Eduardo Moga reseña la antología 'No pueden los sueños: poesía del sueño erótico en el Siglo de Oro'; un compendio de versos sobre el «calor de un encendido leño» o el momento en que «hirvió la olla y derramose el caldo».
No pueden los sueños: poesía del sueño erótico en el Siglo de Oro es un libro delicioso, pero también riguroso. Jorge León Gustà (Barcelona, 1962) es un filólogo especializado en los Siglos de Oro, y eso se nota en estas páginas. Y también es un excelente escritor, y eso también se nota. A veces, las dos cosas —ser un buen filólogo y ser un buen escritor— no van juntas, pero en este caso, para felicidad del lector, andan hermanadas. No pueden los sueños reúne 48 poemas, de 42 autores diferentes de los siglos XVI y XVII, que tratan del sueño erótico, esto es, del sueño en el que se desarrolla algún lance o asunto de amor, un tema que ha sido brillantemente estudiado por Antonio Alatorre en El sueño erótico en la poesía española de los Siglos de Oro. Entre los poemas recogidos por León Gustà hay varios anónimos, algo muy propio de aquellos tiempos: poemas sin firma, eróticos o humorísticos, extraídos de los cancioneros de la época, en los que se recopilaban las piezas manuscritas que circulaban entre la gente.
El sueño erótico constituye un artificio literario que hace admisible la exposición del deseo sexual, idealizado o sublimado, de suerte que resulte aceptable en la sociedad de su tiempo. Refugiándose en el sueño, como si fuera algo ajeno e incontrolable, el poeta lamenta y lucha contra —como dice Antonio Ortiz de Melgarejo en «Del sueño en las profundas fantasías»— «la cama yerma y [las] almohadas frías». Y de ese combate surge la expresión de su intimidad y sus ansias, troqueladas según los tópicos y modelos de su época, heredados en buena medida de la Antigüedad grecolatina: el sueño como sombra de la muerte —como también dice Ortiz de Melgarejo— frente a la vigilia de la vida, o como fruto de la imaginación, de la fantasía, frente a la realidad inevitable; la brevedad del sueño y del placer; el deseo de no despertar nunca, para hacerlo, por fin, a una realidad desapacible; y el sueño como engaño que proporciona gozo, mientras que el despertar nos condena a la verdad de la realidad, pero también a la pena. Todos estos topoi se expresan por medio de un arsenal retórico en el que predominan, además de las muchas metáforas, las políptotos, las paradojas y las estructuras bimembres y opositivas, como se advierte con nitidez en el soneto «¡Ay, Floralba! Soñé que te… ¿direlo?», de Quevedo, en cuyo tercetos leemos: «Y dije: “Quiera Amor, quiera mi suerte,/ que nunca duerma yo, si estoy despierto,/ y que, si duermo, que jamás despierte”./ Mas desperté del dulce desconcierto; y vi que estuve vivo con la muerte,/ y vi que con la vida estaba muerto». El hecho de que estos tercetos fuesen copiados de «¡Ay dulce sueño y dulce sentimiento!», del padre Pedro de Tablares, asimismo incluido en No pueden los sueños, no les resta un ápice de valor estético. En cualquier caso, el soneto (ese «pequeño y perpetuo espacio» del que hablaba Fernando de Herrera) es, también, como nos recuerda León Gustà, la forma estrófica más empleada en la poesía del sueño erótico, con mucho.
En la selección hecha por el antólogo observamos, como él mismo subraya, la evolución de la poesía del sueño erótico desde el Renacimiento —que le otorga un carácter hedonista, idealizado, incluso pastoril— hasta el Barroco, cuando se muestra, por una parte, más grave, más dada a la reflexión senequista y, por lo tanto, mortuoria y crítica, y, por otra, más jocosa y procaz.
Muchos de los autores recogidos en este volumen resultan poco o nada conocidos para un lector medio, si es que tal cosa existe cuando hablamos de poesía (y de los Siglos de Oro). Entre ellos, llama poderosamente la atención el caso de Juan Latino, probablemente nacido en Etiopía, y que fue no solo el primer liberto que estudió en una universidad europea, sino también el primero que llegó a ser profesor en ella, concretamente en la de Granada. Lo habían comprado los condes de Cabra para que acompañara a su hijo Gonzalo al colegio y luego a las clases universitarias, pero el esclavo las aprovechó mucho mejor que su amo: Juan aprendió a leer y luego se hizo latinista y doctor en Artes. Por eso adoptó el apellido de Latino. «El alma, para amaros, no dormía», dice en su poema «En triste oscuridad la noche fría».
