Dilluns, 28 d'octubre de 2024



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Antonio Iturbe: Juan Marsé ha muerto de pie
acec21/7/2020



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El escritor barcelonés ha fallecido a los 87 años dejando una obra fundamental para entender la España del siglo XX

  
Marsé era un gruñón porque lo que más odiaba era la docilidad. Sus novelas: Un día volveré, Si te dicen que caí, Rabos de lagartija, Ronda del Guinardó, Últimas tardes con Teresa… conforman una mirada brillante y profunda, ácida pero no exenta de ternura y sentido del humor, de esa Barcelona de los vencidos por la victoria rencorosa del franquismo que trataba a pie de calle de encontrar rendijas de luz en medio de una grisura aplastante.


Tras una larga época sufriendo diálisis, los problemas renales lo han vencido a los 87 años, pero no lo han derrotado. Porque sólo es derrotado el que no lucha por lo que cree.



Reproducimos una entrevista publicada en la edición impresa de Librújula de 2016, en la que tuvimos el privilegio de que nos recibiera en batín en su propio piso del Ensanche de Barcelona al hilo de la publicación de la que ha resultado ser su última novela, “Esa puta tan distinguida”, que él considera en esta conversación su obra más autobiográfica.


En el portal de la calle del Ensanche de Barcelona donde vive Juan Marsé nos topamos con su esposa, Joaquina, que está comentando los pequeños avatares del día con la portera, dispuesta a salir a la calle estirando del carro de la compra. Le decimos que venimos a ver a su marido y nos dice de manera educada, sin aspavientos, que pasemos, que está arriba, sin dedicar a los periodistas más alharacas que las que dedique al cartero o al señor que viene a revisar la instalación del gas. Marsé nos abre la puerta vestido con un batín de rayas de estar por casa que le da un aire de boxeador veterano. Se disculpa: “Esto no es forma de recibir a la prensa, eso solo lo hacen los políticos”. Y va a cambiarse. La reivindicación de la cotidianidad, la falta de afectación y la ausencia de pirotecnia forman parte de lo que es y significa el Marsé escritor. Naturalmente que la modestia es la más alta forma de la inmodestia. Marsé no es modesto. Simplemente, es Juan Marsé.


En su escritorio de mil fetiches, cuadros, fotografías de actrices de los años 1950, un retrato de Gil de Biedma, libros y mil papeles, un ordenador Mac de última (o penúltima) generación señala que aquí el tiempo no se ha detenido, tan solo se ha condensado hasta convertirse en materia literaria. El ordenador es nuevo, pero la manera en que Marsé aporrea el teclado es antigua, como si estuviera dándole a una de aquellas máquinas de escribir Olivetti donde había que clavar las teclas hasta la empuñadura. Porque Esa puta tan distinguida es una pieza que encaja perfectamente en puzle de la memoria y el sueño de la memoria que lleva construyendo desde hace más de cincuenta años. Nos lleva hasta el caso del asesinato de una prostituta al inicio de la posguerra, en la cabina de proyección de un cine del Barrio Chino.


Se han cumplido cincuenta años de “Últimas tardes con Teresa” y sigue sin dar un paso atrás. Publica “Esa puta tan distinguida” (Lumen), que no es otra que la memoria, tan engañosa que levanta espejismos donde solo hay arena. Un escritor (él mismo, convertido en personaje) es requerido cuatro décadas después para escribir el guion de esa historia para hacer una película y decide que su mejor fuente de información es el propio asesino, que pasó treinta años en la cárcel. Así que asistiremos a las entrevistas que el escritor hace a ese asesino con problemas de memoria, retratado como un hombre aparentemente inofensivo pero lo suficientemente ambiguo para hacernos dudar.


En la auto-entrevista que se hace como entrada de la novela, tal vez con la vana ilusión de responder a todo lo respondible y librarse de la tabarra de los periodistas que le vamos a hacer una y otra vez las mismas preguntas, deja algunas perlas cultivadas:


“La tecnología está acabando con el cine”.

