Divendres, 22 de novembre de 2024



Castellano  


Rosa Ribas "La escritura es distancia, requiere cierto desapego"
30/7/2024



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La autora catalana se desnuda en 'Peces abisales', un libro de recuerdos y vivencias muy personales que le permiten explicar cómo ha llegado a ser la escritora que es


Cuenta Rosa Ribas (El Prat de Llobregat, 1963) en su último libro –y también el más personal– que cuando tenía 17 años se transformó en un pez abisal. No se rían, no es extraño: años antes, cuando iba al colegio, fue extraterrestre durante una semana, o al menos así lo creyeron sus compañeros gracias al poder de la fabulación y al papel de plata con el que cubrió sus dientes. Los peces abisales "son solo una mandíbula de enormes dientes filosos y ojos saltones", y así se veía ella cuando viajó a Gales con el coro del instituto para participar en un concurso, con sus gafas de culo de botella y su redecilla de pubilla catalana en el pelo: como una criatura monstruosa obligada a abandonar las profundidades marinas y a pasar un día en la superficie terrestre. 


Esta anécdota –¿desternillante? ¿triste?–, que ya contó en EL PERIÓDICO, es el punto de partida de Peces abisales, un conjunto de vivencias contadas en forma de relatos, muchas veces humorísticos, que, asegura, la han convertido en la escritora que es hoy: una de las mejores autoras españolas de novela negra (lo de 'dama' le parece un topicazo). Suyos son, entre otros, Cornelia Weber-Tejedor, la comisaria medio gallega, medio alemana, que trabaja en Fráncfort (Entre dos aguas, Con anuncio, En caída libre y Si no, lo matamos), y los Hernández (Nuestros muertos, Los buenos hijos y Un asunto demasiado familiar), el clan de detectives que tiene su centro de operaciones en el barrio de Sant Andreu de Barcelona. Unos protagonistas, "más personas que personajes", de los que se ha enamorado, como los lectores se han enamorado de Rosa, esa niña que "nació siendo ya mayor edad", según su padre, una madrugada de 1963, cuando el médico que debía practicarle la cesárea a su madre acabó de leer El gatopardo. "Si llega a estar leyendo Guerra y paz, habría nacido por la mañana, y si fuera En busca del tiempo perdido... no lo cuento", bromea.


¿Cómo definiría Peces abisales? Son unas memorias noveladas, un anecdotario de infancia y adolescencia, un manual para ser escritor…  

Yo creo que, si unimos todo esto, solo nos faltan un par de preposiciones para dar con una definición perfecta. Es un conjunto de relatos de mi vida que me permiten explicar el camino que me ha hecho escritora, por qué soy la escritora que soy, qué me ha llevado a ser la escritora en la que me he convertido. Porque desde niña ya estaba atenta a situaciones de las que, sin saberlo, iba aprendiendo. Y para contarte a ti misma, te cuentas con historias, te cuentas con relatos que te ayudan a explicar cómo aprendes a mirar, cómo aprendes a tener una actitud ante la vida, cómo aprendes a contar y, en definitiva, cómo aprendes a escribir.


Es la primera vez que escribe en primera persona, la protagonista es usted. ¿Cómo dio ese salto?

De forma muy natural, porque es un libro que, en cierta manera, se ha escrito solo. Pero también con miedo, porque todo lo que había hecho hasta entonces era ficción y básicamente género negro, que es como escribir con una máscara muy marcada, hecha casi a la medida, y aquí me presento al lector sin disfraces: yo soy yo. Mientras escribía, todo era fluido: un recuerdo me llevaba a otro y un relato a otro… Pero cuando lo tenía ya acabado empecé a pensar en cómo iba a ser recibido, si los lectores –anónimos o allegados– iban a entender esa necesidad que tenía de explicarme, y en ese sentido me ha dado muchas alegrías, porque es un libro bastante amable, con toques de humor incluso, y así lo han acogido.


En la superficie es un libro simpático, pero si se escarba un poco te das cuenta de que la protagonista, la niña Rosa, la adolescente Rosa, no tuvo una vida tan feliz.

Hay un fondo doloroso que está latente, es cierto, pero justo los peores momentos son los que están contados de forma más divertida. No es nada agradable ser la niña gafotas que ve monstruos y a la que incluso insultan por la calle, por eso transformo esos episodios. Porque si yo cuento algunas historias tal como la sentí, acabo llorando, porque me siguen tocando, sigo viéndome en todas ellas.


 ¿No es esa otra máscara? ¿No es una traición a la pequeña Rosa?

