En el silencio de la madrugada, cuando el mundo duerme y solo permanecen despiertos los amantes de la barra de bar, los insomnes que matan su irredenta vigilia mirando el televisor y los escritores en trance, surge esa pregunta inevitable que todo autor se hace frente a la página en blanco: ¿por qué escribo? La respuesta es un laberinto de espejos donde cada reflexión devuelve una imagen distinta de nosotros mismos.
Siempre he pensado que, en primera instancia, escribimos para nosotros. Para exorcizar demonios, para comprender y arrojar algo de luz a nuestra propia vida, para habitar mundos posibles donde las reglas sean distintas. Es ese impulso primigenio, esa necesidad visceral de imaginarse otros, lo que da origen a toda literatura. Sin embargo, llega un momento en que el texto reclama su independencia. Como un hijo que abandona el hogar, los manuscritos maduran hasta el punto en que necesitan encontrar sus propios lectores. Es entonces cuando la escritura, ese acto profundamente íntimo, debe transformarse en un objeto público. La conciencia de ese momento en que el texto quiere volverse libre y salir en busca de nuevos sentidos e interpretaciones genera en todo escritor una angustia vital: la confrontación de su propia intimidad con otras conciencias desconocidas. André Gide lo expresó con estas palabras en su Diario: “No he sido nunca más modesto que al obligarme a escribir cotidianamente en este cuaderno páginas que sé y siento tan pertinentemente mediocres, repeticiones, balbuceos, tan poco apropiados para hacerme quedar bien, para ser admirado o amado…”. Ese salto del “yo” a “los otros” no es sencillo. He visto manuscritos extraordinarios que nunca llegaron a ser libros porque sus autores no estaban preparados para esa impúdica exposición. Una de las grandes tareas del editor es ayudar al autor en esta tesitura que muchas veces afecta a sensibilidades profundas de ambos.
Los caminos de la publicación
Hoy, más que nunca, los caminos hacia la publicación son múltiples y complejos. La editorial tradicional, ese guardián histórico de la calidad literaria, sigue siendo para muchos el camino deseado. Como editor tradicional, he visto brillar en los ojos de muchos autores ese destello de legitimación cuando se les confirma que su manuscrito ha sido aceptado. Es un momento mágico que ningún contrato de autopublicación podrá igualar jamás.
Pero, seamos sinceros… la autopublicación ha dejado de ser el pariente pobre de la edición. Muchas veces los editores nos vendemos como los grandes legitimadores de la buena literatura. Pero lo cierto es que muchas obras maestras pasaron por muchos rechazos de editores reputados antes de ser publicadas, incluso muchas de ellas han alcanzado el éxito tras ser autopublicadas, ante la desesperación del autor por esa agotadora incomprensión. Si Kafka hubiera vivido en nuestra época, ¿habría ordenado a Max Brod quemar sus manuscritos, o los habría publicado directamente en Amazon? La pregunta puede parecer frívola, pero apunta a una realidad fundamental: la democratización de la publicación ha transformado no solo el mercado editorial, sino la propia naturaleza de la relación entre el autor y su obra. Lo que intento hacer con estas palabras es reflexionar en voz alta sobre sendos modelos, su legitimidad y su conveniencia.
Este asunto va más allá de la simple dicotomía entre modelos, porque la industria del libro, con la digitalización, la impresión POD y la distribución 1 a 1, ha añadido capas de complejidad a este ecosistema en el que la distinción entre autopublicación y edición tradicional ya no es tan clara ni está tan definida.
Estamos asistiendo hacia un ecosistema híbrido donde, por una parte, los autores autopublicados exitosos son fichados por editoriales tradicionales; por otra, las editoriales tradicionales terminan creando sus propios sellos de autopublicación; y por último están surgiendo modelos intermedios como la edición por demanda o servicios editoriales “a la carta”. El “destello de legitimación” del editor tradicional sigue siendo real, pero ya no es la única forma de validación. El éxito comercial en autopublicación, la construcción de una comunidad de lectores fieles o el reconocimiento en plataformas digitales se han convertido en nuevas formas de legitimación. Una legitimación más fría, más capitalizada, menos humana, pero a fin de cuentas un recurso que da vida e impulso a obras que, en muchos casos, tienen su público.
