Este es un extracto de 'En el jardín de las americanas (Taurus)' la historia de la residencia para señoritas que creó en Madrid la norteamericana Alice Gulick a finales del siglo XIX
La historia de nuestras americanas empieza en el puerto de la ciudad de Boston, en el estado de Massachusetts, la fría mañana del 19 de diciembre de 1871. Bajo la nieve, que aquel día de invierno caía sin cesar, numerosos viajeros se arremolinaban en torno al S/S Siberia, un vapor de la prestigiosa naviera británica Cunard Line, conocida desde hacía años por realizar las travesías transatlánticas más rápidas, seguras y confortables del mundo. Como si estuviéramos entrando en una novela de Louisa May Alcott protagonizada por una moderna peregrina y salpicada de las escenas sentimentales tan de moda en aquella época, nuestro relato da comienzo pocos días antes de Navidad.
En el muelle, oculta tras un gran paraguas de color negro, aguardaba Alice Gordon Gulick, una joven misionera protestante de veinticuatro años. Alta y delgada, de mente despierta y risa contagiosa, estaba a punto de zarpar hacia España vía Liverpool. A su lado, sosteniendo el paraguas mientras ella se despedía de su numerosa familia, la acompañaba el reverendo William H. Gulick, su marido, un hombre de constitución fibrosa, frente despejada y poblado bigote, que ese mismo año había aceptado encargarse de una misión protestante en España. La biografía que Elizabeth Putnam Gordon escribió sobre su hermana, un libro valiosísimo para reconstruir la vida de nuestra protagonista, recuerda las palabras que el reverendo Gulick le dijo a Alice aquel otoño: "Cuando vaya a España —le había repetido parafraseando la Biblia—, iré a buscarte…".
Y así había sido. Se habían casado una semana antes de embarcar.
Cualquiera que hubiera visto a Alice y William Gulick abriéndose paso por el embarcadero en medio de la masa bulliciosa de pasajeros se habría asombrado por la determinación juvenil de aquellos pioneros americanos a punto de comenzar su excéntrica luna de miel. Iban rumbo a "la romántica pero medieval España", en palabras de la hermana de Alice, empujados por su fervor religioso, que sin duda les guiaba para afrontar no solo la travesía que tenían por delante, sino también su incierto futuro en una tierra tan idealizada como desconocida y hostil a la evangelización protestante. Por suerte, iban con Luther Halsey Gulick, el hermano mayor de William, y su familia, quienes ya habían sido misioneros en Micronesia.
La tempestad que contemplaron desde la cubierta del barco cuando se asomaron a la bahía les inquietó, pero ninguna tormenta hubiera podido detenerlos. "He leadeth me", el himno que habían escuchado pocos días antes en la ceremonia religiosa que les organizaron como despedida en la Shawmut Church de Boston, y que tiempo después reconocerían en el Me pastorea español, aún resonaba en sus oídos. Ante un mar agitado, pensaría Alice recordando una de las partes centrales del himno, debía tener confianza en la misión divina que sentía que le habían encomendado. Esta tarea, que hoy nos hace sonreír por la pomposa solemnidad con la que se la tomaba, consistía en llevar a España no solo la fe protestante, sino también un pedacito de la educación que había recibido ella en Mount Holyoke Seminary, una de las primeras instituciones de Estados Unidos en ofrecer formación universitaria a las mujeres, donde había estudiado.
Es posible que aquella fría mañana de diciembre Alice se preguntara además si su vida en España, un país políticamente inestable y culturalmente atrasado en el que las mujeres no tenían acceso oficial a la universidad, sería muy distinta a la que había disfrutado entre las paredes de aquel avanzado seminario de Nueva Inglaterra. Con todo, la revolución de 1868, que pocos años antes había sacudido España poniendo fin al reinado de Isabel II, bautizada elocuentemente como "la Gloriosa", le hacía tener esperanzas en el porvenir de su misión pedagógica. La Constitución española de 1869, de corte liberal e inspirada en la de Estados Unidos, había promulgado no solo la libertad de culto que les permitiría instalarse como misioneros protestantes, sino también otros muchos avances, como el derecho de asociación o la libertad educativa.
Alice y William miraron por última vez hacia el muelle. La nieve les impedía ver a sus padres y hermanos, quienes, desde el embarcadero, tuvieron que conformarse con la visión borrosa de la humeante chimenea alejándose a gran velocidad de la costa. Cuando el Siberia se adentró en el mar encrespado, es posible que su ánimo decayera ligeramente. El miedo a naufragar o extraviarse en medio de las heladas aguas del Atlántico era muy frecuente en los viajeros de entonces. Y también es posible que, para vencer el temor, Alice recordase las famosas palabras de Mary Lyon, fundadora de Holyoke, su alma mater, que tanto habían inspirado a otras mujeres intrépidas y rebosantes de idealismo como ella: "Id donde nadie más irá; haced lo que nadie más hará".
