Domingo, 22 de diciembre de  2024



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Las bombas que jamás debieron ser creadas
acec1/8/2023



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El verano de 1945 se desplegó el horror nuclear con los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Un horror que nace en nuestro Occidente acomodado, culto y refinado. El estreno de «Oppenheimer», la película de Chistopher Nolan, y la publicación de varios libros sobre el padre de la bomba atómica vuelven a agitarnos.



Una ráfaga de luz blanca, que bien pudo ser la undécima plaga que Yahvé nunca llegó a enviar contra los egipcios, se cobró la vida de miles de personas, y no solo la de los primogénitos. Un país ungido por la sublimidad de la victoria al otro lado del charco desarrolló el arma más mortífera jamás imaginada y la lanzó contra un pueblo con un historial guerrero difícil de igualar. Lo que vivieron los habitantes de Hiroshima y Nagasaki, en los días 6 y 9 de agosto de 1945, fue la muerte más encarnizada y estética diseñada por el único ser que abandonó los árboles y controló el fuego robado por Prometeo a los dioses.


Con el mito de Prometeo comienza la novela gráfica Trinity. Historia gráfica del proyecto Manhattan (Editorial Big Sur), donde el dibujante Jonathan Fetter-Vorm capta con maestría, en blanco y negro, los tensos instantes previos a la detonación de la primera prueba atómica y el posterior hongo de humo que hizo saber a los científicos que su presente había tomado un rumbo completamente desconocido. Trinity tuvo una gran acogida entre el público de habla inglesa; tanto es así que la Asociación de Bibliotecas de Estados Unidos la seleccionó como una de las mejores novelas gráficas para jóvenes de 2013. Dejando a un lado su talento como dibujante (que lo posee, y mucho), Fetter-Vorm transpira muchas horas de documentación bibliográfica, lo que le ha permitido transmitir con brillante sencillez los asuntos históricos, políticos y científicos en torno a la construcción y detonación de las armas nucleares. Personalmente, considero que ningún libro que pretenda denominarse «serio» debe albergar más dibujitos que las gráficas o las tablas estadísticas complementarias del texto. Sin embargo, aconsejaría Trinity. Historia gráfica del proyecto Manhattan a cualquier persona que no sepa nada sobre el tema atómico y quiera tener una visión amplia y amena de lo sucedido.


Para lectores más curtidos en la materia y que pongan en duda el relato oficial, la lectura de Historia secreta de la bomba atómica. Cómo se llegó a construir un arma que no se necesitaba (Editorial Crítica), del historiador de las ideas y periodista Peter Watson, resultará gratificante e informativa. La versión universal defiende que los norteamericanos construyeron la bomba atómica a marcha de legionario por el temor a que los nazis, liebres avispadas, les adelantaran en la carrera armamentística. Sin embargo, Watson viene a cuestionar los temores formales de Washington, ya que la Alemania de los años 40 en ningún momento estuvo en disposición de crear un arma tan mortífera por no contar con los medios necesarios para completar el proyecto. De hecho, “tras una lectura atenta de los últimos archivos desclasificados de distintos países: Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania, Dinamarca y Rusia, esta obra ofrece una nueva cronología, o nuevo relato de la fabricación de la bomba atómica y demuestra que, de haberse puesto en común importantes informaciones y datos secretos sobre la investigación atómica –como fácilmente debería de haber sucedido–, ni habría sido necesario fabricar el artefacto ni el mundo se habría visto empujado al precario y amenazante equilibrio en que todavía se encuentra”, escribe Peter Watson. Historia secreta de la bomba atómica saca a la luz aspectos poco divulgados sobre el Proyecto Manhattan, como la vida y las ideas del grupo de genios recluido en los Álamos hasta el final del experimento; también nos plantea la siguiente cuestión: “Si los científicos hubieran sabido lo que los servicios de inteligencia y los señores de la política averiguaron en el camino de Hiroshima, ¿habrían seguido adelante con la fabricación de la bomba?”.


Después de las detonaciones de Hiroshima y Nagasaki, un senador estadounidense le preguntó al director del Proyecto Manhattan, Julius Robert Oppenheimer, en audiencia cerrada, «si tres o cuatro hombres podrían colocar bombas (atómicas) en Nueva York y volar la ciudad entera». No pudo responder Oppenheimer con mayor contundencia: «Pues claro que podrían, Nueva York se puede destruir». Corría el año 1946 cuando se produjo esta audiencia y sobre Oppenheimer ya sobrevolaba un descrédito que con el tiempo iba a hundir su, hasta entonces, impecable carrera. “Oppenheimer trató con valentía de desviarnos de esa cultura de la bomba intentando frenar la amenaza nuclear que él mismo había contribuido a desencadenar”, escriben Kai Bird y el fallecido Martin J. Sherwin en su magna biografía El Prometeo americano: el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer (Editorial Debate), premiada con el Pulitzer en 2006. Ambos autores se sumergieron en un proceso de documentación riguroso que se extendió unas cuantas décadas, sobre todo porque no debió de ser una tarea fácil abarcar y sintetizar los miles de documentos desclasificados y los centenares de testimonios de familiares y amigos del Prometeo americano. El resultado ha sido un texto profuso y detallado de la vida de Oppenheimer que intenta derribar las murallas que el mismo genio se autoimpuso para ocultar las contradicciones de su vida y su carácter.