La clave está en entender que ambos modelos responden a necesidades diferentes y pueden coexistir. La edición tradicional sigue siendo fundamental para mantener estándares de calidad y desarrollar proyectos editoriales más personales y complejos, mientras que la autopublicación ha abierto nuevas posibilidades para la experimentación y la conexión directa con los lectores. Uno de los aspectos en los que sendos modelos se tocan surge cuando el editor tradicional se ve en la tesitura de solicitar al autor una compra de ejemplares para impulsar su obra. Esto, que es un tabú del que ningún editor tradicional quiere hablar, es bueno sacarlo a la palestra. Al fin y al cabo, nadie se engañe, es una práctica habitual. ¿Puede ser un abuso? En mi opinión, cualquier persona puede abusar de cualquier cosa, pero al margen de esto, y hablo por experiencia propia, en determinados momentos puede tener mucho sentido.
El compromiso con la obra
Recapitulemos: por un lado, está la creación pura, ese fenómeno creativo íntimo de dar vida a pensamientos, mundos y conceptos personales. Por otro, está la realidad económica de la publicación, la necesidad de conectar con los lectores, de navegar las aguas a veces turbulentas del mercado editorial. La madurez de un escritor —he llegado a creer— se mide no solo por la calidad de sus textos, sino por su capacidad para abrazar ambos aspectos de la profesión.
No olvidemos que el editor asume el riesgo de la inversión económica cuando decide publicar un libro. También arriesga solvencia en el mercado: si su catálogo no vende, las librerías dejan de depositar su marca en los estantes. Pierde credibilidad. Y se arruina. No son pocas las editoriales exquisitas e impecables que se han arruinado por este sentido purista del oficio, desapareciendo del mercado y dejando sin aliento a los autores que habían publicado años atrás. Quiero decir con esto que el editor puede permitirse el lujo de arriesgar por algunos títulos, hacer algunas apuestas al cabo del año, pero no lo puede hacer siempre que le gusta una obra.
El autor debe responsabilizarse con su profesión autoral. Esto significa dar cuerpo a una trayectoria, construir una imagen pública en el ámbito de la cultura, forjarse un respeto, una reputación literaria y consolidar una base de lectores fieles. Un autor profesional serio nunca se verá con la propuesta del editor de hacer una compra de ejemplares para sacar su proyecto adelante, porque ningún editor tradicional necesita una garantía de solvencia de un libro suyo: el autor ya se la ha ganado a base de trabajo y dedicación. Pero un autor nobel no puede ofrecer esa garantía. Cuando el dinero que el editor tradicional reserva cada año a apuestas arriesgadas se ha agotado, y, sin embargo, ha visto un filón real de éxito en un original, existe una última posibilidad para sacar adelante ese libro cuyo autor aún no está del todo profesionalizado: proponerle un pequeño apoyo mediante una compra de ejemplares. Yo mismo he sido testigo de cómo esta práctica, cuando se aborda de manera estratégica, puede impulsar significativamente la carrera de un autor.
La compra de ejemplares por parte del autor no es, como algunos sugieren, una capitulación ante las leyes del mercado. Es, en el mejor de los casos, una manifestación tangible del compromiso de un escritor con la vida pública de su obra. Los libros que un autor adquiere se convierten en embajadores de su trabajo, en semillas que pueden germinar en lugares insospechados.
Roberto Bolaño, antes de alcanzar el reconocimiento internacional, era conocido en Barcelona por llevar siempre consigo ejemplares de sus libros, que regalaba estratégicamente a otros escritores y críticos. No era vanidad ni desesperación: era la comprensión profunda de que un libro necesita encontrar sus lectores, y que el autor tiene un papel fundamental y activo en ese encuentro. Esperar que toda la promoción descanse solo en el editor es una torpeza, entre otras cosas porque los mismos medios no se interesan por autores desconocidos, por muchos ejemplares de promoción que envíe el editor.
La síntesis necesaria
El acto de escribir y el acto de publicar son, en esencia, movimientos opuestos: uno hacia dentro, otro hacia fuera; uno solitario, otro social; uno íntimo, otro público. La madurez del escritor consiste, precisamente, en encontrar el equilibrio entre ambos. No todos los textos están destinados a ser publicados. No todos los autores están preparados para ver su obra convertida en mercancía. La decisión de publicar, y el camino elegido para hacerlo, debe surgir de una comprensión profunda de la propia relación con la escritura y con el mundo literario.
