Diumenge, 24 de novembre de 2024



Castellano  


El arte de seducir a un editor
acec9/4/2022



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Que tiene mucho que ver con el valor del libro, pero también con el éxito e incluso con el hecho de que el escritor en cuestión sea un presentador de telediario. Los más populares, claro, se defienden. ¿Pornografía narrativa?

Es ley de vida. El editor se queja del autor y el autor, del editor. Roger Domingo apuntaba en Jot Down que “uno de los problemas básicos”, a la hora de publicar, es el que “la mayoría de autores, no saben cómo llamar la atención del editor”. Daba algunas pistas. “No sabe [el autor] cómo tiene que estructurar una obra, no sabe qué géneros literarios hay, no sabe que el mercado se diferencia por géneros (…). No sabe que cuando mandas un escrito a un editor, el editor no va a dejarlo todo y va a leerlo. Tienes que seducirlo, convencerlo de la necesidad de leerlo”.


José Ovejero mostraba en Diagnóstico Cultura otras preocupaciones referentes al mercado del libro. “Si un libro tiene éxito, si vende, se hace como que es valioso –cuando el éxito ni quita ni pone valor–. Por eso podemos ver a pelagatos sin sustancia debatiendo en festivales literarios con gente de fuste, o que en un periódico se conceda más importancia a librillos llenos de clichés que a trabajos más ambiciosos”. Cree que este fenómeno se debe a que “nuestro entorno está atravesado por estímulos constantes y por una oferta permanente de entretenimiento y dispersión”.


El mexicano Juan Pablo Villalobos le contaba a Xavi Ayén en La Vanguardia que ve “mucho impostor en la literatura contemporánea (…) Gente que finge sufrir. La historia secreta de la literatura latinoamericana es la historia de la aristocracia y la burguesía. Ver a miembros de esas élites construyendo un discurso de la opresión me parece una falsedad tremenda”. Y deja una intrigante reflexión: “Algunos dicen que son escritores sin haber publicado nada, mucha gente se empeña en serlo, ¿por qué se ponen a escribir novelas los presentadores de telediarios?”.


Javier Cercas, entrevistado por Miguel Ángel Villena en elDiario.es, hace una apasionada defensa de la literatura popular. “No hay géneros mayores o menores, sino buena o mala literatura. Así de claro (…) Entre las élites literarias existe esa falsa superstición de que la buena literatura tiene que ser minoritaria (…) al tiempo que consideran que la literatura popular es de segunda categoría. La literatura debe salir de las catacumbas porque si pierde la conexión con lo popular, está perdida. En definitiva, asociar la calidad con lo minoritario solo obedece al papanatismo y el esnobismo”. Y apostilla: “el oficio de novelista incluye meterse en líos y pisar charcos”.


Otro valedor de la literatura popular es Eric-Emmanuel Schmitt (La Vanguardia). Defiende que su obra “encaja en los cánones de la literatura comercial, con un lenguaje sencillo, desengaños amorosos, traiciones, lucha por el poder, derivas folletinescas, didactismo”.


El que está muy preocupado con el olvido del gran tema de la corrupción en nuestra literatura es Javier Valenzuela. Le muestra su disgusto a José Ramón Alarcón (Makma). “Los autores negros y negras que escriben sobre asesinos en serie que recorren la geografía peninsular destripando a pobres muchachas y dejando sus cadáveres en posiciones inverosímiles –autores de novelas llenas de sangre, semen, fluidos vaginales, vísceras y mala escritura–, hablan de un tipo de crimen que apenas existe en España.(…) Pero, claro, para esos autores que ganan premios multimillonarios lo fácil es evadirse de la realidad, contar cosas que no molesten a nadie (…) Si yo hago una novela sobre alguien que recorre el mar Cantábrico asesinando a muchachas y practicando ritos satánicos, pues igual gano el Premio Planeta y me dan un pastón (…) La pornografía narrativa tiene muchos lectores”.


Jaume Plensa confiesa a Jordi Corominas (El Confidencial) que no tiene buena opinión de los arquitectos. “No diré nombres, pero el espacio público está sembrado de malentendidos, no sólo en el arte, asimismo en la arquitectura. (…) El arquitecto muchas veces no tiene presente lo que hay a su alrededor, sino sólo su edificio, algo que ha hecho mucho daño al urbanismo en general. El artista puede ayudar al arquitecto a mostrar que los edificios tienen alma y no sólo son un cuerpo, hasta perturbar el buen funcionamiento de la comunidad (…) Por desgracia el espacio público depende de funcionarios mediocres, no de grandes pensadores, sino de pequeños poderes que imponen, eso también causa su salvajismo. (…) Invito al riesgo, tanto a artistas como a políticos, es un camino compartido, no solitario”.







   
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