Domingo, 22 de diciembre de  2024



Català  


La traducción, el modesto arte de pasar fronteras
acec27/6/2023



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En un brillante ensayo sobre lo intraducible1, Anne Carson recordaba el juicio contra Juana de Arco, un proceso que estuvo atravesado por la traducción a distintos niveles y acabó llevando a la Doncella de Orleans a la hoguera. Aunque Juana de Arco era analfabeta y hablaba el francés propio de la época, en el juicio todas sus frases fueron traducidas al latín. Saber lo que dijo realmente en aquel momento es imposible, no solo porque se cree que pusieron en su boca cosas que no había dicho, sino también porque parte de la experiencia que interesaba al tribunal eclesiástico era incomunicable —en ese sentido, era intraducible—. Como señala Carson, hay una gran distancia entre Juana de Arco y sus frases. No se atribuye la autoría de muchas de ellas: oye voces desde la adolescencia. El tribunal quiso que les explicara, en términos comprensibles para todos, qué le decían, quiénes eran, cuál era la naturaleza de esas voces. Durante meses de interrogatorios las preguntas se sucedieron: ¿a qué huelen sus voces?, ¿en qué lengua le hablan?; a lo que ella respondió: «Pregúntenme el próximo sábado» y «En una lengua mejor que la suya», respectivamente. Carson cree que, con estas respuestas, la heroína se estaba resistiendo al cliché, que no estaba dispuesta a traducir su experiencia a una narrativa teológica convencional. 


Es evidente que Juana de Arco no quería compartir con sus captores algo tan íntimo, y puede que no quisiera profanar ese lenguaje celestial bajándolo a ras del suelo, pero también que hay algo en la experiencia de Juana, en el lenguaje de la locura, que se resiste a la comunicación. De hecho, se le resiste incluso a ella. Está tan alejada de una parte de su lenguaje que piensa que viene de otros: el arcángel Miguel, santa Margarita o el mismísimo Dios. Esta «otredad» del lenguaje hace que sea prácticamente incomprensible para quien no haya sufrido una experiencia psicótica. En otras palabras, no nos es posible saber cómo se sentía Juana de Arco (diga lo que diga Morrissey), igual que no podemos llegar a entender del todo qué sentía Virginia Woolf cuando oía cantar a los pájaros en griego. 


En un momento de su ensayo, Carson se pregunta cuál es la relación exacta entre traducción y locura. Si me preguntasen a mí, diría que en cierto modo son lo contrario. Un psicótico cree que las palabras son de otro cuando en realidad son suyas; al traducir, tratas de hacerlas tuyas aunque sabes que son de otra persona. En mi caso, ambos mundos se mezclaron cuando traduje Illustrations of Madness, un interesante libro sobre el caso de James Tilly Matthews, un psicótico internado en el tristemente célebre hospital de Bethlem2. Pese a las evidentes diferencias entre traducción y locura, del lenguaje literario también se podría decir algo parecido a lo que dijo Juana de Arco de sus voces: se trata del mismo idioma, pero a la vez es un idioma distinto, superior, y, una vez que lo oyes, no puedes hacer otra cosa que seguirlo a donde te lleve. Cuando Nicanor Parra, después de haber abandonado la lectura de una mala traducción al español de El rey Lear, leyó el libro en inglés, muchas frases le impresionaron, eran como salidas de otro mundo, y se reconoció por completo en ellas: vio en el verso blanco de Shakespeare una anticipación de su propia antipoesía. A sus setenta y seis años, accedió a traducirlo, o a reescribirlo, y la experiencia fue tan importante que llegó a sentir que todo lo que le había ocurrido en la vida lo había llevado a encontrarse con ese libro: «Yo no me imagino a mí mismo ahora sin El rey Lear. […] La sensación que tengo es que yo nací para traducir El rey Lear»3. 