La compra de ejemplares es solo un aspecto de esta ecuación más amplia. En el modelo tradicional, puede ser una herramienta valiosa en un momento dado para la construcción de una carrera literaria. En la autopublicación, es una necesidad inherente al modelo. Pero en ambos casos, la decisión debe emanar de una comprensión madura de lo que significa ser escritor en el siglo XXI: ese equilibrista que camina por la cuerda floja entre el arte y el mercado, entre la creación y la difusión, entre la soledad esencial de la escritura y la necesaria sociabilidad de la literatura.
Todas las cosas tienen su momento
Como editor tradicional, sé muy bien que el catálogo es mucho más que una suma de títulos: es un proyecto personal muy delicado donde cada libro dialoga con los demás, donde cada decisión editorial reverbera en el conjunto. Es, en definitiva, la obra de toda una vida, el legado que construimos libro a libro, decisión a decisión.
La práctica de solicitar la compra de ejemplares al autor debe ser, por tanto, excepcional y estar fundamentada en una visión editorial clara. No es una herramienta para compensar decisiones editoriales precipitadas ni para mitigar riesgos mal calculados. Es, en todo caso, un recurso estratégico que debe emplearse con delicadeza.
Un editor que recurre sistemáticamente a esta práctica revela, en el fondo, una fragilidad en su proyecto editorial. El prestigio de un sello no se construye sobre la base de trasladar el riesgo al autor, sino sobre la capacidad de identificar, nutrir y proyectar el talento literario. Cada vez que un editor propone una compra de ejemplares, está poniendo en juego algo muy valioso: la confianza que otros autores, lectores y profesionales del sector han depositado en su criterio.
En cada catálogo se reflejan nuestras pasiones, nuestros aciertos y nuestros errores. Un editor que respeta su oficio sabe que cada decisión de publicación debe responder a una convicción profunda, no a un cálculo financiero inmediato. La compra de ejemplares puede ser una herramienta útil en determinadas circunstancias, pero nunca debe convertirse en un pilar de la política editorial.
Con todo, hay veces que llega al editor un manuscrito que por algún motivo le conmueve, le gusta y quiere apostar por él; pero el autor no tiene obra previa, no tiene audiencia, nadie lo conoce y hasta se muestra esquivo. ¿Qué hacemos entonces con ese libro? Muchos autores suponen que las editoriales somos una especie de fundaciones culturales y que nuestro trabajo consiste en financiar sus publicaciones. Ignoran que la inversión en títulos de autores con perfil bajo no se puede estirar hasta el infinito. Es en ese momento preciso, cuando la calidad literaria y las limitaciones materiales chocan, que la compra de ejemplares puede convertirse en un puente. No es una solución ideal, pero puede ser una vía legítima si —y solo si— está respaldada por una convicción editorial genuina.
Soy consciente de que algunos de mis colegas han caído en la tentación de convertir esta práctica en un modelo de negocio encubierto. Es un error que desvirtúa la esencia de la edición tradicional y que, a la larga, erosiona la credibilidad del sello. La verdadera edición tradicional se sostiene sobre pilares más profundos: la capacidad de reconocer y nutrir el talento, la paciencia para construir carreras literarias, el coraje para apostar por voces nuevas. En este escenario, hay ocasiones en que el apoyo de un autor mediante una compra de ejemplares no solo puede convertirse en una buena oportunidad para que su libro entre en un mercado editorial consolidado, sino para que el editor pueda dar impulso a una obra en la que cree.
Cuando esta tesitura se plantea, muchos autores comprenden y otros muchos se molestan, recelan, se indignan. A ningún editor tradicional le gusta hacer este planteamiento porque se expone demasiado. Si lo hace es porque quiere sacar esa obra, pero las cuentas son las cuentas. He visto personas con libros escritos que han envejecido sin publicar nada porque ni ellos mismos fueron capaces de apostar por su propia obra con una pequeña compra de ejemplares. Eso también es triste, como las horas muertas de la madrugada esperando sin fin que alguien se dé cuenta de nuestro talento incomprendido.