Muchos años después de esta escena, cuando Alice Gulick se haya convertido en la fundadora del prestigioso Instituto Internacional, Frederick Gulick, uno de sus hijos, pondrá música a un poema de Emily Dickinson para que aquel momento en que todo había comenzado se recordara siempre con una canción:
Dos mariposas salieron al mediodía – y bailaron sobre un arroyo – luego volaron a través del firmamento y se posaron, sobre un reflejo – luego −juntas avanzaron sobre un brillante mar – aunque nunca, en ningún puerto – su llegada – mencionada fue – si el distante pájaro de ellas habló – si halladas en etéreo mar por fragata o barco mercantil – ninguna noticia −me llegó – a mí−
Si aquellas dos mariposas hubieran podido salir volando del poema de Dickinson para contemplar lo que sucedía al otro lado del Atlántico, a muchos kilómetros de Boston, sin duda habrían sentido una mezcla paradójica de desánimo y optimismo. La educación de las mujeres y sobre todo de las niñas se encontraba en España en un estado de desmoralizante abandono, con tasas altísimas de analfabetismo, y siempre supeditada a la del varón. El destino de la mayoría de las mujeres era permanecer ignorantes, confinadas en los estrechos límites del hogar, con escasas posibilidades de acceder a una profesión para ganarse la vida.
En la misma época en que los Gulick realizaron su viaje, se habían puesto en marcha en España un conjunto de proyectos cuyas ondas luminosas estaban en especial sintonía con la energía que envolvía al matrimonio de misioneros. A raíz de la revolución de 1868, los krausistas, un grupo de profesores liberales entre los que destacaban Julián Sanz del Río, Fernando de Castro, Gumersindo de Azcárate y Francisco Giner de los Ríos, pasaron a ocupar posiciones de poder en la universidad tras haber sido apartados de ella por sus ideas avanzadas. Inspirados por el filósofo alemán Krause, estos intelectuales, profundamente descontentos con la realidad educativa, política y social española, buscaban caminos para mejorarla. Como señala la investigadora Raquel Vázquez Ramil, el krausismo ofreció a este grupo de pensadores y educadores inquietos "un programa de reforma coincidente con las líneas de la política liberal-democrática". Dicho programa incluía la mejora de la educación de las mujeres, uno de los senderos que los krausistas consideraban imperativo tomar para lograr el progreso de la humanidad.
Con este espíritu reformista y liberal, el rector Fernando de Castro puso en marcha la creación del Ateneo Artístico y Literario de Señoras, el desarrollo de las Conferencias Dominicales sobre la Educación de la Mujer e inauguró la Asociación para la Enseñanza de la Mujer. Las conferencias se iniciaron el 21 de febrero de 1869 en el Paraninfo de la Universidad, ubicado en la calle de San Bernardo de Madrid. Allí acudió un público heterogéneo, tanto masculino como femenino, admirado por la solemnidad con que estaba adornado el salón e ilusionado con las perspectivas que abría la iniciativa.
Entre los asistentes se encontraba Concepción Arenal, tan idealista como Alice Gulick, quien durante aquellos mismos años libraba su propia batalla a favor de la educación de las mujeres. A pesar de las diferencias religiosas, culturales y generacionales que las separaban —Concepción Arenal nació en Ferrol en 1820 y Alice Gulick, en Boston en 1847—, las dos mujeres tenían numerosas cosas en común. Ambas deseaban contribuir a la regeneración de la sociedad y ambas creían que el progreso de la humanidad solo sería posible si cambiaba la penosa situación de las mujeres, la mitad de la población. "Bajo cualquier aspecto que se considere la vida de la mujer —escribiría Arenal en La mujer del porvenir, obra publicada por primera vez en 1869—, se ve la necesidad de educarla y las tristes consecuencias de que no se eduque". Las dos tenían un profundo sentido religioso de la vida, así como de la misión que debían realizar en su paso por ella. En el caso de Arenal, esto no significaba que no fuera crítica con el catolicismo, omnipresente en España, y en las páginas iniciales de su libro hasta se atrevería a arremeter contra la absurda lógica de una religión que, si bien consideraba a las mujeres capaces de ser santas y mártires, y que incluso había escogido a una para ser la madre de Dios, no les permitía ejercer el sacerdocio. "Podemos estar seguros de que donde hay contradicción, hay error o impotencia", razonaría, irónica, Arenal en su libro al sopesar los argumentos de la jerarquía eclesiástica. De hecho, una de sus luchas más obstinadas fue la de tratar de conciliar dos esquemas mentales que en la España de entonces, a diferencia de lo que ocurría en el ambiente en el que creció Alice Gulick en Estados Unidos, encontraban difícil encaje: el pensamiento liberal, favorable al avance de las mujeres, y el cristianismo.