“Era el Prometeo de Estados Unidos, ‘el padre de la bomba atómica’, el hombre que había liderado la empresa de arrebatar a la naturaleza el impresionante fuego del sol para dárselo a su país en tiempo de guerra”, aseguran los escritores. Sin duda, Oppenheimer conoció el éxito en toda su extensión, pero no pudo escapar del ostracismo social cuando sus demonios le pasaron cuenta y el fervor anticomunista se implantó en la sociedad e impidió ver que lanzar las bombas atómicas sobre países enemigos, cosa que querían algunos mandos militares, como si fueran caramelos lanzados desde una carroza durante la cabalgata de reyes, podría no solo destruir sus objetivos sino también cualquier partícula de vida sobre la faz de la tierra. En este sentido, la biografía de Bird y Sherwin, que ha inspirado al director de cine Christopher Nolan a escribir el guion de Oppenheimer, es un alegato a favor de uno de los personajes históricos más controvertidos, un hombre superado por sus delirios de grandeza y su obsesión por la mecánica cuántica.


Los hibakusha: «las personas bombardeadas»

“En 1995, con tan solo 22 años, realicé mi primera estancia en Japón, cubriendo, para el Diario 16, los 50 años del lanzamiento de las bombas atómicas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Desde el primer momento, las historias de los hibakusha me marcaron mucho y quise que su voz fuera escuchada al otro lado de las fronteras niponas”, comenta para Librújula el periodista y profesor universitario Agustín Rivera. Los hibakusha («personas bombardeadas», en japonés) son los supervivientes del arma más atroz y destructiva que se conoce hasta el momento. Rivera recoge algunas de sus historias en primera persona en Hiroshima, testimonio de los últimos supervivientes (Kailas Editorial). Sin embargo, en un intento de superar el sufrimiento y el drama, narra también sus periplos periodísticos en el País del Sol Naciente: “He querido mostrar la vida actual, saltar la barrera del horror, por eso las historias espantosas también cuentan con ciertos toques de ironía. Al fin al cabo, la vida sigue y nada sacamos de valor apalancando los acontecimientos en la tragedia y la crudeza”. Hoy, Hiroshima y Nagasaki “son dos ciudades alegres y optimistas, con una población creciente, joven y dinámica”.


La posguerra para los hibakusha fue durísima, comenta Rivera: “Tuvieron que afrontar consecuencias físicas, por supuesto, pero también psicológicas; un hibakusha encontraba grandes dificultades en hechos cotidianos como conseguir trabajo o mantener una relación sentimental (no tenía por qué darse esa situación, pero algunos hijos de hibakusha nacieron con malformaciones o problemas mentales)”. La resignación les acompaña en su lucha constante para que su voz no sea olvidada en una sociedad que cada día los tiene más arrinconados. “Precisamente, con este libro he querido rescatar su recuerdo para la memoria mundial”, reclama Agustín Rivera.


Los hibakusha disponen de una serie de ayudas estatales a las que sus descendientes, algunos con problemas de salud a consecuencia de la radiación, no tienen acceso. “Japón, incluido una parte importante de los hiroshimenses y los nagasakienses, intenta olvidar y mirar para adelante sin rencor y sin deseos de venganza contra Estados Unidos, abanderando siempre una visión positiva y propositiva de la vida”. Las nuevas generaciones se educan en la idea de que los trágicos sucesos de 1945 forman parte del pasado; sin embargo, advierte, no a todo el mundo le convence este discurso: “Hay jóvenes dedicados a mantener viva la voz de los hibakusha, haciéndoles entrevistas en canales de YouTube o en podcasts”.


