Domingo, 22 de diciembre de  2024



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Virginia Woolf, toda la vida en un cuaderno
acec11/7/2023



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Culmina la publicación en cinco volúmenes de los monumentales diarios de la escritora. En ellos mezcla géneros, dialoga con la creación de sus novelas y ensayos y deja constancia de sus estados de ánimo, incluidos sus pensamientos suicidas


El yo moderno y su desasosiego tienen en el diario un terreno abonado en el que germinar, y cuesta imaginar que se pueda entender de forma cabal la compleja personalidad de los artistas que creaban conforme el siglo XX iba alumbrando aquella terrible belleza suya que presagió Yeats. Entre ficciones y manifiestos se abre paso el diario no solo como vehículo de la introspección y la destemplanza emocional de sus autores, que se sirven de él como quien se observa en un espejo, sino como el escenario de las aporías en la Vanguardia, las paradojas de la modernidad que Compagnon nos mostró. Y conforman un corpus imponente las más de 3.000 páginas de ser-en-el-mundo del Diario (1887-1950) de André Gide, que Virginia Woolf admiró (“¿Cómo competir con la concentración & la lucidez de Gide en la escritura de su Diario?”, escribe en el suyo en noviembre de 1939); el Diario ecléctico de Pessoa, escindido entre su enajenación y su condición de letraherido; los atormentados Diarios (1910-1923) de Kafka en los que los desengaños de la intimidad se entretejen con los de la escritura; el estremecedor pero delicioso Diario (1927) de Katherine Mansfield que su marido editó para compartirlo con el mundo, que tuvo Irène Némirovski en su bolso junto a una naranja, y en cuyo prólogo, escrito pocos meses después de haber publicado Al faro Virginia Woolf, que aprendió del diario de la autora de Preludio a sublimar lo cotidiano merced a la escritura y a enlazar lo que uno observa con lo que uno siente, atestigua que al leerlo se diría “estar contemplando una mente a solas consigo misma”; los claroscuros anímicos del Diario (1915-1941) de Virginia Woolf, que equilibra con su vitalidad las flaquezas del espíritu; el Diario (1931-1974) de Anaïs Nin, otra mujer que escribió su dietario para asomarse sin vértigo al precipicio del mundo moderno y de su propia existencia (“este diario es mi kif, mi hachís y mi pipa de opio. (…). Me impulsa a escribir casi al mismo tiempo que vivo”); el Diario (1932-1987) de Miguel Torga, ese tejido infinito de reflexiones y vivencias escritas a la intemperie, libre de toda consigna.


A esta nómina incompleta se le añadiría El oficio de vivir, de Cesare Pavese —el dietario que nace en octubre de 1935 y concluye pocos días antes del suicidio del autor, circunstancia semejante a la que se produce en el caso del diario de Virginia Woolf, ultimado el 24 de marzo de 1941, cuatro días antes de que llenase de piedras sus bolsillos y se quitase la vida en el río Ouse—; El dolor, de Marguerite Duras, a partir de su dramático diario de 1945, o el solemne Diario (1953-1969) que Witold Gombrowicz escribió, entre la utopía y el desencanto, para salvarse, “por miedo a la degradación y a un total hundimiento entre las olas de la vida trivial” y “con desgana” porque “su insincera sinceridad me fatiga. ¿Para quién escribo?”. Vendrían más tarde los descarnados Diarios y cuadernos (1941-1995) que desenmascaran a Patricia Highsmith, henchidos de demonios personales y de opiniones contundentes; el Diario de Alejandra Pizarnik; La tentación del fracaso. Diario personal (1950-1978), de Julio Ramón Ribeyro; el Dietario voluble, de Enrique Vila-Matas, o Los diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia.


De este nubloso palimpsesto sobresalen los textos escritos a lo largo de 26 años por Virginia Woolf en 30 cuadernos que se conservan en la colección Berg de la New York Public Library y con los que, en mayor o menor medida, tienen los diarios arriba referidos alguna filiación, algún asomo de complicidad en la encrucijada intertextual que los allega.


