Dilluns, 25 de novembre de 2024



Castellano  


Relatos de confinamiento. ''La transformación de la vecina tóxica'', de Sergio Vila Sanjuán
acec9/4/2020



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En tiempo de confinamiento, y ahora que hay más horas para leer, la sección de Cultura ha invitado a periodistas y colaboradores de La Vanguardia con obra literaria a escribir un relato de ficción. La excusa es la cuarentena, pero el tema es libre


Desde que se restableció la normalidad ya no hemos vuelto a oír, por la ventana del patio interior, aquella retahíla de improperios y atrocidades que desde hacía diez años se había convertido en la banda sonora habitual de nuestra vida.


–¡Miserables! ¡Canallas! ¡Delincuentes! ¡Hijos de puta! ¡Al infierno con vosotros!


Con esta cantarela empezaba nuestra vecina tóxica a regalarnos los oídos puntualmente a las siete de la mañana, y era también lo último que oíamos al irnos a dormir a medianoche.


–¡Ratas! ¡Desarrapados!¡No valéis nada!


Entre racha de insultos y racha de insultos dejaba la radio puesta: así nos aprendimos de memoria la programación de Radio Olé, a la que nos veíamos expuestos a un volumen capaz de hacer tambalear el ánimo más templado. O lo que era peor, la dejaba alta pero desincronizada, y era como si tuviéramos al lado una máquina grande y vieja, con el mecanismo averiado pero aún así a pleno rendimiento.



Ella, la vecina, se había presentado un día, resoplando y sudando –se trataba de una mujer bastante gruesa–, ante el portero de la finca. Vivía en el edificio contiguo, y colindaba con nosotros por la terraza y los tendederos. Aseguró que le tirábamos porquería a su ropa y se quejó de que nuestro hijo pequeño, entonces con tres años, la había llamado “alcahueta”. Exigía que nos excusáramos.


El portero nos trasladó la queja. Toda ella era absurda. No le contestamos.


A partir de aquel momento se lanzó con sorprendente energía a insultarnos día y noche. Se había obsesionado con nosotros. Primero se centraba monográficamente en mi mujer, luego amplió su atención a toda nuestra familia.


–¡Bastardos! ¡Apocalípticos! ¡Escrofulosos! ¡Pazguatos! ¡Fantoches!

Parecía el capitán Haddock, que en las aventuras de Tintín siempre está dispuesto a sorprender con una nueva imprecación.

Pero para nosotros se convirtió en una pesadilla. En la cocina no podíamos guisar ni comer tranquilos; mis hijos tenían que cambiar de cuarto para estudiar; en las zonas próximas a su área de influencia sonora no había quien se concentrara.



Con todo el estrés que conlleva sentirse objeto de las amenazantes atenciones de una posesa, de la que se ignora hasta donde puede llegar.

Me sorprendo al constatar que en esta lucha se fueron diluyendo tantos años de nuestra vida. Tantas denuncias sin resultados, tantas consultas a especialistas de todo tipo, incluso un juicio –por injurias– que ganamos.


–¡Volveos a las barracas, de donde nunca debisteis salir! –bramaba la vecina tóxica en plena efervescencia clasista.


Fui a ver a un Gran Abogado, uno de los mejores de la ciudad, precisamente especialista en temas inmobiliarios, mi amigo de infancia Tomás N.


–Si tenéis por vecina a una chiflada que la ha tomado con vosotros, lo único de verdad práctico es cambiar de casa, porque legalmente no hay forma de intervenir ni de solucionar el problema –me aconsejó.


–Sí, de acuerdo, Tomás. ¡Pero es nuestra casa! ¡El hogar de nuestros hijos! ¡Muy bien situada! ¡En pleno centro! ¡¿Cómo vamos a abandonarla?!



Los servicios sociales del Ayuntamiento, a los que nos remitimos en incontables ocasiones, acababan indefectiblemente lavándose las manos.


–El tema es complicado, realmente complicado… –se excusaban una tras otras con la mayor amabilidad las sucesivas técnicas en conciliación vecinal que fueron desfilando por nuestro domicilio.


Expertos de los distintos cuerpos de seguridad a los que recurrimos nos intentaban consolar explicándonos a su vez, casi con lágrimas en los ojos, sus propios dramas en la materia.


–¿Una vecina incordiante? ¡Pues si supieran lo que le pasó a mi madre….!


–La situación de ustedes es desagradable, sin duda, lo comprendo; pero yo mismo, que vivo en Gavà, tengo en el piso de arriba a un desequilibrado que…


Una conocida, médica, nos advirtió de que los casos de trastorno delirante crónico resultan duros de lidiar. La misma persona –nos ilustró–, puede resultar un monstruo para el objetivo que se ha fijado –en este caso éramos nosotros– y por el contrario aparentar la más absoluta normalidad de cara al exterior.


