Divendres, 22 de novembre de 2024



Castellano  


Relatos de confinamiento. ''La maldición del náufrago'', de Juan Antonio Masoliver Ródenas
acec25/3/2020



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A Carlos Babot no le sobraba el dinero, pero mucho menos la paciencia. Esto me costó descubrirlo o, mejor dicho, lo descubrí cuando empezó a cambiar radicalmente sus costumbres. Eso fue el día en que me gritó: “Estoy harto de ti. No te aguanto más”. Me lo dijo con lágrimas en los ojos. Empezó a encerrarse en su estudio. No pude contener mi curiosidad y pegué el oído a su puerta para escuchar sus conversaciones telefónicas. No le sobraba dinero, cierto, pero sí que tenía muchos contactos, y es así que empezó a conseguir numerosos créditos para, explicaba él, comprar una isla. ¿Para qué podía querer mi padre una isla, él que era un hombre de ciudad y que detestaba la naturaleza? Además, le dio por empezar a leer libros de geografía y guías. Salía con frecuencia de casa y volvía cargado de libros. Como no solía cerrar nunca el ordenador, aprovechaba sus ausencias para ver en qué perdía su tiempo. De nuevo, había centenares de páginas de internet sobre islas.


Un día puse la música muy alta y entró furioso en el cuarto de la plancha, donde se suponía que estaba yo estudiando, cuando en realidad estaba mirando una película pornográfica. “Basta. No lo aguanto más. Marga, no puedo más”, gritaba. Nada temía más mi madre que sus ataques de ira. Le preocupa su desesperación, pero sobre todo cuando empezaba a llorar diciendo lo mucho que me quería y lo mucho que le decepcionaba mi conducta y mi indolencia. Pero esta vez fue distinto. Se serenó y le dijo: “Ya he conseguido comprar la isla”. “¿Y para qué quieres una isla?”. “Yo no quiero ninguna isla, sabes que detesto la naturaleza. Y en la isla que he comprado todo es naturaleza con excepción de una pequeña choza. Allí se irá a vivir Damián”. “¿Y con quién va a estar?”. “Con quien le aguante, y el único que le aguanta es él mismo”. Mi madre trató de convencerle de que era una locura. Que había soluciones menos drásticas. Como encerrarme en un internado. “¿Para qué? ¿Para que a los pocos días en el colegio nos digan que ya no lo aguantan más?”


El viaje a la isla fue más largo de lo que esperaba. Una vez allí, no había ni la más remota posibilidad de que pudiese salir. Algo que se confirmó apenas llegar. Mi padre me vendó los ojos para que no pudiese memorizar el camino y sólo me quitó la venda cuando llegamos a la choza. Que resultó ser un lugar muy agradable, con televisión y tocadiscos. “Ahora podrás poner tu maldita música a todo volumen sin molestar a nadie”. Sólo había un problema: en la isla no había electricidad, aunque la choza estaba llena de enchufes. Por lo demás, el lugar no me desagradó, sobre todo la idea de estar lejos de mi padre y poder hacer lo que me diese la gana. Cerca de la choza había un pozo. Pero sin agua. “No la necesitas. A unos diez minutos caminando hay un arroyo. Y además te he dejado todo tipo de provisiones, incluidas varias cajas de cocacola. Así podrás eructar tranquilamente, con la boca bien abierta. Y en cuanto al pozo, ya le encontrarás tú algún uso”. ¿Estaba sugiriendo mi padre que cuando no pudiese más me arrojase a él? ¿Era por eso que cuando se despidió de mí (no aguantaba más en la isla, olía a pino, a flores silvestres, a excremento de animales; porque pude ver que por allí correteaban liebres, conejos, topos y otros bichos que yo, educado en la ciudad, ignoraba qué eran), me abrazó con fuerza, llorando desconsoladamente, como si fuese una despedida definitiva?


“Ah, y tienes todos los libros que quieras, para hacer con ellos lo que quieras, aunque no te veo leyéndolos”. Entonces, ¿para qué los dejaba? ¿Por qué, como me dijo, todos los animales que correteaban por allí había mandado él que los llevasen?



