Dissabte, 13 de setembre de 2025



Castellano  


El mundo editorial vuela por los aires
9/9/2025



(Foto:)
 
El editor Enrique Murillo publica 'Personaje secundario', memorias profesionales que incluyen un retrato muy desfavorecedor de Jorge Herralde



Ya saben que aquí consideramos a los editores figuras todopoderosas, pero sólo hasta el día de jubilarse o de ser despedidos, momento en el que son completamente olvidados. Los editores dan miedo mientras tienen despacho. Saben de literatura mientras depende de ellos que te publiquen. Se les dedican libros sólo si van a firmar el contrato del siguiente. No leen. El mundo editorial está en manos de gente que no lee y tira de tarjeta.


Para no ser olvidado no es mala idea escribir un libro, pero gente que estuvo décadas rechazando libros y amonestando a los malos escritores de pronto no es capaz de juntar cinco frases seguidas. El silencio de los editores jubilados me inquieta. Toda una vida sabiendo de literatura y no saben ni escribir.


Un editor que a mí me suena y a ustedes no es Enrique Murillo, 81 años. A mí me suena porque Ray Loriga lo citaba en las entrevistas, puede que incluso le dedicara algún libro. Nunca supe quién era, pero su nombre acompaña en mi memoria literaria a otros cientos de nombres de gente que alguna vez tuvo importancia, en los años 90. Rafael Conte. García Posadas. Isaac Montero. Felipe Hernández. Satué. Pasan los nombres y no queda nada. La literatura es un sueño de pedestales y cócteles.


Murillo acaba de publicar Personaje secundario (Trama), quinientas páginas que prometen visita a “la oscura trastienda de la edición”. Mucha promesa me parecía esa, pues aquí al final nadie se la juega nunca. Sin embargo, Murillo cumple. Es casi escandaloso cómo cumple.


En otro tiempo (siempre los noventa), salían muchas memorias peligrosas y anchas, y la gente se ponía muy nerviosa (las de Juan Antonio Bardem, las de Marsillach…), al punto de que estaba todo el mundo buscándose en el índice onomástico, para leer directamente lo que se decía de ellos. Marsillach, si no recuerdo mal, no incluyó ese índice de nombres en su libro, así que la gente le llamaba y le preguntaba si salía o no, y cómo.


Personaje secundario no incluye nomenclátor, así que los veteranos y vejestorios del mundo editorial deberán ir pasando página a ver si se encuentran, o preguntarme a mí cómo les pone Murillo.


El libro no es, digámoslo enseguida, bilioso, como sí lo eran las memorias de Juan Antonio Bardem, por ejemplo, algo inevitable (la bilis) en un comunista. En realidad, Personaje secundario es gozoso de leer, amable, simpático, sabio y fundamental. Aprende uno muchísimo del sector editorial español de finales del siglo XX, y de quién se acostaba con quién. Aprende uno, mayormente, que todos eran ricos.

 
La cultura, amigos, no es más que una mascota del dinero. Lo hemos dicho muchas veces. Hijos de industriales, de empresarios, de constructores se dan cuenta de que no necesitan trabajar para vivir y deciden hacer arte. Algunos lo hacen bien y, claro, confunden. Pero, en el fondo, la cultura (literatura, cine, fotografía, moda) no es más que el niño, la niña, que nos salió botarate. Es una cosa tristísima, endogámica, patética. A mí llega a darme asco. Gente que nunca ha tenido que trabajar te enseña los secretos profundos de la vida con su poesía. Ya ven.


A todos ellos, en Barcelona, los va trajeando Murillo en sus memorias, que relatan la edición española (o sea, la literatura española) desde finales de los 60, y con una claridad y contundencia nunca vistas. Anagrama, Tusquets. Azúa, Martín Gaite, Pombo, todos ricos. Y los autores que Anagrama, Tusquets y Lumen publicaban por recomendación de Azúa, Martín Gaite o Pombo, todos ricos también.


Porque el criterio parecía ser el nombre de los autores, quién los conocía o con quiénes se codeaban, en qué medio escribían, qué otro autor los recomendaba…”, escribe Murillo. Nuestro hombre trabajó con varios sellos principales en aquellos años, y sólo vamos a seguirle hoy hasta su salida de Anagrama, en 1988. Dice tantas cosas Murillo que no quiero privarles de ninguna.