Consultas, pesquisas, denuncias, desvelos…. Nada sirvió de nada.


Ella nunca desfallecía. La misma atroz rutina del odio vociferante, día tras día, semana, mes y año. Nos acabamos acostumbrando a que nuestras horas de anhelado descanso doméstico transcurrieran entre la infumable programación de Radio Olé y las lluvias regulares de imprecaciones:


–¡Asesinos! ¡Bellacos! ¡Degenerados! ¡Chupasangres! ¡Sois gusanos que tenéis mil caras, y ninguna vale nada! ¡Ojalá os muráis! ¡En realidad ya estáis muertos!


Cuando se inició el confinamiento general no hubo un cambio inicial en su actitud. La vecina fastidiaba e insultaba como de costumbre.


Pero el quinto día de reclusión se detuvo la música de Radio Olé, y fue un alivio.


El séptimo día cesaron las injurias.


El noveno día oímos que de la ventana de la vecina se elevaba una letanía:


–Espejo de justicia, ruega por nosotros. Trono de sabiduría, ruega por nosotros. Causa de nuestra alegría, ruega por nosotros. Vaso espiritual, ruega por nosotros. Vaso digno de honor, ruega por nosotros. Vaso insigne de devoción, ruega por nosotros…


¡La vecina loca estaba rezando el rosario!


Ya nada fue igual desde ese momento.


El undécimo día se lanzó a recitar reflexiones de una complejidad que me sorprendió para lo que cabía esperar de su enajenado cerebro:


–¡Llegará el día en que hasta el océano se secará! ¡Llegará el día en que hasta la tierra se consumirá! ¡Pero nunca llegará el día en que se agote el sufrimiento de los humanos, que lastrados por la ignorancia y el deseo, reanudan una y otra vez el ciclo de las existencias! –gritaba.


Y otras de este estilo. Eran enseñanzas budistas.


El decimotercer día repitió un largo discurso de Churchill, y casi consiguió emocionarnos.


A partir de la tercera semana de confinamiento, la vecina tóxica largaba cada tarde, antes de la hora de los aplausos, una reflexión positiva de un motivador contemporáneo.


–Para mejorar tu vida y obtener tus objetivos hay una frase que debes borrar de tu cerebro, y es ésta: “No puedo” –aullaba.


Dado que la vecina no escatimaba lugares comunes, esta fase resultó algo difícil, pero sin duda mucho más llevadera que las cataratas de odio a los que nos había tenido acostumbrados.


Cuando por fin retornamos a la vida normal, entre las muchas alegrías que experimentamos, a mi mujer y a mí nos torturaba una inquietud. ¿Volvería la vecina tóxica a las andadas?


Transcurrió una semana, y otra, y otra.


Silencio total en el piso de al lado.


Había que indagar. Pero muy cuidadosamente, ¡no fuera que la reactiváramos!


Con la mayor discreción iniciamos un sondeo vecinal. A través de unos amigos comunes contactamos con una fisioterapeuta que vivía en su escalera. Quedamos con ella en la cafetería de la esquina.


–Su apartamento está vacío. Creo que la vecina se ha ido de la casa –nos informó.


–¿A dónde ?


– Me han dicho que a un centro de meditacion Vaduni en Albacete.


–¿Qué es “Vaduni”? –pregunté.


En periodismo nos enseñan que toda información relevante debe ser confirmada al menos por dos fuentes distintas. Buscamos una segunda fuente. Una prima del administrador de fincas del inmueble colindante, que nos debía un favor, nos puso en contacto con su pariente. Le telefoneamos.


–¿La vecina del 5.º 4.ª? ¡Dios, qué mujer tan complicada e insufrible! ¡Menos mal que se ha largado! ¡El peso que nos hemos sacado de encima!


–¿Sabe adónde fue?


–Me dijo que en la etapa de confinamiento había experimentado una crisis de conciencia que la había sacudido a fondo. ¡A ella! Ahora quiere consagrar su vida a ayudar a los demás, se ha hecho coach y va a establecer su consultorio en Manresa.


Volvimos a casa tranquilos aunque algo perplejos. Nos sentamos en la cocina y empezamos a preparar la merienda. Comenzó a sonar una música a través de la ventana.


–Por cierto –había añadido el administrador de fincas–, pueden estar contentos. Su nuevo vecino sí que es una perita en dulce. El hombre más educado del mundo. Culto y sensible, un trompetista.



Sergio Vila Sanjuán
La Vanguardia


   
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