Lo entendí bien pronto. Los primeros días disfruté de aquella soledad. Traté de adentrarme en la isla, pero tuve que desistir. No había ningún camino y corría el riesgo de perderme. Al fin y al cabo, yo estaba acostumbrado a las calles y, si me perdía –nunca tuve sentido de orientación ni lo necesitaba– preguntaba a la primera persona con que me encontraba. Los días se iban haciendo cada vez más cortos y a mí se me hacían infinitamente más largos. Traté de leer, pero si mi padre detestaba la naturaleza, yo detestaba los libros. Así que empecé a arrojarlos al pozo. ¡Esa era la finalidad que le veía el divino impaciente! Y la verdad es que me resultaba muy entretenido. Como me resultaba muy entretenido cazar animales para arrojarlos también a ellos. Nada me producía más placer que escuchar los chillidos, más que arrojar libros, que no podían chillar. Pero cuando empezaron a escasear los víveres, me di cuenta de mi craso error. Con razón decía el poeta, eso me lo enseñaron en el colegio, que el placer después de acordado da dolor. Y nada me producía más placer, mientras pude, que comer sin que nadie me pusiese un límite. Como sentía que nadie me ponía un límite en tirarme pedos, que me hacían una gran compañía. Y era compañía lo que yo más necesitaba. Si arrojaba los animales al pozo, me quedaría sin comida. La cocina de la choza era bastante grande, como eran grandes las cajas de cerillas suecas. Y de conejos y liebres empecé a alimentarme. Había momentos –escasos, esa es la verdad– en los que me encantaba la soledad y la independencia. Y, sobre todo, no tener que oír las continuas discusiones de mis padres, que se irritaban por nada.



Y, de pronto, esa soledad, ¡oh sorpresa!, desapareció al aparecer mi madre. Que se quedó encantada con la isla y con todo lo que iba descubriendo. Me dijo que entre mi padre y yo, prefería aguantarme a mí, que no era poco aguantar. Pero que ahora sentía que estaba empezando una vida nueva. Y le encantaba oler los pinos, el tomillo, todos los arbustos cuyo nombre yo ignoraba. Para mi sorpresa, lo primero que hizo fue quitarse la ropa. Mi madre, desnuda, ya no parecía mi madre. Me dijo que el único olor que no aguantaba era el mío, que no era olor sino hedor. Porque es cierto que no me había acercado nunca al arroyo por miedo a perderme. También es cierto que en que mi casa de entonces tampoco me lavaba mucho, pero en la ciudad ya no sentimos los olores, como si no existiesen. De ahí que mi padre no aguantase la intensidad y variedad de olores de la naturaleza. Y mi madre olía siempre bien, porque las madres nunca huelen mal.



Al poco tiempo llegó una nueva visita: mi hermana Margarita, acompañada de una amiga de Ibiza. Al igual que mi madre, lo primero que hizo fue desnudarse. Y yo sentí una extraña plenitud. Pregunté por papá. Mi padre, acosado por los deudores, había desaparecido. “Por mí, que lo encierren”, dijo Margarita. “Sí, en un retrete”, dije yo.



“No digas nada sin pensar, porque el pensamiento te acabará devorando”, dice el proverbio chino. Eso me enseñaron en el colegio. Y ahora podía comprobarlo. Llegaba mi padre, sonriente. Un hombre totalmente cambiado. “Para estar solo en mi casa de la calle Urgell, prefiero estar solo con vosotros, y si al principio me va a costar acostumbrarme a vivir en una isla, ¡paciencia, que es la madre de toda ciencia!”.



Formamos un corro y empezamos a bailar una sardana. Improvisada. “Esto no es una sardana”, dijo mi madre. “Así es como la bailamos en la isla. Como nos da la gana”, les dije, extasiado al ver cómo le bailaban también las tetas a la amiga de mi hermana. “Música isleña para unas tetas isleñas”, dije. De pronto oímos una sirena y al poco rato vimos un barco lleno de gente. Las tres mujeres entraron corriendo a la choza, para vestirse. Mi padre se puso a llorar. “¡El pozo!”, exclamó. “Sí, mi un gozo en un pozo, como dice un proverbio chino”, añadí yo. Y sentimos que la isla se alejaba de nosotros, a medida que el barco ahora vacío nos devolvía a la ciudad.


Juan Antonio Masoliver Ródenas 
La Vanguardia





   
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