"No tengo mucha idea de lo que tengo que decir. Que estoy encantado de la vida. Cuando este señor que es el Ministro de Cultura me ha llamado para decirme que un solvente jurado me concedía el premio Cervantes yo estaba un poco ido, un poco pirado, esto de ser octogenario… Y de pronto me dije: ‘Pues qué bien, me ha dado usted el día’. Hoy voy a dormir más tranquilo que muchos otros días en los que me voy a la cama hecho un pobre desgraciado”, bromea Luis Mateo Díez (Villablino, 1942) en una de las solemnes salas de la RAE en la que él ocupa el sillón ele minúscula. Y prosigue: “Perdonadme que diga tonterías, aprecio un poco un cierto sentido del humor que reduzca la solemnidad de las cosas a cierta trivialidad de las mismas”.
Y la solemnidad es que Díez tiene desde ayer el Cervantes , el mayor galardón de las letras en español, que concede el Ministerio de Cultura y está dotado con 125.000 euros. Un premio a una carrera en la que ha huido de modas para construir un universo entero, el reino imaginario de Celama, un mundo rural y brumoso repleto de historias dentro de otras historias, de emigrantes y fantasmas, viajeros y extraños, de sueños que son presagios y personajes que engañan a la muerte una y otra vez. Un triunfo de la imaginación y el lenguaje preciso con el que ha examinado la condición humana.
El jurado del premio, en el que figuraban anteriores ganadores como Cristina Peri Rossi y el poeta venezolano Rafael Cadenas, y el director de la RAE, Santiago Muñoz Machado, subrayó que Díez es “uno de los grandes narradores de la lengua castellana, heredero del espíritu cervantino, escritor frente a toda adversidad, creador de mundos y territorios imaginarios”. Y el autor de La fuente de la edad o del reciente Celama (un recuento) (Alfaguara), que ya tenía en su haber todos los premios nacionales imaginables, recordó torrencial y divertido que vivió su infancia en un territorio “donde permanecía viva la tradición a través de la oralidad de las culturas populares, había instituciones vecinales y soy hijo de esas reuniones”, aunque separó costumbrismo de tradición: “No hay nada más universal que la tradición”.
Y aseguró que “toda mi obra, desde el arranque, construye un universo común, una geografía unitaria. Una especie de provincia sin nombre por el noroeste peninsular. Pero nada que ver con mi provincia personal: no ando por caminos realistas, sino imaginarios. Borges decía que la auténtica condición del arte es la irrealidad”.
En ese sentido, aseguró que “desde hace mucho tiempo soy un hombre que ha vendido el alma al diablo”. “Para mí, la escritura, la invención, la creación de ficciones, la vida imaginaria, ese otro punto de realidad paralela que no está aquí sino al lado, pero que hay que dar un paso para entrar en ella a través del arte... pues me he ido dado cuenta de que para mí es más importante lo imaginario que lo real. Vivo mucho más lo que escribo que lo que vivo. Para un octogenario podéis decir, a tus años, ¿qué otras alternativas puedes tener? Pero la experiencia de que escribir es vivir es el resorte de mi existencia. Actualmente escribo mucho más que vivo”, sonrió.
Y concluyó “que hoy soy mucho mejor escritor que nunca. Y lo que estoy haciendo y voy a hacer hasta que se me vaya a la olla, que puede ser pasado mañana, va a tener más lucidez y compromiso que todo lo que he escrito. Del caballero que escribe puedo darles las mejores noticias: mis mejores novelas no se han publicado todavía o las escribiré. Pero el caballero que vive está en un ámbito de derrota que da pena verlo. Con ochenta años te das cuenta de que el cuerpo pesa.¿Levantarse por la mañana? No quiero desanimar a nadie. No hay desgracia mayor que hacerse viejo. Y otra cosa más: la vida es incómoda, aunque merece la pena. Ah, y la felicidad no existe. La felicidad es la tranquilidad”.