Yo siento más bien que la estoy reivindicando, que le estoy haciendo justicia. Es como si le dijera a mi yo de 10, 12, 15 años: "Fíjate, aquí estamos. Lo hemos conseguido". Este es mi relato y, como lo cuento con humor, escapo del rol de víctima: "Todo eso sucedió, pero te vas a reír porque yo te lo voy a contar así". Es una forma de apropiarse del relato. La ironía, el humor, es una máscara, por supuesto, pero también un recurso para hacerte dueña de lo que cuentas.


¿Qué queda de aquella niña?

Todo, todo. Mientras vivimos, a medida que evolucionamos, se van sumando capas, y todas esas capas siguen ahí. Cuando escribes una historia como esta, regresas a estos estratos que han ido conformándote y entonces te das cuenta de que mucho de lo que eres hoy ya estaba en tu niñez, en tu adolescencia. Vienes de ahí y sigues estando ahí. 


Los escritores son buenos mentirosos, si no los mejores. Hay grandes memorias... plagadas de mentiras. ¿Ha caído en esa tentación en Peces abisales?

En todo relato hay una construcción: hay una elección de historias, hay una elección de personajes, hay una elección de palabras... Y en este también. Cuando digo que son mis recuerdos, debo decir que son los recuerdos que yo tengo en este preciso momento. Algunos de ellos incluso los pongo en duda, porque pienso: "Es que era demasiado pequeña, yo no puedo recordar esto". Seguramente me lo han contado, puede que haya fotos, y con todo ello me he hecho una imagen que visualizo a la perfección. 


 Insisto: ¿qué parte es real y qué parte es inventada? ¿O todo es cierto? Hay episodios casi fantásticos. 

A veces no es tanto que cuentes una mentira como que no cuentas todo, dejas cosas fuera, o acabas de perfilar otras. Al usar el yo, en realidad creo un personaje que se llama yo. Quizá no recuerdo todo al cien por cien, pero entonces hago lo que he hecho siempre: completar lo que no sé, porque si no quedaría un agujero y a mí no me gustan los agujeros. A mí me gusta rellenar, que es lo que he hecho toda mi vida: rellenar agujeros para que todo cuadre. Pero una vez que lo he escrito, me lo creo, lo fijo así en mi memoria. Cierro los ojos y lo veo. Igual, dentro de unos años, lo releeré y diré: "Pues, vaya, no era así". Mi recuerdo se habrá trasformado quizá porque me han contado algo, porque he visto una foto, porque me ha venido un flas…

¿Qué cosas ha dejado fuera?

 ¡Muchas! Podría escribir este libro el resto de mi vida… Además, desde que salió publicado, están volviendo a mí muchísimas más historias, es una gran red que sigue tejiéndose. Pero yo quería que fuera un libro breve e intenso, así que está lo que tiene que estar.


Haga una excepción… cuénteme algo que no haya relatado.

Mmmm… Al hilo de lo que hablábamos de los recuerdos… Tengo una foto en la que aparecemos mi hermana y yo de niñas, en un circo, junto a unos leoncitos. Estamos llorando, porque aunque eran pequeñitos estábamos asustadas. Mi hermano no sale, porque no lo llevaron, era muy chico, pero sin embargo lo recuerda. En su cabeza, él también fue, porque nos han contado tantas veces ese episodio que ha acabado fijándose en su memoria.  


 Es una anécdota curiosa pero en el fondo da miedo…  

Sí, porque demuestra lo fácil que es manipular a la gente. Nosotros vivimos en un mundo muy caótico, muy complejo, con muchos estímulos, y le ponemos orden cuando lo contamos. Cuando nos sucede algo, necesitamos contarlo para integrarlo: ya sea porque es una anécdota divertida, porque es un suceso terrible... Pero cuando lo cuentas creas también un relato, y ese relato lo puedes ir modificando sin darte cuenta según la respuesta que recibas: estiras un poquito esa parte que ha gustado más, reduces otra que no ha calado tanto, cambias los planos y lo que era el leitmotiv acaba siendo un detallito. El relato es nuestra forma de organizar el mundo, pero si no estamos atentos, si no hacemos una lectura crítica de lo que se nos cuenta, nos lo pueden organizar desde fuera, nos pueden vender cualquier historia. Da mucho miedo.


"Los miedos nunca desaparecen, simplemente se transforman", señala en su libro. ¿De qué tiene usted miedo?

