Domingo, 22 de diciembre de  2024



Català  



acec15/8/2023



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EN 1981 se aprobó en España la Ley del Divorcio, y desde entonces habrá habido unos dos mil divorcios al día, cifras desiguales ya que en los últimos años ha disminuido el número de matrimonios. Fijamos este dato para situar las dos primeras novelas de Rafael Soler: El grito (1979) y El corazón del lobo (1982), obras intensas, inquietas, atrevidas formalmente, poéticas, que abordan el final del amor a la sombra del divorcio. La ruptura de la pareja. Ahora, estos dos títulos acaban de reeditarse en un solo volumen: Dos novelas de la Transición, en una nueva colección de nombre esclarecedor, Déjà Lu.


Y es la transición —multiplicada por cuatro— el eje de estos libros. Se podría pensar tan sólo en la Transición democrática española, dada la mayúscula del título; pero estas  historias nos hablan también de la transición del amor (separación), de la transición de las costumbres (a partir del divorcio, los cónyuges ya no se sienten atados para toda la vida y, por lo tanto, tendrán nuevas exigencias y otra manera de vivir la pareja) y, finalmente, de la transición literaria.


La novela experimental, que acaso se iniciara en España en 1962 con Tiempo de silencio de Luis Martín Santos, se desarrolló en esa década y la siguiente con autores como Juan Benet, Juan Goytisolo, algunas obras de Torrente Ballester y Cela, además de abundantes nombres latinoamericanos alrededor del Boom, hasta llegar a la locura de Julián Ríos y Larva, su imitación particular de Joyce. A este respecto, Borges decía que Ulises no es una novela, sino «una experiencia verbal».  A finales de los 70 decae esa fiebre por las innovaciones estilísticas y se vuelve a conceder mayor preponderancia a la historia y a los personajes, aunque lo tentado quedará aún como fondo en los narradores.


Las dos novelas de Rafael Soler son hijas de su tiempo. En ambas, el asunto formal es muy importante, y cobra todo su protagonismo, para contarnos dos historias clásicas de amor y desamor. Y así nos encontramos, en estos textos, el monólogo interior, el entrelazado de distintas voces,  las conversaciones cruzadas, los rápidos cambios de los puntos de vista, la simbología, las audaces metáforas o la mezcla de poesía y lenguaje popular, que podrían definir un estilo muy personal, propicio al asombro, la paciencia, el lento disfrute y la reelectura. Un estilo que requiere un sólido dominio de la estructura para organizar el material narrativo.


En El grito, que obtuvo el premio Ámbito literario, ya hay una advertencia previa, como una declaración de intenciones: «Novela o qué, escrita en cinco capítulos y ocho referencias debidamente numeradas, de fácil manejo y probada utilidad para el lector». Aquí  Teo, el protagonista, necesita ayuda y no sabe como manejar su vida ante la pérdida del amor y el peso del pasado. Como John Lennon, que pedía socorro en su canción «Help!», porque realmente lo necesitaba aunque nadie se daba por enterado, el futuro de Teo se le derrumba, y ahí está ese grito, casi un aullido como el Howl de Allen Ginsbert, que no acaba de salir. De hecho, el primer grito de la novela es el de Tarzán, un personaje ligado a su niñez y a la obra que quiere escribir. El protagonista se está ahogando. ¡Ay si pudiera gritar y saltar de esa liana, que no le da apoyo ni movilidad sino amenaza!


El lobo es un animal que ama la libertad y al mismo tiempo le gusta permanecer en manada, aunque no sea muy consciente de ello. Algo parecido le ocurre a Alberto, bebedor y mujeriego, al que Ana, su mujer, ha echado de casa y él, desarbolado, pugna por volver a su sitio, aunque tiene una amante joven (lo mismo que su mujer). El corazón del lobo se desarrolla durante la Semana Santa, y hay un evidente paralelismo con lo que se cuenta, una historia que se inicia en el Domingo de Ramos, y avanza hacia los días de Pasión y sufrimiento sin otear si se puede alcanzar la resurrección. Aquí, el Mississipi (Mark Twain) será la lazada que conduzca a la infancia.