“La identidad nacional me la trae floja. Se trata de una estafa sentimental”.

“Soy algo más que laico, soy decididamente anticlerical”.

“La verdadera patria del escritor no es la lengua, sino el lenguaje”.

“A los políticos de este país la cultura les importa una mierda y por eso la dejan en manos de ineptos y carcamales”.

“Cualquier forma de nacionalismo me repugna. La patria que proponen los nacionalistas es una carroña sentimental”.


Tiene fama de gruñón, incluso a ratos le gusta cultivarla, pero cuando te sientas frente a su escritorio lleno de mil cachivaches, papeles y recuerdos, tiene con las preguntas seguramente mil veces repetidas, una paciencia infinita.


Nos habla de un asesino al que le cuesta recordar. Una vez más, nos empuja hacia el laberinto de la memoria y el olvido…

Yo diría que es el tema central de mis libros, pero no enfocándolo sobre mí, sino buscando un tema que sea de interés para el lector.

El asesino Sicart, tras haber pasado treinta años de cárcel, dice: “Oiga, ¿es que no tengo derecho a olvidar?”. ¿Lo tenemos?

Claro que sí. El derecho a olvidar es indiscutible.

Pero hay quien puede aprovecharlo para a echar tierra sobre las fosas…


Yo tengo derecho a olvidar lo que se me antoje, siempre y cuando lo que usted quiera olvidar sea de su exclusiva pertenencia y no afecte a otras personas. Por ejemplo, cuando un político de derechas dice “olvídese usted del pasado” siempre hay algún interés. Entonces hay que responderle que no, esto no lo quiero olvidar, no debo olvidarlo porque afecta a la memoria colectiva.


Es un tema de actualidad…

Lleva demasiados años de actualidad. Hay estamentos empeñados en que se olviden ciertas cosas. La memoria nos tiende trampas y nos hace caer.


¿Pero la memoria no nos levanta también y nos hace ser quienes somos?

Sin memoria seríamos muy poca cosa, prácticamente nada.


La memoria está llena de fantasías. ¿Hay una frontera entre la memoria imaginada y la memoria vivida?

Esto es muy personal. Hay gente con una capacidad imaginativa tal que se les mezcla lo vivido y lo soñado. A mí mismo me ha pasado. A veces tengo un recuerdo muy detallado de niño y, al comentarlo con la familia, me lo desmienten: “Eso que dijiste que hiciste tú, lo hizo tu hermana”. La memoria también trabaja por su cuenta. Has de corregir esa visión. Yo no sé por qué sucede eso, quizá es una forma de defenderse de los mismos recuerdos modificándolos inconscientemente. Hay recuerdos que tienen vida propia.


Los productores del cine que aparecen en el libro son bastante zafios. ¿La novela es un ajuste de cuentas con el mundo del cine?

No me he tomado la molestia de escribir 250 páginas para ajustar cuentas. Lo que pasa es que entra dentro de los temas que quería tocar cómo se produce la degradación en el trabajo del guionista. Hay algún personaje que está relacionado con alguno en la realidad. Pero no me movía un afán de revancha, sino trasladar una realidad en unos años en que en este país estaban pasando cosas importantes, y destacar que cierto sentido de la ética era importante. Detrás de esas historias están los cuarenta años de franquismo. Eso afectó al cine español como afectó a tantas cosas.


Quizá, tras la muerte de Franco, se esperaba que llegara un gran cine europeo y llegó lo que llegó…

Es así. Hay que tener en cuenta que era la época del destape. Hace poco, la Academia homenajeó a Ozores. El trabajo merece siempre respeto, pero hay que decir que era un cine casposo, con un sentido del humor zafio. Y no tengo buen recuerdo de todo eso.