En este sentido, Concepción Arenal no pudo asistir libremente a una institución universitaria como sí lo hizo Gulick en Mount Holyoke. De hecho, en los años cuarenta del siglo XIX, tuvo que vestirse como un hombre para poder entrar en las clases de la universidad sin llamar la atención, lo que creó un verdadero mito en torno a su persona. Como escribe Anna Caballé en su biografía, Concepción Arenal. La caminante y su sombra, desde pequeña, la joven gallega ansiaba profundamente el conocimiento y, para asombro de quienes menospreciaban la inteligencia de las niñas, casi todo le interesaba, desde la filosofía, el derecho y la literatura hasta las ciencias naturales y la medicina. La joven Arenal ya rehuía entonces las formas de vestir propias de las mujeres de su época, y siempre prefirió la vestimenta masculina, sobria y oscura, a la coquetería del corsé y el miriñaque. Rechazó todos los atributos de su sexo, como la sombrilla, los guantes, las mantillas o el abanico. Así, para asistir a las clases de la universidad se puso pantalones, levita y chalina, ropas que le eran familiares y que le permitían caminar en sus largos paseos por la naturaleza sin que las enaguas le molestaran. Como escribe Anna Caballé, aquella Arenal veinteañera sin duda fue una precoz Sinsombrero. Adelantándose muchas décadas a las jóvenes de la generación del 27, también ella se descubrió con gesto rebelde la cabeza para poder pensar libremente.
Con el paso del tiempo, la pasión por la reforma de la sociedad llevaría a Arenal a volcarse en proyectos humanitarios encaminados a mejorar las condiciones miserables en las que vivían los grandes olvidados. Frecuentaba a los más desfavorecidos, especialmente a los presos, las prostitutas y los mendigos, razón por la que se creó para ella la figura de "visitadora de cárceles", origen de la profesión que hoy conocemos como "trabajo social" y que ella soñó durante sus largas caminatas. Además, fue una escritora prolija, muy admirada en toda Europa por sus estudios penitenciarios, campo en el que fue una absoluta pionera, como evidencia el famoso lema que no se cansaba de repetir allá donde iba: "Odia el delito, compadece al delincuente". Desde luego, como subraya Delia Manzanero, una de sus biógrafas más recientes, se trataba de una manera de pensar rompedora para una época en que aún se ejecutaba públicamente a los condenados a muerte.
Al pensar en el 21 de febrero de 1869, cuando se iniciaron las Conferencias Dominicales, me gusta imaginar a Arenal sentada en uno de los primeros bancos del Paraninfo ataviada con su oscuro traje hasta el cuello y con el brazo descansando entre los botones de la chaqueta con gesto napoleónico. Se había transformado en una mujer de cincuenta años, sólida como una roca, y su voluntad idealista de cambiar el mundo permanecía intacta. No solo había recibido con entusiasmo las iniciativas en favor de la educación de las mujeres con las que su amigo Fernando de Castro había comenzado su trayectoria de rector, sino que enseguida se prestó voluntaria para escribir la crónica de las conferencias e irlas publicando en los periódicos. En el primero de estos artículos rememora el acto de inauguración y el inicio de las conferencias. Su pluma vuela llena de ardor apasionado, como si volcara ideas largamente contenidas. Tuvo que ser muy emocionante vivir aquel momento. De haberlo presenciado desde la altura de algún cristalino reflejo, sin duda nuestras mariposas habrían podido presagiar el inminente comienzo de un mundo nuevo.
Cristina Oñoro (Madrid, 1979) es profesora en la Universidad Complutense de Madrid. Doctora europea en Teoría de la literatura y Literatura comparada, y licenciada en Filosofía. Este es un extracto de 'En el jardín de las americanas (Taurus)' la historia de la Residencia para Señoritas que creó en Madrid la norteamericana Alice Gulick a finales del siglo XIX. Su anterior libro es 'Las que faltaban: una historia del mundo diferente'. Como detalle: Alicen Gordon Gulick murió en Madrid en 1903 y está enterrada en el Cementerio Civil.