Durante los últimos veinticinco años, hemos sido testigos del desarrollo de un modelo de «secuestro de rentas» respecto a la explotación de obras protegidas por el Derecho de Autor de la cultura escrita -libros, periódicos, revistas y partituras- por parte de las tecnológicas. Esto significa que las empresas, que controlan la distribución de contenidos en internet, han capturado el valor de la producción editorial sin tener en cuenta a sus legítimos titulares de derechos de propiedad intelectual, que son los autores y editores de esos contenidos.
Este modelo, basado en la priorización de las estrategias de negocio llevadas a cabo por estos «nuevos intermediarios», olvida la sostenibilidad de los creadores y editores de dichas obras. En otras palabras, deja a un lado la viabilidad económica del trabajo de quienes realmente crean y divulgan esos contenidos originales sujetos a derechos.
No hay duda de que este «secuestro de rentas» ha sido promovido en su mayoría por la iniciativa privada con cierto acompañamiento del sector público. La única excepción a esto en el sector público son los infradotados departamentos de Cultura de las distintas administraciones. Reciben menos recursos y tienen menos peso político que otras áreas de gobierno, a pesar de que el impacto de su gestión en la sociedad es tan importante como el del resto de las políticas.
Las diferentes etapas que han dado lugar a esta situación podrían describirse en tres hechos:
1.Las grandes empresas tecnológicas (Big Tech) han desarrollado estrategias empresariales orientadas a la optimización de las áreas de actividad donde cuentan con una mayor ventaja competitiva.
Al mismo tiempo devalúan otras áreas de actividad en las que manifiestamente encuentran dificultades, como la creación de obras originales. Este enfoque forma parte de la teoría empresarial de cualquier organización en términos de creación de valor y estrategia de diferenciación. El ejemplo claro de esta conducta es la devaluación constante del precio de la creación de obras, mientras se incrementa de forma sostenida la inversión en el desarrollo de patentes que facilitan su distribución.
Todo este proceso se une a una creciente de la mercantilización, «comoditización» (del inglés, commodities), de las obras. Esto es, las empresas tecnológicas las tratan como productos genéricos, sin su verdadero valor cultural, educativo y simbólico, dejando de importar quiénes las escribieron y divulgaron, el esfuerzo que hay detrás de ellas y su aportación a la sociedad. Esta mercantilización elimina cualquier posibilidad de generar valor mediante la diferenciación de productos por su calidad, originalidad, finalidad, etc.
En paralelo, la introducción de marcos legislativos con figuras como fair use y excepciones y límites a los derechos de autor, además de imposibilitar a los autores y editores el ejercicio efectivo de sus legítimos derechos sobre las obras, han impactado negativamente en el precio de los productos culturales. Todo ello, sin contar con la piratería de libros y prensa, que ya se ha interiorizado en diversos sectores de la sociedad como si se tratara de un consumo legítimo por el «interés general».
También hay que tener en cuenta que la venta de un producto o servicio por debajo de su coste con el único fin de eliminar a la competencia está prohibida. Sin embargo, crear un producto sustitutivo -si me permiten, incluso con mayor contenido-, que aprovecha el trabajo de otros, como autores y editores de libros o prensa, para atraer a una comunidad de usuarios mayor a través de las redes sociales y obtener una ventaja competitiva frente a los creadores originales, parasitando su trabajo, no ha generado ninguna reacción por parte de las autoridades, incluida la de Competencia. Resulta cuanto menos llamativo que no se proteja la dimensión creativa de este sector.
En definitiva, las grandes plataformas tecnológicas han tomado los valores propios de los creadores, los han explotado y reemplazado con una estrategia predefinida: reducir su valor, desequilibrar el mercado y eliminar a la competencia, así como avanzar hacia un marco regulatorio favorable que sirva de blindaje a su actuación. Incluso la Copyright Office reconoció esta situación en su informe de 2020.
2. Promoción de la idea de que unos derechos de autor débiles es beneficioso para el interés público.
Es curioso que haya permeado en la sociedad la idea de que un marco de derechos de autor débil es positivo en nombre del interés público, entendido este como lo que beneficia al conjunto de la sociedad por encima de intereses individuales o privados. Desde un punto de vista económico, y tratándose de las grandes tecnológicas que operan como conglomerados integrados y verticales, es fácil entender que dicho principio origine barreras a la competencia y al desarrollo de la creación original, lo que en última instancia perjudica claramente al ciudadano.
La llegada de la inteligencia artificial generativa (IAG) ha reforzado aún más el dominio de las multinacionales tecnológicas. Tanto es así que algunos gobiernos nacionales se han visto obligados a desarrollar sus propios sistemas de IAG para generar una herramienta que sirva de alternativa a las compañías de sus países con el fin de que puedan competir en el mercado para evitar que tengan que ceder su conocimiento estratégico (know how) a estas multinacionales. El desequilibrio es flagrante y, por ahora, no tiene visos de solucionarse.