Yo no iría tan lejos como Parra, pero es cierto que, aunque no entraba en mis planes ser traductora, una serie de circunstancias fortuitas me llevaron a traducir Illustrations of Madness y antes el imponente In the Heart of the Heart of the Country, de William H. Gass. Supe de la existencia de Gass por un relato suyo incluido en una antología editada por Richard Ford. Se trataba de «The Pedersen Kid», un relato que fue creado por su autor para engañar a un dolor de muelas y acabó convirtiéndose en uno de los más míticos de la literatura norteamericana. La historia, sin apenas trama y sostenida únicamente en el brillante estilo de Gass, me dejó desconcertada, y lo que menos pude imaginar entonces es que años después tendría que vérmelas con ella para tratar de desentrañarla. Como conté en el epílogo de este magistral libro4, para traducir los relatos que lo componen tuve que hacer un poco como uno de los personajes creados por Gass: Emma, la protagonista de «Emma Enters a Sentence of Elizabeth Bishop’s». Emma trató de reducirse al mínimo, de negarse hasta el punto de ser prácticamente inapreciable, para poder introducirse en un poema de su admirada Elizabeth Bishop y ser ella misma verso. La traducción es, en buena medida, un acto de desaparición. Tuve que despojarme de miedos, inseguridades y, sobre todo, de mi propio estilo para prestar mi voz a Jorge Segren, narrador de «The Pedersen Kid», al ama de casa fascinada por los insectos o al poeta «jubilado del amor» que protagoniza el relato que da título al volumen.


Aunque no llegué a conocer a William Gass personalmente, me crucé unos cuantos e-mails con él. Tuve suerte de que el primer libro que traduje fuera de un autor tan sensibilizado con la labor de la traducción —él mismo había hecho sus pinitos como traductor de Rilke y había reflexionado sobre el proceso en Reading Rilke—. Cuando traduje The New York Stories5, de Elizabeth Hardwick, para Navona, ella ya había fallecido; sin embargo, en los últimos años de su vida fuimos casi vecinas. Casualmente, en 2006 estuve viviendo muy cerca de donde ella vivía, en la zona del Lincoln Center, en el West Side neoyorquino. Me gusta pensar que alguna vez me crucé con ella por la calle. Como tantos lectores, quedé deslumbrada por la voz desvelada y doliente de Sleepless Nights (Noches insomnes), por la fina ironía y la elegancia de su autora. Lo que no todo el mundo sabe es que esa voz que muchos descubrimos entonces, y que empezó a despuntar tras la muerte de su marido, el poeta Robert Lowell, venía de lejos. Hardwick llevaba publicando relatos, muchos de ellos magníficos, en revistas tan prestigiosas como The New Yorker desde los años cuarenta. Los relatos recogidos en The New York Stories abarcan un periodo de casi cincuenta años y muestran la evolución de la escritora a lo largo del tiempo. Algunos de los primeros, como «Evenings at Home», recuerdan al estilo sureño de Flannery O’Connor; otros posteriores nos hacen pensar en Edith Wharton. Es a finales de los años setenta cuando se produce un cambio de rasante en su escritura: Hardwick se decide a prescindir de la trama y su prosa se libera. Es la época en la que escribe Sleepless Nights y firma también algunos de sus ensayos más brillantes, muchos recogidos en Seduction and Betrayal. Women and Literature. 