“Si lo que quería conseguir Estados Unidos era la rendición del ejército japonés, no hubiera hecho falta el empleo de las bombas atómicas, puesto que el emperador estaba a punto de capitular debido a la desorganización que reinaba en los mandos militares, incapaces de conducir a la victoria a unas fuerzas armadas muy reducidas y que recurrían como solución desesperada al ataque indiscriminado de los famosos kamikazes”. Cada vez más estudiosos coinciden en afirmar que detrás del lanzamiento de Little Boy y Fat Men, las bombas que impactaron contra Hiroshima y Nagasaki el 6 y el 9 de agosto, respectivamente, había intereses geoestratégicos: un intento por parte de Washington de comenzar con ventaja la partida en el mundo de la posguerra, que ya se intuía claramente bipolar en la Conferencia de Teherán acontecida en 1943. “Algunas fuentes, en su mayoría estadounidenses, aseguran que, dentro de sus planes, la Unión Soviética pretendía invadir Japón y transformarlo en un satélite del Pacto de Varsovia”. De hecho, dos días después del primer lanzamiento, Moscú declaró la guerra a un país muy maltrecho.


Todavía hay gente que justifica la actuación de Estados Unidos y sostiene que gracias a la bomba atómica se salvaron millones de vidas. “Esas personas desconocen el daño que las dos bombas hicieron a los hibakusha”, asegura Rivera, que además cree saber por qué defienden esa postura: “Las imágenes que han llegado a nosotros de los días posteriores a la explosión muestran un bombardeo imaginariamente limpio, que apenas ha producido muertes humanas”. Sin embargo, dicha recreación se aleja de la realidad. Hiroshima y Nagasaki representaron un infierno terrenal con olor a zinc que provocó en los supervivientes de la explosión sarpullidos de pústulas, fiebres altas, dolores de cabeza, vómitos, diarreas… las células vivas fueron sometidas a un castigo de uranio y el número de muertos ascendió a las 140.000 víctimas.


Muchos niños quedaron huérfanos y sin hogar, aunque lograron salvar la vida gracias a que sus padres, según se acercaba el final del conflicto, tomaron la decisión de enviarlos a las localidades más próximas, donde algún familiar trató de cubrir sus necesidades hasta que las banderas blancas ondearan de nuevo. Tampoco la ocupación militar fue tan idílica como nos han intentado mostrar, según el autor. Es cierto que Estados Unidos ha ayudado mucho a los japoneses en la reconstrucción económica del país, pero los primeros momentos estuvieron marcados “por el temor de que la población, aunque disciplinada, pudiera sublevarse contra la autoridad estadounidense”. Asimismo, los jóvenes soldados, pletóricos y cansados tras tres años de cruentos enfrentamientos en el Pacífico, buscaron la compañía de las jóvenes japonesas. La prostitución y el abuso de las mujeres marcaron la crónica diaria.


A la sazón, por todo el daño causado, ¿debería Estados Unidos pedir perdón? “Por supuesto”, responde sin atisbo de duda Agustín Rivera. “Truman, Eisenhower, Kennedy… tuvieron la oportunidad de disculparse ante la nación japonesa. Pero, sin duda, el presidente que tuvo la oportunidad más evidente fue Barack Obama, que visitó Hiroshima en 2016. Es cierto que se entrevistó con hibakusha, un detalle bonito e interesante, que ningún predecesor suyo había realizado, pero hubiera estado mejor que también de sus labios hubiera salido un perdón explícito”, argumenta el periodista.


Del 19 al 21 de mayo, los líderes del G7 se vieron las caras en Hiroshima y tuvieron una nueva oportunidad de dar a los hibakusha el espacio que se merecen en la historia de la humanidad. En la cumbre estuvieron presentes tres de los nueve dirigentes de países con armas de destrucción masiva. De los diferentes asuntos agendados, la retórica nuclear de Putin ocupó un espacio primordial. Los mandatarios allí presentes se comprometieron a legar un mundo limpio de armas nucleares a las futuras generaciones, pero la mención a los hibakusha brilló por su ausencia, salvo por el comentario realizado a posteriori por el primer ministro japonés, Fumio Kishida, en una rueda de prensa: “Siento que es históricamente significativo que los líderes del G7 publiquemos estas declaraciones después de visitar la ciudad que sufrió el bombardeo atómico, de escuchar a los hibakusha y de experimentar directamente la realidad de las armas nucleares y el anhelo de paz de la gente”.


Ahora, Japón está sumergido en el debate nuclear. Debate que tuvo su apogeo tras los fatídicos sucesos de 2011 en la planta nuclear de Fukushima Daiichi, “la Hiroshima del siglo XXI”, como la define Agustín Rivera. El País del Sol Naciente se encuentra en una encrucijada difícil de sortear. Su falta de materias primas energéticas lo convierte en un actor internacional vulnerable, la energía nuclear es la baza que lo mantiene en gran medida a flote. Pero ¿con qué argumentos, más allá de los geoestratégicos, puede defender la energía nuclear el único país que ha experimentado sobre su suelo la fuerza destructiva del uranio tanto con fines militares como con fines civiles?







   
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