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on dos figuras esenciales en la literatura española de la segunda mitad del siglo XX, marcada por la posguerra. Repasamos su trayectoria y la importancia de su obra en el centenario de su nacimiento
Ante el centenario del nacimiento de las escritoras Ana María Matute (Barcelona, 1925-2014) y Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925-Madrid, 2000) surge plantearse el objetivo de una efeméride de este tipo. Desde luego, sirve como homenaje a la trayectoria literaria de ambas, pero, ante todo, es un excelente modo de darnos la oportunidad de volver a su obra o, en el caso de aquellos que aún no la conozcan, de abordarla por primera vez. Durante este año nos toparemos con exposiciones, noticias y reimpresiones de las obras de las dos autoras, pertenecientes ambas a la Generación del 50, marcada de forma indeleble por la Guerra Civil –Matute llamaba “niños asombrados” a sus coetáneos– y la no menos dura posguerra. Todo ello nos ayudará también a entender el contexto en el que vivieron y crearon, que, como sabemos, no se lo puso nada fácil a las mujeres, si bien ellas lograron pleno reconocimiento en vida: las dos fueron traducidas a más de diez lenguas y recibieron el premio Nacional de Narrativa –Matute por Los hijos muertos y Martín Gaite por El cuarto de atrás– y otros galardones como, en el caso de la barcelonesa, el premio Cervantes en el 2010 o el ingreso en la Real Academia Española en 1998. Martín Gaite, por su parte, fue reconocida con el premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1988.
Una buena ocasión para conocer de cerca la biografía de Ana María Matute es la exposición Quien no inventa no vive, que, tras ser expuesta en la sede del Instituto Cervantes de Madrid, recalará en la Biblioteca Jaume Fuster de Barcelona a finales de junio. En ella se exploran varias facetas de la escritora, cuya vida no solo transcurrió entre palabras sino también entre imágenes, pues era una excelente dibujante y retratista, a juzgar por las numerosas ilustraciones que se exponen en la muestra, entre las que se encuentran el tebeo Pericón que creó para su hijo Juan Pablo o la serie de retratos y otros dibujos que realizó durante el proceso de escritura de su novela Olvidado Rey Gudú (1996), ese “enorme cuento de hadas”, en sus propias palabras, que le granjeó nuevos lectores, pues apareció tras un silencio literario de veinte años debido a una larga depresión. La frase “Quien no inventa no vive”, elegida como título de la exposición por su comisaria, Mª Paz Ortuño, procede del discurso que pronunció la escritora barcelonesa al recibir el premio Cervantes. El enunciado es totalmente coherente con su trayectoria vital, pues la escritora continuó activa hasta su fallecimiento, tal como se puede ver en la página a medio terminar colocada en el carro de su máquina de escribir, uno de los objetos expuestos en la muestra. La necesidad de crear era vital para Matute, que publicó a los veintitrés años su primer libro –la novela Los Abel (1948)–, si bien ya a los diecinueve años la escritora se presentó en ediciones Destino, dirigida entonces por Ignacio Agustí, con el manuscrito de Pequeño teatro en una libreta de hojas cuadriculadas. Agustí le sugirió que lo mecanografiara y ella siguió su consejo; el libro se publicaría años después, en 1954, como ganador del Premio Planeta.
En la exposición solo encontramos una fotografía de Matute con Martín Gaite: ambas se conocían del mundo literario y tenían buena relación, si bien los universos de cada una eran muy diferentes. El medievo era una de las pasiones de Matute, algo que dio lugar no solamente a Olvidado Rey Gudú, sino también a actividades de carácter más lúdico: prueba de ello son las fotografías de la muestra en las que aparecen Ana María y sus amigos disfrazados con atuendo medieval en la casa de Sitges, donde la escritora vivió sus mejores años acompañada por su segundo marido, Julio Brocard y su hijo Juan Pablo, nacido de su primer matrimonio. Por su parte, Martín Gaite tenía un particular vínculo con el siglo XVIII y la Ilustración, algo que se deja ver en sus ensayos históricos (publicados en el 2015 en Círculo de Lectores) y en otra de sus obras más leídas: Usos amorosos del XVIII en España. Si bien Martín Gaite no sufrió cortes en sus novelas debidos a la censura, sí que la padeció en otros aspectos: “Me solía recordar que la censura fue más atroz en la vida que en la literatura”, comenta el académico José Teruel, especialista en su obra y autor de una biografía de Martín Gaite de reciente aparición en la editorial Tusquets, por la que ha recibido el premio Comillas en 2025.
En cambio, Ana María tuvo que vérselas directamente con los censores en varias de sus obras. En ocasiones consideraban que había fragmentos que atentaban contra el decoro, como la descripción de un beso en Los Abel, y otros se consideraban “inconvenientes para los niños”, como ocurrió con el relato El ahogadito, por temor a que los jóvenes lectores imitasen la conducta del protagonista. El caso más flagrante se dio en su novela Luciérnagas, juzgada por la censura como una obra “destructora de los valores humanos y religiosos esenciales”. Publicada con cambios y mutilaciones en 1955 bajo el título de En esta tierra, su autora no permitió que se reeditase hasta 1993, año en que salió a la venta en versión íntegra y con su título original.
