Domingo, 22 de diciembre de  2024



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acec24/9/2023



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Cincuenta años después del golpe de Pinochet, Ariel Dorfman, autor de La muerte y la doncella, aborda las circunstancias que rodearon el fin de la Unidad Popular en Chile


A mediados de los setenta, los presuntos revolucionarios –algunos todavía adolescentes–, nos preguntábamos compungidos sobre el fatídico final del presidente chileno Salvador Allende, si se había suicidado o había sido fusilado directamente por los militares que asaltaron el Palacio de la Moneda. Todo eso iba condimentado con la muerte, también trágica, de Víctor Jara –de quien se recupera la memoria a causa precisamente del suicidio de uno de los encausados en su asesinato– y las sucesivas dictaduras sudamericanas que invadieron el continente durante la Guerra Fría. El miedo del poder eran los comunistas y no se escatimaban esfuerzos en reprimir cualquier atisbo de subversión.


Cincuenta años después de esos sucesos, el narrador y dramaturgo argentino-chileno Ariel Dorfman afronta de manera muy pertinente todo aquello en una novela de no ficción, autoficción la denominan ahora, desde la primera línea de observador porque Dorfman en sus años de formación fue protagonista, testigo y colaborador del gobierno del inmolado presidente: “Sé que trabajaste con Allende durante los mil días de la Unidad Popular, pero ¿creías en su proyecto desde el principio, fuiste un convencido, un ferviente? O abrigabas dudas, como mi padre bolchevique, acerca del camino chileno al socialismo.”


⁄La novela es un monumento a cómo se destrozó una generación, con la muerte de dirigentes y el exilio de sus protagonistas

Los que busquen una novela convencional la encontrarán también, no se desesperen. Tras medio siglo todo puede sonar a música celestial, y a pesar de que algunos testimonios todavía continúan vivos, la situación puede parecer una incitación a la épica para las nuevas generaciones. Lo cierto es que Allende y el museo del suicidio es un novelón de casi seiscientas páginas donde encontrarán de todo, desde la autoficción referida a grandes diálogos –no olvidemos que Dorfman es un reputado dramaturgo con obras tan notables, representadas y adaptadas como Purgatorio y La muerte y la doncella –. Precisamente los diálogos –siempre falsos en las novelas– fallan ostensiblemente, pero puede ser a causa de la propia dialéctica de los chilenos o quizá al hilo intelectual que el texto parece dirimir.


La novela es, no obstante, un monumento a cómo se destrozó una generación, no solo con la muerte de algunos de sus dirigentes sino con el exilio de parte de sus protagonistas. Para fijar la trama, Dorfman se sitúa como protagonista en un dúo con su interlocutor y mecenas Joseph Hortha, quien subvenciona las pesquisas del escritor en vistas de un texto biográfico del presidente y de todo lo que acarreó su muerte. “El intento inverosímil de Hortha de salvar el planeta”. En la novela se nos explica que han trascurrido treinta años de unos “acontecimientos que me cambiarían irremediablemente la vida” para plantearse que “lo que importa es comenzar, precisar el momento en que todo comenzó.”


La novela se puede leer como un texto de autoaprendizaje sobre el propio pasado. Un poco al estilo del ciclo de La contravida del Zuckerman de Philip Roth, es decir, de personajes llenos de vida y de ansias de renovación mientras reviven el pasado. Así, las entrevistas y viajes que pueblan el texto siempre quedan eclipsadas por la figura de Hortha, que actúa a la manera del Gatsby de Fitzgerald, pero más presente.


La trama entreteje las complicidades más allá de los diez mil dólares que el mecenas ofrece a Dorfman para construir el texto, más diez más de apoyo a las víctimas o gente implicada en los hechos luctuosos del final de Allende. La autobiografía toma un papel definitorio en sus descripciones fastuosas: “Rasgos que no pude husmear en aquel comedor lujoso del Hotel Hays Adams porque Hortha era un experto en esconderse de los demás. Más tarde, cuando pasamos largas horas juntos, supe que esa estrategia de la fuga, de retroceder muy adentro de si mismo, la había aprendido en la infancia. Y aprendido también que, si te ves obligado a salir de tu encierro hacia la mirada ajena, lo mejor era compartir en forma ostentosa la intimidad, refugiarte en el resplandor de tu propia luz excesiva.”


Allende y el museo del suicidio es una novela estupenda y un libro de historia fundamental. Si se preguntan asimismo sobre el supuesto suicidio de Allende con el AK-47 que le regaló Fidel Castro, les remitiré a la entrevista con Patricio Guijón, testigo presencial del final, ya en el último tramo del texto, con su memoria zigzagueando y con el recuerdo de una de las últimas frases del presidente, “¿Estamos solos?”, en medio del Palacio de La Moneda en llamas después del bombardeo de la aviación.

Sin duda nos quedamos solos, ahora rescatados por un texto que, histórico o no, nos previene de las injusticias de nuestras vidas.



David Castillo - La Vanguardia


   
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