No ha tenido mucha suerte con el cine…

Pero no se debe a eso. Si me han parecido bien o mal las adaptaciones de mis novelas digo la verdad, que no me gustan, pero aclaro algo importante: no me gustan porque son películas malas, no porque hayan dejado o no de respetar el texto, eso me es indiferente. Me parecería bien que traicionaran el texto para hacer una buena película, pero no ha sido el caso. Por ejemplo, lo que ha hecho Buñuel con Galdós. Son películas más de Buñuel que de Galdós. Porque el director ha puesto ahí su mundo personal y, respetando el espíritu de Galdós, ha hecho una cosa distinta. Vampiriza a Galdós, en cierto modo lo sacrifica, para hacer una buena película. Hacer una adaptación coloreada de una novela no vale para nada, para eso ya está la novela. El embrujo de Shangai de Trueba era hasta demasiado respetuosa con el libro. Hay que decir lo mismo que el libro pero de otra manera.


En el libro habla de sí mismo como “del hombre domado y descreído que intenta revivir aquel episodio”. Domado no parece usted. Pero... ¿descreído?

Descreído sí. Con los años he tenido que rectificar muchas cosas. De joven uno se va a comer el mundo y después decides que es incomible.


Pero en algo habrá que creer para levantarse cada mañana de la cama, ¿no?

Sí, entre otras cosas creo en el trabajo, sin más. Tengo pocas convicciones. Lo que me sostiene es el trabajo y tres o cuatro ideas muy concretas sobre la convivencia, sobre mis relaciones conmigo mismo y con los demás. Pero no soy un entusiasta de ninguna ideología ni de ninguna bandera… todo eso creo que es causa de mucha infelicidad. Volvemos a estar en un momento de mucha vigencia del izado de banderas por aquí. Cansado me tiene ese tema.


La idea de la Cataluña independiente como un país con más recursos, sin corrupción, con trabajo para los jóvenes, como Finlandia pero con buen tiempo… ¿no le parece un sueño goloso?

Últimamente me he reído mucho con ese manifiesto para que en Cataluña se hable exclusivamente el catalán. Es otra fantasía, es imposible. La relación con España, que incluye la lengua, es lo que hay después de tantísimos años. ¿Qué va a pasar en una familia donde los padres vinieron de Andalucía o de donde fuera? Nadie se va a plantear dejar de hablar su lengua. Yo en casa, con mi hija, hablo en castellano y con mi hijo, en catalán. Cuando ves plantear eso por señores sesudos, políticos en el Parlamento, te planteas ¿Qué país es este? Un país de fantasía.


La cinéfila criada, el personaje más divertido de la novela y quizá el más agudo, nos acaba diciendo “Venga lo que venga, no se lo tome demasiado en serio…”

Es lo único que se puede hacer.


¿Le salva el sentido del humor?

Hay bastante coña en la novela.


Aparece un programa de varietés de barrio en que se anuncia a “Pilar Rajola, contorsionista verbal y cómica radiofónica” o “Rufián y Tardá, afamada pareja de payasos volatineros y saltimbanquis”.

Sí, está ahí para divertirme, pero también es una forma de defenderme de esa gente. El Rufián… que se presenta como charnego, como si eso fuera una condición. Luego está el episodio del centro de internamiento de Cienpozuelos, donde detrás está Vallejo Nájera y tampoco lo quise disimular mucho… aplicaba métodos nazis en el lavado de cerebro a anarquistas y marxistas. Pero intenté meterle mucha coña al asunto, como cuando descubre que a los maricones les dan alas de pollo, se hace pasar por uno. Porque me di cuenta de que, si me ponía muy serio, el tema podía escapárseme de las manos.


Durante toda la novela pensamos que nos iremos sabiendo por qué la mató, pero…

En ningún momento pretendí llevar esto a la novela policiaca, me tienen harto con eso del auge de la novela policiaca. El asesino siempre ha de ser descubierto. Pero no se trataba de eso.


Encontramos a personajes de otras novelas, como la señora Mir…

Aparecen la señora Mir y el falangista medio pirado de Caligrafía de los sueños. Es que la historia de Sicart y la prostituta tenían que formar parte de Caligrafía de los sueños. Pero me fue creciendo tanto que la tuve que quitar y dedicarle un libro aparte.