Muchos temas de la conversación global actual como la memoria, la maternidad, las relaciones amorosas o los diversos modos de vivir la infancia y la adolescencia, ya los trataban ellas en sus libros, cada una con su enfoque particular. La mirada infantil y adolescente está especialmente presente en la obra de ambas; una mirada que se enfrenta a un mundo adulto hostil y busca cobijo en la imaginación y la fantasía.
Un aspecto esencial, sobre todo para Matute, aunque también lo podemos ver más tenuemente en la obra de Martín Gaite, es la importancia otorgada a los cuentos infantiles, si bien esto no implica que su literatura se dirija a los lectores más jóvenes. Para la escritora, los cuentos populares eran un modo de conexión directa con la tradición de la literatura oral y un excelente modo de transmitir valores sociales. La faceta visual más característica de Martín Gaite se encuentra en sus collages. Los que realizó en sus meses neoyorquinos han sido recogidos en versión facsímil en la reciente reedición de Visión de Nueva York (Siruela, 2024). Al contemplarlos con atención y leer los comentarios manuscritos de la autora deseamos de inmediato convertirnos en amigos suyos, por su mirada divertida y curiosa hacia la metrópoli donde permaneció entre septiembre de 1980 y principios del año siguiente, y por su facilidad para reírse de sí misma a través de esta forma de narrar con recortes y palabras.
Otra experiencia de índole más inmersiva es acercarse a la que fue su casa de veraneo y de residencia temporal en El Boalo, un pueblo de la sierra de Madrid. Allí se encuentra la Fundación Martín Gaite, institución que organiza las visitas guiadas por la casa y el jardín que la escritora compartía con su hermana Ana María –“Anita”–, a quien debemos que su legado siga en buenas manos. Allí encontraremos sus características boinas de colores vivos rodeadas de objetos de lo más diverso: tazones empleados como portalápices, animalitos de porcelana, tijeras para sus collages y, ante todo, libros: más de tres mil, trasladados allí desde su casa de la calle Doctor Esquerdo 43, en cuya fachada luce hoy una placa que recuerda a su antigua residente. Todos estos volúmenes nos hablan de sus influencias y afinidades: abundante literatura anglosajona –ella misma tradujo del inglés obras de Charlotte Brontë y Edgar Allan Poe, entre otros–, italiana y francesa, así como los textos de sus contemporáneos: Marsé, Juan Benet, Torrente Ballester y, cómo no, su marido Rafael Sánchez-Ferlosio. Aunque, sin duda, desde donde más y mejor nos hablan las dos escritoras es desde sus novelas, ensayos, traducciones, collages y cuentos, que este año nos dicen “léeme” con más intensidad que nunca. ADOLFO SOTELO VÁZQUEZ Si se toman como indicador los sucesivos premios Nadal –premios que los editores de la prestigiosa colección Du monde entier (Gallimard) asimilaban a la altura de 1960 a los Goncourt– que van desde 1944 a 1959 se advierte que seis escritoras obtuvieron el galardón: Carmen Laforet y Nada (1944), Elena Quiroga y Viento del norte (1950), Dolores Medio y Nosotros los Rivero (1952), Luisa Forrellad y Siempre en capilla (1953), Carmen Martín Gaite y Entre visillos (1957) y Primera memoria (1959) de Ana María Matute, quien ya había ganado el premio Planeta (1954) con Pequeño teatro. Es decir, las voces femeninas alternaban en ese decisivo premio para la construcción de la novela de posguerra con Gironella, Delibes, Arbó, Suárez Carreño, Romero y Sánchez Ferlosio. Cela, cuya relación con ediciones Destino y su semanario era muy importante, se limitaba a asistir desde 1956 a la concesión del premio.
Dejando al margen la importante singladura y el incuestionable magisterio de Laforet y la sólida importancia del mundo novelesco de Elena Quiroga, que fue la primera novelista española en ingresar en la colección Du monde entier de la mano de Maurice Coindreau con su novela La careta (La masque, 1959), las dos grandes novelistas (las mejores de la segunda mitad del XX) que alborearon en esos años son Ana María Matute (julio, 1925) y Carmen Martín Gaite (diciembre, 1925), a menudo encasilladas en la generación del medio siglo, según ese “manido y fraudulento tema de las generaciones” (José Ángel Valente, dixit), si bien es cierto que comparten espacios y tiempos con Aldecoa, Benet, Sánchez Ferlosio, Fernández Santos, García Hortelano, los hermanos Goytisolo e incluso Marsé.
Aunque Matute había presentado al Nadal del 47 su novela Los Abel y al de 1949, Luciérnagas, que obtuvieron respectivamente Delibes y Suárez Carreño (Los Abel se publicó en el 48, mientras la segunda apareció censurada bajo el marbete de En esta tierra en 1955), lo constatable es que su itinerario narrativo tiene su primer éxito con Fiesta al Noroeste, nouvelle ganadora del premio Café Gijón de 1952, premio para novelas cortas patrocinado por Fernando Fernán Gómez, que dos años después descubriría el singular talento de Martín Gaite con El balneario (1954).
