de sus coetáneos, como el gran Roberto Arlt, el genio de la literatura arrabalera y la némesis de Borges. Cada uno era el estandarte de uno de los grupos enfrentados de las letras argentinas, que tomaban su nombre de las calles de Buenos Aires donde se ubicaban los cafés en que se reunían: Boedo (el de Arlt) contra Florida (el de Borges). 


Hubo otras dos entregas de Bustos Domecq –Crónicas de Bustos Domecq (1967) y Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977)- y entre medio publicaron en 1946 un relato largo titulado Un modelo para la muerte, atribuido a otro escritor ficticio, B. Suárez Lynch, supuesto discípulo de Bustos, al que este le cedía una de sus historias y le prologaba el libro. ¿Cómo se inventaron los nombres de los falsos autores? Eran un guiño para iniciados: los primeros apellidos de ambos correspondían a los bisabuelos de Borges y los dos últimos a los de Bioy. 


Durante estos años, además de estos deliciosos relatos policiacos, los dos amigos también escribieron juntos un par de guiones de cine –Los orilleros y El paraíso de los creyentes– y el argumento de dos películas de ciencia ficción –Los otros e Invasión– que filmó el cineasta Hugo Santiago. 


La afición de Borges y Bioy por la literatura detectivesca dio más frutos. Recopilaron dos antologías de los mejores cuentos policiales, la primera aparecida en 1943 y la segunda en 1951. Y después de que no cuajara su propuesta a la editorial Emecé de una colección para acercar los clásicos al gran público, sí lograron sacar adelante una de literatura policiaca que sería mítica: El Séptimo Círculo. El nombre provenía del séptimo círculo del infierno de Dante, que era el reservado a los violentos. La colección arrancó en 1945 y sobrevivió hasta los años ochenta, aunque ya sin ellos al frente. Antes de desvincularse, fueron los responsables de la selección de los primeros 120 títulos. A mediados de los años sesenta, la colección pasó a manos del editor Carlos V. Frías y fue entrando en una progresiva decadencia. 


La etapa gloriosa de Borges y Bioy tenía además el aliciente y sello distintivo de las extraordinarias cubiertas del pintor y diseñador José Bonomi, con sus emblemáticos dibujos de formas geométricas. La colección se inauguró con La bestia debe morir de Nicolas Blake (seudónimo del poeta británico Cecil Day-Lewis, padre del actor Daniel Day-Lewis) y publicó sobre todo narradores británicos y algunos americanos más escorados a la novela enigma que a la novela negra: Michael Innes, Dickson Carr, Eden Philipotts, Vera Caspary… También aparecieron algunas obras que mezclaban lo policiaco con lo fantástico, como El maestro del juicio final de Leo Perutz. Y unas pocas piezas autóctonas, como la novelita policiaca escrita a cuatro manos por Bioy y Silvina Ocampo Los que aman odian y El estruendo de las rosas del también argentino Manuel Peyrou, gran amigo de Borges. 


La puesta en marcha de El Séptimo Círculo tiene mucha relevancia histórica, porque sus artífices estaban reivindicando la calidad literaria de un género en aquel entonces menospreciado, mucho antes de que se produjera la mayoritaria aceptación de la que hoy goza. La selección de títulos que propusieron nos lleva a un aspecto de Borges casi tan importante como su dimensión de escritor fundamental del siglo XX. Me refiero al Borges lector, un prescriptor sabio y sagaz. A través de esta colección y después de la que se llamó Biblioteca Personal, reivindicó a autores olvidados o minusvalorados y géneros como el policiaco y el fantástico. Además, nos enseñó a redescubrir, a leer con otros ojos, a grandes literatos no siempre valorados de acuerdo con su excelsa calidad, entre otros Poe, Melville, Stevenson, Chesterton, H. G. Wells, Kipling, William Beckford, Arthur Machen, Wilkie Collins, Marcel Schowb, Dino Buzzati…






Foto: Dani Yako


   
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