Y aparecen muchas referencias a su propia vida, a este mismo piso en el que estamos ahora.

Posiblemente sea la novela más autobiográfica, en la que hay más referencias personales. Y eso siempre me da mucho miedo porque no me considero nada interesante como tema literario. Es como si te desnudaras.


¿Pero el escritor protagonista es o no es usted? ¿O las dos cosas?

Hay muchas cosas que son experiencias propias, como lo de nadar en la piscina. Pero eso no tiene por qué interesar al lector. Pretendo que el relato se aguante por sí mismo. Soy un entusiasta de la ficción, más que de la realidad. Lo que pasa es que, al final, la realidad se impone y te descubres hablando de cosas que te han pasado, aunque las enmascares. Pero todo es mentira. Al final todo es inventado.


Dice en el libro que no entiende “por qué tiene más prestigio el naufragio del Titanic que el del Pequod” descrito en Moby Dick.

A mí me interesa más el del Pequod porque es inventado, pero luego viene la trampa: no es totalmente inventado, hubo un naufragio de un ballenero que inspiró a Melville. No hay escapatoria. Uno se esfuerza en transformar la realidad, en disfrazarla, en convertirla en un cuento fantástico… pero al final la realidad se acaba imponiendo.


Cuando se plantea un libro, ¿avanza a ciegas o tiene una estructura milimetrada?

Tengo muy claro el propósito, pero no el cómo conseguirlo. Sé lo que quiero contar, pero hasta que no encuentro la voz adecuada, no tengo nada. Puedes tener un esquema, pero no tienes nada. El tono es lo más importante. La Plaça del Diamant de Mercè Rodoreda... lo que cuenta es de lo más cotidiano, corriente: lo importante es el tono moral de esa voz. Por eso ese tipo de novelas adaptadas al cine no funcionan, porque la voz que cuenta la historia es otra. La voz transmite algo más de lo que cuenta


Y con toda la que está cayendo, ¿no le tienta venirse a contar una novela sobre la actualidad?

Es que no dejo de escribir sobre la actualidad, en cierta manera. Esta novela, si no fuera actual, no sé qué diablos podría ser. Lo que ocurre es que no le doy importancia a lo que en términos periodísticos se suele llamar “rabiosa actualidad”. Guerra y paz de Tolstói es una novela muy actual y, en cambio, muchas novelas publicadas hace seis meses no me parecen actuales. No me gusta manejar teorías sobre la novela, prefiero fiarme del instinto. Pero los valores que propone la novela han de estar más allá del paso del tiempo y, si no, no vale.


Dice que siente “como si arrastrara el pesado fardo de una impostura y una impericia que ya sería hora de asumir públicamente”. Pero, después de sesenta años de carrera, de veintitantos libros, de recibir el Premio de la Crítica, el Nacional de Narrativa, el Cervantes… ¿aún siente esa inseguridad?

La sensación de que dominas el oficio, no la tengo. La idea de que con los años domino más el oficio que cuando empecé, que la lengua se me resiste menos… ¡nada de eso! Cada vez que empiezas un libro tienes la sensación de que no sabes nada, y que el instrumental y la voz que te sirvió para el libro anterior ya no sirven para este. Has de encontrar un nuevo estado de ánimo, empezar de cero otra vez.


¿Ser escritor es condenarse a una eterna insatisfacción?

El ideal que te impones al empezar una novela, al compararlo con el resultado final es decepcionante. Yo, al menos, siempre me quedo por debajo. ¡Ese intento de hacer una novela definitiva! Yo siempre me había propuesto algo mejor de lo que he acabado haciendo y soy consciente de ello. Lo que ocurre es que al final me digo algo así como: “Pero no te avergüenzas de eso, ¿verdad? No. Pues ya está”.


Antonio Iturbe 


   
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