De hecho, observamos que, además de estas cuestiones que afectan directamente a los consumidores y a la competencia, este modelo económico ha generado una serie de externalidades negativas adicionales. Estas consecuencias no solo afectan al mercado, sino también a pilares fundamentales de nuestro sistema democrático, como son:
Desinformación.
Vulneración de protección de datos.
Desigualdad.
Impactos en el ámbito impositivo (ingeniería fiscal).
Devaluación cognitiva, como reconoce un reciente estudio del MIT en el ámbito del uso de la IAG.
Y estos efectos, lejos de solucionarse, se han agravado y se agravarán aún más con la implementación social de la inteligencia artificial. En este nuevo escenario dominado por la IAG y los modelos económicos digitales, el sector de los contenidos escritos —libros y prensa— se ha convertido en la verdadera materia prima. Como ya ocurrió en anteriores olas de digitalización desde principios del siglo XXI, son los creadores quienes alimentan las plataformas, aunque rara vez reciben una compensación justa o un reconocimiento proporcional al valor que generan.
Como explica Yuni Wen en su trabajo Public interest v.s. special interest: The strategic framing tactics of Technologies in the political area, es imprescindible que los legisladores estén vigilantes sobre las estrategias de «relato» (framing) empleadas por las firmas tecnológicas. Estas tácticas no solo moldean la opinión pública sobre la tecnología, sino que también pueden alinearse con los sesgos ideológicos y los intereses electorales de los responsables políticos que regulan el sector. Detener esta situación es crucial para garantizar que las decisiones regulatorias se basan en el interés público y no se vean influenciadas por intereses corporativos estratégicos.
3. Eliminación progresiva de la posibilidad de monetización directa de las obras.
Resulta curioso ver cómo se ha ido reduciendo el marco de las posibilidades de monetización para los titulares de las obras durante los últimos años. No hace mucho la principal vía de monetización era la venta (monetización directa).
Sin embargo, las multinacionales tecnológicas han consolidado su estrategia empresarial en no hacer depender la viabilidad de su negocio del valor económico de las obras. Aunque estos contenidos son realmente la «materia prima» que utilizan, han logrado situar su coste a precio cero o casi cero. Esta actuación les permite maximizar beneficios a través de otros mecanismos, como la publicidad o los datos de los usuarios (monetización indirecta).
De este modo, se desarrollan productos o servicios que sí son fácilmente «monetizables» por parte del desarrollador tecnológico, ofreciendo contenidos gratuitos a los usuarios. Esta estrategia recuerda a lo que supuso la actividad de la prensa gratuita en el que la información no tenía coste para el lector, igual que ahora el usuario no paga por los contenidos en el ámbito digital. La diferencia fundamental entre un negocio y otro radica fundamentalmente en que el primero sí paga a los creadores y el segundo, no.
Este modelo en el mundo tecnológico no es nuevo. Piensen, por ejemplo, en Microsoft que ofrecía de forma gratuita Explorer para competir con Netscape, o como IBM impulsó el uso de Linux para que fuera una alternativa a los sistemas operativos de pago. Google también siguió esta política con Android, distribuyéndolo sin coste a los fabricantes de equipos a cambio de integrar sus servicios.
Ante la imposibilidad de los titulares de derechos de desarrollar modelos de monetización indirecta o «giveaway» debido al desequilibrado marco que define los mercados actuales, más aún con la llegada de la IAG, muchos se han visto obligados a cambiar de enfoque.
Sin una legislación de propiedad intelectual que proteja de forma sólida los derechos de autor, han tenido que centrarse en trabajar desde el punto de vista de los costes, lo que ha derivado en una precarización del sector de la creación. Y esta precarización es aún mayor en aquellos colectivos que no han tenido la posibilidad, ni tan siquiera por interés político, de disfrutar de un «puerto seguro», que les permita proteger sus derechos, aunque fuera bajo el paraguas de acuerdos confidenciales y discriminatorios. Esto ha dejado a muchos creadores en una situación muy débil y sin herramientas efectivas para defender el valor de su trabajo.
Si de verdad queremos proteger la salud de la sociedad democrática europea hay que proteger a quienes generan su cultura. Es vital que los titulares recuperen su capacidad de monetizar de forma directa sus obras para reflotar un sector cultural diverso y sostenible.
Y termino con más preguntas que respuestas. Dado que la terca realidad nos muestra que las grandes tecnológicas generan grandes externalidades negativas bajo el mantra de resultados económicos inmediatos, y si además los gobiernos en Europa y los tribunales en Estados Unidos han ido desplazando el significado del concepto de «interés general» o «interés público» o el de «fair use», devaluando un marco de protección de los derechos de autor, ¿no estaremos ante el nacimiento de un sistema de compensación de dichas externalidades?
Un sistema que, al igual que ocurrió con el mercado de derechos de dióxido de carbono, no pudo detenerse debido a la imposibilidad de frenar la necesidad de crecimiento económico. ¿Podría ocurrir esto en el ámbito de la cultura? ¿Afectaría esta transformación de la misma manera a todos los países?