Otros autores, en cambio, resultan más renombrados, como Gutierre de Cetina, el autor del célebre madrigal «Ojos claros, serenos», que contribuye esta vez con el soneto «Si un dulce sueño de imperfecta gloria». León Gustà nos recuerda que, además de poeta, Cetina fue soldado (como tantos otros de la antología: sacerdotes y soldados son los «oficios» que predominan entre los autores del libro), que pasó a América y que murió en una reyerta en México mientras cortejaba a una dama. Es de celebrar también la presencia de Francisco de Aldana, a quien Cervantes llamó «el divino» en La Galatea (un calificativo que, como nos cuenta León Gustà, se aplicó en su tiempo también a otros, como Francisco de Figueroa y Fernando de Herrera), uno de los poetas más exquisitos del Renacimiento, y también soldado, que murió en la batalla de Alcazarquivir, defendiendo al rey Sebastián de Portugal, con una gallardía simpar: alguien lo descubrió entre la niebla de la batalla combatiendo a pie, y le preguntó que hacía desmontado un general como él, que gozaba del privilegio de pelear a caballo: «Porque ya no es hora sino de morir, aunque sea a pie», fue su inmortal respuesta. (En esta batalla, que no es extraño que el rey Sebastián perdiera, dado que sus 17.000 hombres se enfrentaban a los 100.000 de los sultanes Abd el-Malik y Muhammad Al-Mutawakil, el monarca luso pidió a sus caballeros —que, aun comprendiendo la inminente derrota, querían seguir peleando hasta el final— que sí, que muriesen, pero que lo «hicieran despacio»).
Dentro de los tópicos —motivos recurrentes— del sueño erótico, Jorge León Gustà señala la frecuencia con que aparece la expresión «dulce sueño» (con el que, por cierto, Gutierre de Cetina recuerda el principio de «Ojos claros, serenos». Si en este dice «Si de un dulce mirar sois alabados…», en el soneto incluido en No pueden los sueños escribe: «Si un dulce sueño de imperfecta gloria/ la gloria más perfecta me ha mostrado…», luciendo tanto ese inicio condicional, el uso del adjetivo «dulce» y las estructuras binarias, opositivas de los siglos áureos: «de imperfecta gloria/ la gloria más perfecta»), pero es interesante observar la presencia de otra expresión muy frecuente, y que podríamos calificar de universal metafórico: la «luz negra», que ya utilizara el salmista (en el salmo 139.12, según la traducción de Reina-Valera, leemos: «Aún las tinieblas no encubren de ti, y la noche resplandece como el día; lo mismo te son las tinieblas que la luz») y que en esta antología emplean Gregorio Silvestre, Julián de Medrano y el anónimo autor del soneto «Noche más clara para mí que el día», una coincidencia que le sirve al antólogo para recordar que, en aquellos tiempos, estaba bien visto repetir, casi copiar, las fórmulas utilizadas por los predecesores (y los contemporáneos) como señal de respeto a la tradición literaria y al magisterio de los poetas. Silvestre escribe: «¡La noche más obscura se tornara/ más clara, para mí, que el claro día!», y el motivo reaparece en los otros dos poetas. Medrano: «¡Oh, clara noche! ¡Oh, obscuro y triste día!». Y anónimo: «Noche más clara para mí que el día/ luna que en asconderte luz me diste». La luz negra constituye una de las imágenes paradójicas radicales —un oxímoron— que sirven a los autores cristianos, y en especial a los místicos, para expresar la inefabilidad de la unión del ser con Dios. Tiene, pues, un origen religioso, que se infiltra, desde la poesía trovadoresca, en el tratamiento de la amada, divinizándola, y así aparece en esta antología. La noche y el día, la oscuridad y la luz, fundidos en una nueva e imposible realidad, se refieren al goce de la amada en el sueño, a su presencia rectora del espíritu del poeta.
Tanto el mencionado poema de Silvestre como el de Luis Martín de la Plaza expresan la idea de que, si tanto han gozado en el sueño, cuánto no lo habrían hecho de haber sido realidad. Dice Silvestre: «Si así me da tan gran contentamiento/ gozar lo que no es (¡ojalá fuera!),/ pasándose aquel sueño en un momento,// decid, señora mía, qué hiciera,/ decid qué tanto fuera mi contento/ si en hecho de verdad lo poseyera». Y Martín de la Plaza: «Si de una sombra incierta y mentirosa/ tanta dulzura al corazón me viene,/ ¿qué tal fuera tenerla cierta y vivía?». Este procedimiento recuerdo al poema de Quevedo, entre satírico y amoroso, «A una dama bizca y hermosa»: «Si a una parte miraran solamente/ vuestros ojos, ¿cuál parte no abrasaran?/ Y si a diversas partes no miraran,/ se helaran el ocaso o el Oriente».