Ambos libros fascinaron a mi maestro, Antonio Vilanova, como queda constatado en el semanario Destino. Precisamente Fiesta al Noroeste fue la segunda novela de una escritora española que se sumó al catálogo de Du monde entier, la excelente operación editorial que condujeron Coindreau, Monique Lange y Juan Goytisolo entre 1956 y 1962, año este último en que, con traducción del propio Coindreau, vio la luz Pequeño teatro (Marionnettes).
Ana María Matute se casó en el otoño del 52 con Ramón Eugenio de Goicochea, un pretendido escritor que se movía con cierta destreza alrededor de los trabajos y los días de la verdadera escritora. De los varios testimonios de esa difícil relación, uno de los más certeros es el de Esther Tusquets, que tomo de Confesiones de una vieja dama indigna (2009): “La había visto en varias ocasiones, casada todavía con Ramón Eugenio, que seguía obstinado en tratarla como una niñita genial, pero casi tonta de remate, incapaz de andar sola hasta la esquina, ficción a la que ella a veces se prestaba”. Ana María y Ramón Eugenio se separaron en 1963, y aunque dolorosa (perdió durante una época la custodia de su hijo), fue una necesaria liberación, en la que jugó un papel importante la residencia mallorquina de Charo Conde y Camilo José Cela.
Carmiña contrajo matrimonio un año después, en el otoño del 53, con Rafael Sánchez Ferlosio: era la unión de dos verdaderos escritores, imprescindibles en el canon de la narrativa y el ensayo españoles de la segunda mitad del siglo XX. Se separaron en 1970. En la obra de Martín Gaite, especialmente en la poesía y los cuadernos de todo, se pueden espigar detalles del infierno de la separación, acentuado por la trágica muerte de su hija Marta en 1985. Esther Tusquets la conoció poco después de separarse, bailando infatigablemente con Carlos Barral en una fiesta madrileña de Ediciones de Enlace: “Carmiña cantaba, bailaba y contaba historias con mucha gracia, era un poco histriónica y numerera, como Matute, y, al igual que Matute, aunque por caminos distintos, se metía a cualquier público en el bolsillo”.
Durante los primeros años de sus respectivos matrimonios, se fraguó en Madrid una estrecha amistad con Josefina Rodríguez, quien se había casado con Ignacio Aldecoa en 1952. Marcos Ordóñez recoge en su libro Ronda del Gijón (2007) el testimonio de Matute, que fragmento: “En los años cincuenta estábamos siempre juntas. Nos apoyábamos […] Nos llamaban el Triunvirato, porque éramos las tres de la misma edad […] Era la época de los grandes descubrimientos: Faulkner, Hemingway, Scott Fitzgerald, Dos Passos, y los franceses, claro, era su momento, Sartre, Camus, Simone de Beauvoir”.
Matute fue siempre una literata, una narradora, Martín Gaite, en cambio, fue algo más, una literata que aspiró y consiguió ser una intelectual completa (historiadora, ensayista, crítica literaria, traductora). Matute practicó con imaginación y exquisita plasticidad la narrativa infantil y juvenil: El saltamontes verde (1970) es el primer libro que en ese dominio edita Lumen y al que siguieron un amplísimo haz de títulos. Martín Gaite también se acercó de modo mucho más restringido a la literatura juvenil: El castillo de las tres murallas (1981) es una joya de la calidad de la emblemática Catherine de Patrick Modiano (en 1978, Carmiña sentenció: “Modiano es uno de esos escritores que se te meten por el alma”). Ambas publicaron cuentos de altísima calidad, y junto a Aldecoa, Medardo Fraile y Fernández Santos, llevaron el género a un momento culminante, que no se conocía desde los tiempos de Leopoldo Alas y Emilia Pardo Bazán.
A la sombra de Laforet forjaron un itinerario propio. Carmiña en un formidable ensayo La chica rara, ubicado en Desde la ventana. Enfoque femenino de la literatura española (1987), vincula a Lena, la protagonista de Nosotros los Rivero, Valba, la adolescente de Los Abel, y Natalia, la coprotagonista de Entre visillos con Andrea (Nada), sin olvidar a la Colometa de La plaça del Diamant, para concluir que para la mayoría de estas mujeres “la dialéctica entre libertad y sumisión es el núcleo perenne de conflicto”. En las letras peninsulares era una novedad incontestable. En sus trayectorias varias novelas podrían ser referentes. En el caso de Matute debo destacar Luciérnagas (1955, mutilada), que Castellet ese mismo año entendía como “la novela que la coloca de modo definitivo muy por encima de las demás escritoras españolas”, y, por supuesto, esa novela tan genuina de su poética que es Olvidado Rey Gudú (1996). Martín Gaite consideraba su mejor novela Retahílas (1974), ejemplo magistral de retrato de familia y de la imperiosa necesidad de interlocutor. Carmiña había hecho plenamente suyo el lema unamuniano, “No se hablar si no veo unos ojos que me miran”. Nubosidad variable (1992) es, desde la memoria, un abanico de reflexiones que ofrecen el triunfo de la escritura, sin esconder un palpable desencanto.