U
n sirviente de la corte de Valaquia, con grandes pretensiones, inicia su ascensión a los infiernos atento las trampas que se sucederán mientras él opta al trono de Etiopía
Solo por la descripción inicial que hizo de Bucarest en la primera parte de la trilogía Cegador , Mircea Cărtărescu ya merecería haber pasado a la historia de la literatura. Denso, barroco y poético, el rumano surge cada año como firme aspirante al premio Nobel y, como hicieran Unamuno, Baroja y Valle, se opone a la literatura comercial, contra la que lucha desde su ideología y su prosa. Poeta ante todo, Cărtărescu es un fenómeno de la naturaleza, alguien capaz de escribir sus ficciones como si fueran fragmentos del Evangelio y aparecer nítido en el fulgor de su prosa poética o de sus poemas narrativos, que vienen a ser lo mismo. Su apuesta pasa por la construcción de un edificio compacto, donde el lector debe avanzar lentamente, sin dejar volar su imaginación ni ceder a la facilidad un ápice.
Fiel a su editorial española habitual –en catalán alternan la prosa en Periscopi y la poesía en la mallorquina Lleonard Muntaner–, Cărtărescu publica su nueva novela, Theodoros en Impedimenta, una aventura casi de epopeya sobre un personaje de la antigua Valaquia del siglo XIX –al unirse con Moldavia dio a luz Rumanía–, un despiadado emperador de emperadores, que servirá a la reina Victoria de Inglaterra y guiará su propia codicia hacia la locura en una carrera insensata por el poder.
No desperdiciará ocasión para robar o asesinar amigos y enemigos. Según cuenta el escritor, el proyecto le venía de lejos, pero no había tenido ocasión de desarrollarlo hasta los meses de la pandemia, la aproximación más cercana que hemos tenido a la demencia. Novelón de casi setecientas páginas en letra pequeña, Theodoros se convierte en un nuevo tour de force en la estructura, básicamente fijada en la descripción hasta conseguir un producto que es leche condensada, y con unas alteraciones temáticas que nos recuerdan los momentos más dislocados de las tragedias de Shakespeare, filtradas por un Joyce con alma de Cioran y con el cartabón de Borges.
Un sirviente de la corte de Valaquia, con unas pretensiones desmesuradas, inicia su ascensión a los infiernos a través de su personalidad y atento a todas las trampas que se sucederán mientras él opta al trono de Etiopía. Toda una corte de desalmados lo acompañan, piratas en la costa griega, bandoleros y mercenarios. De manera aparentemente inocente, el posible emperador explicará a su madre, con la que mantiene una relación epistolar, los frutos de su fuga al absurdo. Novela con sangre El relato épico de Cărtărescu está repleto de dolor, desde la misma concepción del personaje, que no dudará en comer carne humana o beber sangre para extender sus locuras. Explicaba el rumano a nuestro diario que su concepción de la novela pasaba por el realismo mágico de García Márquez, pero con la mirada siempre puesta en el ‘Salambó’ de Flaubert, una novela que a menudo se descarta del narrador francés. También mencionaba Goethe y Dante en un tipo de fresco literario en que cielo, purgatorio e infierno mantuvieran sus posiciones. Llena de detalles y profundamente poética, ‘Theodoros’ es también un mecanismo atroz perfectamente engrasado.
Desde el inicio, en que asediado por un ejército enemigo, el protagonista se plantea el suicidio. Sus frases sinuosas desafían al lector, que aceptará el reto de esta épica, “transportado como un animal sanguinario, como un carnicero bárbaro por las callejuelas de Londres, donde serás finalmente ahorcado en medio de una turbamulta burlona como un ramillete de dientes estropeados…”.
Esta aventura de Mircea Cărtărescu me ha recordado la Reivindicación del conde Don Julián (1970) de Juan Goytisolo que leí en mi juventud. El narrador barcelonés también cargaba tintas contra la España franquista identificándose con un conde que se unió a los musulmanes al otro lado del estrecho para vengar, como el Cid, un atropello sexual de un caudillo visigodo a una de sus hijas.
La invención y los escasos datos históricos permiten a los dos novelistas ejercer una omnisciencia que los lleva al marasmo de la locura. Decía William Blake que “la ruta del exceso conduce al palacio de la sabiduría”, y como el Heliogábalo de Antonin Artaud, Theodoros construye un nuevo evangelio sobre la ambición sin límites. Esos caprichos bíblicos, que podemos leer a lo largo de la narrativa extensa de Cărtărescu, son el hándicap y el progreso de una línea narrativa especial, diferente, casi única. La exageración y el exceso devienen las especies con las que condimenta su guiso con toda la mitología rumana en segundo término: “Los cielos de Bucarest estaban llenos de cometas, miles y miles, pintadas de todos los colores, que agitaban las colas y representaban dragones, fieras del bosque, mujeres desnudas, así como los héroes del pueblo valaco…” Nunca una prosa lisérgica llegó tan lejos.