Y no es sino encomiable la labor llevada a cabo por la editorial Tres Hermanas entre 2017 y 2022 publicando en cinco volúmenes el extensísimo Diario de Virginia Woolf que ha traducido Olivia de Miguel de forma tan heroica como brillante, añadiendo al texto de cada volumen, por si el esfuerzo de su versión no fuese suficiente, jugosos preliminares y algunas notas al pie que complementan la labor de la mítica Anne Olivier Bell, que estuvo al cuidado de la edición original inglesa y del enciclopédico aparato crítico que la enriquece. De Miguel acompaña al lector de su traducción, al que advierte, por ejemplo, de su decisión de mantener el uso y el abuso que del signo tironiano del ampersand (&) hace Woolf hasta convertirlo en una palmaria marca de estilo de su Diario. Que la publicación de la traducción al castellano en estos cinco tomos, proveídos de apéndices con perfiles biográficos, mapas e índices onomásticos, es una empresa de altos vuelos parece no ofrecer duda, y complace constatar que la edición que ha llevado a cabo Nørdica de los textos escritos por la autora durante sus incontables viajes, espigados de su Diario y de su correspondencia por Patricia Díaz Pereda, constituye un complemento de lujo. Podrá el lector advertir en ambas ediciones que Woolf no discrimina géneros a la hora de escribir con su estilo privilegiado, del mismo modo en que se pone de manifiesto que la escritura de sus diarios y cartas mantiene un fértil diálogo con la concepción y la redacción de sus grandes novelas y de sus célebres ensayos, como si unos y otros no fuesen sino baluartes distintos para una misma defensa contra los embates de la vida.


Woolf lucha por los derechos de su género con un feminismo tan aventajado como seminal

Transita por estas páginas la mujer que lucha por los derechos de su género enarbolando un feminismo tan aventajado como seminal, la editora de Hogarth Press que leía y evaluaba manuscritos, la escritora libérrima pero no emancipada de la crítica, la anfitriona junto a su hermana Vanessa de las reuniones del Grupo de Bloomsbury con John Maynard Keynes, Lytton Strachey y E. M. Forster a la cabeza, la urbanita londinense que trata de aceptar la existencia de un paisaje natural que describe con maneras posimpresionistas y una marcada propensión al color, la leal esposa que presagia su final pero asienta en su cuaderno que su marido, Leonard, poda en ese instante un rododendro. Al margen de la telaraña familiar y social, que constituye buena parte de los Diarios, del análisis de sus estados de ánimo y del devenir de su personalidad (“me divierte descubrir cómo se desarrolla una persona”, escribe en diciembre de 1919), y de la divina banalidad consustancial a esa vida cotidiana que Woolf disecciona en los cuadernos y la correspondencia y que enalteció y quiso vindicar para la ficción en su célebre artículo ‘Narrativa moderna’ de 1919, recogido en El lector común (“la mente recibe un sinfín de impresiones: triviales, fantásticas, evanescentes…”), el lector disfrutará en estas páginas del protagonismo de la materia literaria.


Desdeña el Ulises: “No le falta talento, pero de bajo nivel. Es nauseabundo, pretencioso. Es vulgar”

Sir ir más lejos, desdeña sin ambages a Joyce en septiembre de 1922 cuando escribe “Acabé Ulises & creo que es una obra fallida. Creo que no le falta talento, pero de bajo nivel. El libro es difuso, nauseabundo, pretencioso. Es vulgar”, y, persuadida de que “un escritor de primera respeta demasiado la escritura como para recurrir a las trampas, la provocación o los trucos” (frase, sea dicho en passant, que Gombrowicz parafrasea en su Diario como si quisiese dejar constancia de su lectura atenta del de Woolf), se distancia sin remedio del narrador irlandés, no sin antes reconocer de forma tácita que sería un hito porque destruía la novela del XIX.