Oh… de tantas cosas que no acabaría de enumerarlas. Tengo una personalidad bastante fóbica , sufro una claustrofobia brutal, por ejemplo, pero como esos miedos me han acompañado siempre, también sé cómo enfrentarme a ellos. Todos tenemos una serie de miedos muy interiorizados, que no nos abandonan, porque los miedos son muy proteicos, a medida que evolucionamos se van acomodando a nuestra situación. Yo ya no pienso que hay monstruos debajo de la cama, claro, pero de vez en cuando aún miro por si acaso, ja, ja, ja. 


Y eso lo dice una mujer que siendo veinteañera viajó a Alemania para estudiar un año y al final se quedó allí tres décadas. Lejos de la familia, lejos de los amigos, lejos del barrio que conocía…

 Yo he sido muy feliz en Alemania, es como mi segunda casa, pero también tuve miedo, claro. Y fue duro porque siempre eres la extranjera. Tras 30 años, hablo muy bien alemán, pero tengo acento y lo voy a tener siempre, así que, en cuanto abro la boca, ya me están haciendo sentir que no soy de allí. No es una crítica: la experiencia de la extranjeridad ha sido determinante para mí, para lanzarme a la escritura y para ser la escritora que soy. Me permitió redescubrirme, ver todo con una mirada fresca, pero sin creerme el centro del universo, desde fuera… Siempre he sido muy observadora, pero allí realmente sentí que mi lugar en el mundo está siempre desplazado, alejado del centro. Es una mirada quizá algo excéntrica que muchos de mis personajes han heredado, no con el sentido de estar como una cabra, ja, ja, ja, eso no, sino con el sentido de mirar desde un punto alejado, porque desde ahí ven más cosas. Lo relativizas todo y tienes una visión más amplia.


Para mí, sus personajes, más que excéntricos, son cotidianos, de andar por casa, lo cual quizá todavía sorprende en un género como la novela negra.

Es que antes que personajes me gustan que sean personas. Existe esa imagen del detective divorciado, alcohólico, gris y solitario. Pero es un estereotipo literario que tuvo su lugar y su tiempo. No estamos en Los Ángeles en los años 40, estamos en Barcelona, en Europa, en 2024, y mis protagonistas –ya sean los detectives Hernández, o la comisaria Cornelia Weber-Tejedor, o la periodista Ana Martí– tienen una familia, problemas mundanos, amigos del barrio… La novela negra tradicional nos ha marcado, tiene su lugar en la historia de la literatura, pero escribir hoy sobre detectives así es un anacronismo. Si ves en la calle a un tío con gabardina que se te acerca, lo primero que piensas es que es un exhibicionista y te largas pitando, ja, ja, ja. Mis personajes son más humanos y mi novela negra…


 Más doméstica.

Sí, más cercana. Aunque tampoco necesito definirla. A los humanos nos gusta poner etiquetas pero debemos evitar caer en la tentación de etiquetarlo todo, porque si no acabaremos con tantos cajoncitos chiquitines como libros se escriben. 


 Sus novelas son más cercanas, pero mantienen características de la novela negra tradicional, como la crítica social.

 ¡Por supuesto! Hay un componente de crítica social, pero no es el objetivo. Hace años, la novela negra era un género de segunda, diría incluso que menospreciado, y los escritores que la cultivaban solían reivindicarse diciendo: "Yo denuncio injusticias, soy un cronista de los males de la sociedad". No, no quieras justificarte. Quizá tu novela hace pensar al lector en esas lacras, pero yo considero que cuando estoy escribiendo novela negra –como ahora que estoy con el cuarto libro de los Hernández, aunque dije que era una trilogía– esa no es mi primera función.


Igual que los Hernández iban a ser tres novelas y ahora ya va por la cuarta, ¿habrá segunda entrega de Peces abisales? Quizá centrada en esa larga etapa en Alemania.

R. No lo descarto, pero no ahora... La escritura es distancia, requiere cierto desapego. Tú puedes hablar de algo que te acaba de pasar, pero muchas veces no lo puedes escribir porque no tiene ese reposo, estás demasiado implicada emocionalmente. Cuando ya ha reposado, puedes verlo desde diferentes ángulos, puedes rodearlo, puedes comprenderlo y, al final, puedes escribirlo. Es escribiendo cuando ordeno las cosas y entiendo el mundo, más que hablando. 

 "Lo poco que entiendo del mundo, lo entiendo cuando escribo", señala en el libro. 

 Exacto. "És quan dormo que hi veig clar", como decía J. V. Foix.


Uno de los poemas que versionó Joan Manuel Serrat.

 ¡Qué poema tan bonito y qué maravilla de canción! Pues en mi caso sería algo así como "es cuando escribo que veo claro".






   
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