Decía Flaubert que una buena frase en prosa debería ser como un buen verso en poesía: imposible de cambiar. Esto puede decirse tanto de la escritura de Gass como de la de Hardwick —no en vano, eran los dos escritores norteamericanos favoritos de Susan Sontag—. El objetivo de la traducción literaria es claro: que de la versión en español se pueda decir lo que decía Flaubert. En el caso de Gass, la mayor dificultad era encontrar la palabra justa, dar con un término que recogiera el máximo número de connotaciones del término original. En Hardwick está, además, la cuestión del orden. Se ha dicho que la escritora es la «reina de los adjetivos» y no es raro encontrarse con una larga hilera de ellos (acompañados muchas veces por su correspondiente adverbio) delante del sustantivo, cosa que suena muy poco natural en nuestro idioma. El gran Julio Cortázar, escritor y traductor, describía este problema de forma muy bella en «Carta a una señorita en París». El narrador del relato, que está cuidando la casa de Andrée en Buenos Aires mientras ella está en París, se siente culpable por «tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar». En el cuento, que puede leerse como una metáfora de la traducción, se dice que mover una pequeña taza «altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro». Al trastocar el orden de las palabras, una no puede evitar pensar que está perpetrando una especie de allanamiento de morada. El sentimiento de culpa se atenúa cuando pienso que en realidad no estoy alterando la casa diseñada y decorada por el autor, sino que estoy creando otra, una reproducción lo más fiel posible, de manera que cuando el lector entre en ella sienta que está en la casa construida por el autor.


Por supuesto, no es tarea fácil y más de una vez me he preguntado si siendo escritora merecía la pena que pusiera mi lenguaje, mi mente y mi tiempo al servicio del texto de otro. La respuesta siempre ha sido sí. Nunca se sale indemne de una traducción, pero tampoco se sale de vacío. Lydia Davis escribió un libro sobre los placeres de envolverte durante una temporada en la sensibilidad de otro autor (en su caso, Proust, Flaubert o Leiris). Además, traducir tiene un impacto positivo en la escritura. Javier Marías afirmó que su prosa ganaba en flexibilidad y soltura después de traducir; Lydia Davis empezó a desarrollar esa prosa minimalista por la que es conocida en oposición a las largas frases de Marcel Proust; Jhumpa Lahiri acabó dando, más que un giro, un «volantazo» a su carrera, cambiándose no solo de carril, sino también de carretera: Lahiri empezó a escribir en italiano, el idioma del que traducía, al descubrir una nueva voz, y, en cierto modo, se convirtió en una nueva escritora. 


En mi caso, traducir a Gass y a Hardwick me ha ayudado a conocer mejor mi lengua; a ser más consciente de la importancia del ritmo y la puntuación; a estar más atenta a las sutilezas de las palabras y la sintaxis. Entre todos los placeres de la traducción literaria, me quedo con el que se produce al alcanzar ese nivel de intimidad con otro escritor y la inmersión en otra época y cultura. Hay que tener en cuenta que no solo traducimos palabras, también trasladamos experiencias, metáforas, entre distintas épocas y países. En ese sentido, somos «pasadores de fronteras». Frente a las fronteras que nos separan, las traducciones contribuyen al intercambio cultural. Mientras escribo este artículo leo la noticia de que los libros traducidos de otros idiomas están enriqueciendo el mundo editorial británico, caracterizado por la insularidad. Se trata, por tanto, de una labor muy valiosa y, pese a ello, no muy reconocida. Por suerte, parece que algo está empezando a cambiar. La visibilidad de las traductoras —tengo entendido que somos mayoría— es cada vez mayor, y la repercusión de libros como La impostora, de Nuria Barrios, o This Little Art, de Kate Briggs, con traducción de Rubén Martín Giráldez6, sugiere que los lectores están cada vez más sensibilizados con este modesto arte.


Notas
(1) Carson, A. «Variations on the Right to Remain Silent». A Public Space, n.º 7, 2008.
(2) Haslam, J. Ilustraciones de la locura. Madrid: AEN, 2020. En la misma editorial, también con traducción mía, se publicó El último asilo, de Barbara Taylor (2020).
(3) Hurtado, M. L. «Parra traduce a Shakespeare». Apuntes, n.º 103, 1992.
(4) Gass, W. H. En el corazón del corazón del país. Madrid: La Navaja Suiza, 2016.
(5) Hardwick, E. Historias de Nueva York. Barcelona: Navona, 2022.
(6) Briggs, K. Este pequeño arte. Jekyll & Jill, 2020.



Rebeca García Nieto - Jotdowm


   
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