Meses antes había anotado, a propósito de El cuarto de Jacob, “creo que a los cuarenta años he descubierto cómo decir algo con mi propia voz”, comenta la génesis de La señora Dalloway y su intención de convertirla en “un estudio sobre la locura y el suicidio”, conceptos que formarían parte de su borrascosa intimidad. “¿Qué siento yo sobre mi escritura?”, escribe en junio de 1923. “Hay que escribir desde lo más profundo del sentimiento, decía Dostoievski. ¿Lo hago yo? o ¿fabrico historias con las palabras amándolas como las amo? En este libro hay un exceso de ideas”, señala refiriéndose a Las horas. “Vivo totalmente dentro de mi imaginación, dependo de esos ramalazos de pensamiento que me asaltan mientras camino, cosas que dan vueltas en mi cabeza como en un perpetuo desfile festivo”, escribe en septiembre de 1924. Inquieta por si la crítica le reprocha que “las escenas de locura no están conectadas con las de la señora Dalloway”, se siente exultante porque “ahora puedo escribir, escribir & escribir, la sensación de felicidad más grande del mundo”. La conciencia inevitable de lo inefable y de la falibilidad del lenguaje: “todas estas palabras no expresan lo que quiero decir”, anota en abril de 1935. En septiembre de 1926 consigna una depresión. No es la primera. En octubre de 1934 escribe “estoy baja de moral. Es el final del libro. He buscado en los diarios de otros años y he encontrado la misma tristeza después de Las olas. Después de terminar Al faro recuerdo haber contemplado el suicidio”, es la misma mujer que en abril de 1927 escribe feliz bajo el sol de Sicilia: “Me gustaría viajar toda la vida, divagando entre ruinas y mirando cómo llegan las goletas. Preferiría escribir, pero quizá es mejor imaginar libros”, y desde Roma le refiere paseos entre estatuas, anticuarios y pinturas de Rafael, posiblemente la Virginia más próxima al espíritu del Grand Tour. En diciembre de 1929 confiesa que “las variaciones de cada frase y las tentativas malogradas” en el proceso creativo de Las olas han convertido su cuaderno “en el sueño de una lunática”; el 2 de mayo de 1932 consigna que “una langosta se ha posado en el olivo”, y el 18 de mayo de 1933 que está “sentada junto a una ventana abierta en la bahía donde se ahogó Shelley”. Adora Grecia y dice querer comprarse una gran mula española, pero su querencia por Londres subyace a cada comentario en ruta.


Su diario no es sino el febril ejercicio de traslación a una página del fluir de una conciencia

El diario es un cúmulo de asientos de toda suerte: un faro visto a través de un cristal empañado, “momentos como una libélula en el aire”, la angustia de vislumbrar la demencia, beber café en un balcón sobre los limoneros, abonar el alquiler de Tavistock Square, tratar de combatir con un texto la injusticia social, las liquidaciones de Las olas arrojan ventas de 5.000 ejemplares pese a que alberga dudas aún acerca de si el soliloquio de Bernard debe escribirse de otro modo, el avistamiento de un bombardero alemán o la asunción de que después de Una habitación propia insinuarán que es lesbiana. “Una mente en el proceso de pensar, la vida misma en su transcurrir”, anota en mayo de 1929, y su diario no es sino el febril ejercicio de traslación a una página del fluir de una conciencia.


“Escribir tiene que ser un placer cotidiano”, anota en diciembre de 1940, ya en el frío invierno de su vida, y el diario le procuró un ejercicio continuado de la escritura más allá de la composición sucesiva de sus novelas, y a la vez un espacio balsámico en el que esa escritura y la intimidad van de la mano. Y se consagró con perseverancia a su redacción hasta el final de sus días, llevada por una necesidad de consignar la vida entera en 30 cuadernos “no tanto para decir verdades como para justificar su estado anímico”, como escribió en Memorias de una novelista refiriéndose a Frances Ann Willatt, la escritora de ficción que Woolf se inventó para explorar la naturaleza de la biografía que, a juzgar por lo que señala Lyndall Gordon en Virginia Woolf. Vida de una escritora, fue el punto de partida de la literatura de la autora por influencia de la obra de su padre, y que la labor de meticuloso registro de su obstinado diario, sombrío y luminoso a un tiempo, contribuye a esclarecer.


Tal vez Philip Larkin pensara en la adicción irremediable que ejerció el diario en la autora de Las olas cuando escribió en estos versos de Ventanas altas: “Interrumpir el diario / fue un golpe a la memoria, / fue comenzar de cero, / privado del alivio / de esas palabras”.




   
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