No pueden los sueños no es un mero compendio petrarquista, sino que también ejemplifica el tratamiento soez, casi pornográfico, del sueño erótico. Varios poemas, todos ellos anónimos, describen escenas abiertamente sicalípticas que suceden en el sueño de los poetas, como «Cierta señora se soñó durmiendo» o «Soñaba una doncella que dormía», ambos protagonizados por mujeres (aunque la mirada y el deseo de los poemas del sueño erótico son siempre masculinos), en el segundo de los cuales la dama se lamenta que el sueño se interrumpiera justo antes del momento culminante: «El galán la besaba y abrazaba/ con más calor que un encendido leño;/ lo dulce a derramar no comenzaba,// cuando se despertó y le dijo al sueño:/ “¿Durar un poco más, qué te costaba,/ pues para mí era gusto no pequeño?”». En «¿Cómo que el brazo cuando quiero bajo…?», un hombre se lamenta de que el miembro viril no responda a sus órdenes ni a sus necesidades y actúe por su cuenta. El poema recuerda mucho a los procaces poemas fálicos de la Carajicomedia: «Sin duda son república apartada/ la pija y los hermanos compañones…». En «Soñando estaba anoche Artemidora», en fin, se repite la imagen, ya utilizada en «Cierta señora se soñó durmiendo», de que «hirvió la olla y derramose el caldo», una metáfora que no induce a confusión. Mucho más suave —o remilgado— es «Sueño deleitable», en el que el protagonista sueña que la flecha de Cupido rasga el lazo del pañuelo con que se vestía Dorisa, que había venido a acostarse en su lecho, y él «adoraba con dulces besos el blanco y duro pecho» que había quedado al descubierto. (Por su parte, Pedro Liñán de Riaza habla, en «Piernas blancas y gruesas, pies pequeños» —uno de los varios ejemplos de descriptio puellae que recoge No pueden los sueños— de «pechos de nieve»). León Gustà comenta estas composiciones explícitamente eróticas con una mesurada ironía inglesa. Hablando del soneto de Luis Martín de la Plaza, por ejemplo, trae a colación a Selene, cuyos amores con Endimión solo podían realizarse de noche. Así, «Selene contemplaba la belleza de su amado, que dormía, cosa que no le impidió engendrarle cincuenta hijos». En el comentario del anónimo «Soñaba cierta noche que tenía», subraya la novedad de que el yo lírico sea en esta ocasión una monja, aunque no era nada rara, en la literatura de la época, la figura de la monja que mantuviera relaciones sexuales con hombres (o con otras monjas). Y añade: «Lo que quizá no sea tan frecuente es que la monja sea una mujer sexualmente irrefrenable. No solo es que el protagonista no pueda satisfacer las necesidades sexuales de la monja, sino que necesita más de diecisiete carreras para quedar satisfecha en sus relaciones, número que no alcanza el hombre…».
En la visión de la mujer que se despliega en los poemas de No pueden los sueños, no falta tampoco la misoginia tradicional, que representa como ningún otro Cristóbal de Mesa, el cual acude al tópico de la volubilidad de las mujeres en su soneto «Soñé, señora, el más alegre sueño». Ahí dice que «aunque es en sueños toda cosa incierta,/ es cierta en las mujeres la mudanza». El tópico ha llegado hasta nuestros días, como demuestra la conocida aria de Verdi «La donna è mobile».
No pueden los sueños acoge, en fin, junto a los autores ya mencionados y muchos otros, a grandes clásicos de nuestra literatura áurea, como Jorge Manrique, Góngora (a quien la Inquisición dio problemas por el poema «Ya besando unas manos cristalinas», que consideró «indecente»), Quevedo (que ha proporcionado el título del libro) y sor Juana Inés de la Cruz, la única mujer. El conjunto constituye un espléndido florilegio de lo mejor escrito en español sobre el placentero, pero a la vez espinoso asunto del sueño erótico, cultivado desde la Antigüedad y renovado por los mejores creadores de nuestros Siglos de Oro.