Es curioso observar que los protagonistas de las novelas son dos creadores frustrados. Ambos han de renunciar a sus sueños de gloria para acomodarse a la vida que les ha tocado. Teo es poeta y Alberto, un pintor que finalmente se convierte en arquitecto.  Posiblemente Rafael Soler aspirase a la gran gloria literaria desde joven (se ve en la ambición de estas novelas); pero, como la vida nos corrige, se vio impulsado a ser un hombre de provecho y centrarse en su profesión. Hay un dato biográfico que parece confirmarlo: de 1979 a 1985 publicó seis libros de narrativa y un poemario, y después guardó un silencio editorial de 24 años para regresar en 2019 con fuerza y constancia a la narrativa y, sobre todo, a la poesía.


He leído con una sonrisa —y cierta impaciencia, he de reconocer que los malos hábitos se imponen— estas novelas, a las que antecede una elaborada introducción del Elvire Gomez-Vidal Beernad, reconociéndome en el lector que fui en mi época de Universidad, la Transición, digamos. Y me he visto enredado en aquellas lecturas, normalmente latinoamericanas pero también españolas, como Juan Goytisolo o Juan Benet y los jóvenes autores por los que apostó Seix Barral bajo el lema: «¿Existe una  nueva novela española?» Esa nómina no incluía a Rafael Soler, pero por ahí andaba.


Y andaba decidido a abordar siempre nuevos retos, como El sueño de Torba, un cruce de historias en una ciudad costera (quizás Torremolinos) que publicó Cátedra en 1983, y que ha sido recuperada —cuatro décadas después— por la nueva colección «Vuelta de Tuerca», que pretende rescatar obras del pasado, y donde, de nuevo, nos encontramos con el placer de narrar, la cauta osadía y la libertad creativa de Rafael Soler, un escritor de brújula, apostaríamos. Para un ingeniero de profesión, adoptar esta fórmula de narrar, en vez de la más previsible (de mapa), constituye, sin duda, un desafío o una liberación.


De todos modos, a pesar de esas seis obras narrativas —y las que llegarán después—, Soler es, ante todo, poeta, además de un gran recitador y animador cultural. Ya en en 1980 fue accésit del Adonais (cuando el Adonais era todo) con Los sitios interiores (Sonata urgente), su único libro poético hasta que tres décadas después retorna con un poemario de clarificador título: Maneras de volver, al que seguirán —ya sin parar— Las cartas que debía, Ácido almíbar, No eres nadie hasta que te disparan y Las razones del hombre delgado, recogidos en un volumen de casi 600 páginas con el revelador título de Vivir es un asunto personal (2021), y en los que,  resaltando el estilo personal y la variedad de los libros, presiento que hay algo de Claudio Rodríguez de fondo.


Me parece oportuno resaltar sus dos últimos y extensos poemarios, rompedores y nada habituales en la poesía española. Se les podría considerar como una poesía épica hecha con la sensibilidad, las imágenes y el tono del lirismo, y en donde se exploran diferentes voces o personajes. No eres nadie hasta que te disparan se puede considerar una novela negra en tres capítulos, contada por la esposa, el sicario al que contrata para matar a su marido, y el marido. Al final (el mundo del cine tiene gran peso en estos dos libros poéticos) hay una una sorpresa que nos revela la condición humana y sus limitaciones; un  juego de espejos y de apariencias que hubiera interesado a Borges.


Las razones del hombre delgado podría hacernos pensar, asimismo, en la novela negra (ya que el título nos remite a Dashiel Hammett), pero es otro tipo de negrura a los que nos llevan los poemas. También hay tres voces muy distintas en esta historia, que se inicia con un cadáver ya bajo tierra (ese hombre delgado que se va quedando en los huesos) y sus explicadas razones; para  seguir con la aparición de la muerte, con una voz entre irónica y cotidiana, que trata de consolar al fallecido (al fin y al cabo, la muerte es lo más común del mundo) , y finalmente la esposa, aún sobre la tierra, que tiene mucho que decir.


En estas dos libros —aventuras poéticas— se echa en falta una introducción en llana prosa que más que explicar —la poesía no se explica— encauce e ilumine al lector para poder apreciarlos en toda su sencilla complejidad. Hay antecedentes: T. S. Elliot incluyó unas notas —casi a su pesar— en La Tierra baldía, y hoy día estaría incompleta la obra sin esas anotaciones. Al cerrar los libros de Rafael Soler,  y dejarlos atrás,  se nos aparece, o queda colgando, una imagen de El corazón del lobo: la de «el caballo amable de la playa galopando mar adentro».





   
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