Habla, por ejemplo, de las liquidaciones. El lector común se cree que la gran sentina de la edición son los premios amañados, cuando en realidad son las ventas. Durante décadas, ningún autor podía saber cuánto vendía, fuera de la cifra que le daba el editor. Murillo afirma aquí lo que todos los escritores sabemos: se las inventan. Para que una editorial pequeña sobreviva, debe robar a sus escritores, decirles que han vendido quinientos, mil, mil quinientos menos de los que han vendido. “Las ventas fue históricamente un asunto que, en la práctica, decidía el editor en función de criterios no relativos a las ventas sino a otras consideraciones”. “El editor se aprovechaba de ser el único que sabía los datos reales de tirada y ventas”.
 

Ese fue el motivo histórico (Balcells) de que empezaran a reclamarse y conseguirse adelantos espectaculares. Un autor que vendía bien tenía a una agente literaria que le pedía a la editorial un adelanto que nunca podría cubrir, lo que significaba que no le podrían robar. Miren qué frase: “Cada vez que un editor me paga royalties sé que no he hecho bien mi trabajo”. Es de Carmen Balcells.


La mitad del libro de Murillo gira en torno a Anagrama, donde trabajó desde 1980. No creo que la historia de esta editorial mítica pueda contarse mejor; tampoco creo que en Anagrama vayan a gustar mucho estas páginas.


Murillo habla de la búsqueda de un espacio, de un carisma, de una revolución. Había que dejar atrás a Cela y la españolidad exagerada, y abrirse a nuevos autores, más modernos y viajados. Esto es muy interesante, sobre todo porque lo consiguieron, incluso publicando a mansalva a los pijos de toda España, desde Cantabria a Málaga. Herralde, el fundador, no quería “mesetarios”, por cierto.


Las cuentas salieron, es sabido, cuando publicaron La conjura de los necios (1982, en español), que vendió cientos de miles de ejemplares. Murillo se adjudica el mérito. De hecho, Murillo viene a decir que, fuera de los escritores “con los que Herralde se va de copas”, el catálogo lo decidía él y Susana Lijmaer (autores anglosajones), sin oposición alguna prácticamente. Herralde, dice Murillo (reitero, porque a Herralde al cabo lo pone verde), estaba obsesionado con ser considerado el mejor editor español de todos los tiempos, por encima de Carlos Barral. Cuando fundó su premio de novela, Murillo le preguntó cómo lo iban a llamar. Y Herralde le dijo: lo vamos a llamar Herralde, Premio Herralde.


 “Su cada vez más explícita (al menos ante mí) intención de convertirse en un editor famoso, capaz de superar en gloria y honores a Carlos Barral.” La modernidad la consiguieron en Anagrama, en los años 80, de una manera tan simple que hoy sólo podemos, sí, flipar. Simplemente, compraban la revista Granta y publicaban a los que decían allí que molaban. Y ya está. Esa fue la gran prospección de la literatura mundial que hizo Anagrama: comprarse una revista en inglés. Por supuesto, el premio incluía la posibilidad de romper todas las normas del propio premio, y una plica se podía abrir para ver quién enviaba la novela y al autor se le podía premiar antes de que el jurado leyera su manuscrito. “Al editor no le costó nada que sus amigos del jurado aceptaran esa decisión”.

 
 Leemos también que a Javier Tomeo le publicaron en Anagrama su primera novela a cambio de que “comprase más de media edición”, o que Mimoun, de Rafael Chirbes, era la novela favorita para ganar el Herralde, hasta que Vicente Molina Foix “intrigó” para ganarlo con la suya.  En fin, cosas.
 

Pero todas estas cosas, sinceramente, no astillan ni un quilate el valor como editor de Jorge Herralde, al menos para este que aquí teclea y que lleva muchos años leyendo libros de Anagrama, y que siendo mesetario (Segovia) y un don nadie fue publicado por él (A bordo del naufragio, 1998). No acaba Murillo, en estas primeras doscientas cincuenta páginas, de bajar al editor de su pedestal.  Sin embargo, el retrato toma tintes más oscuros enseguida.
 

A mitad de libro, se incluye un largo recuento del conflicto Marías-Herralde, que tuvo que ver con las liquidaciones, cómo no. Marías pensaba que vendía cinco mil ejemplares más en España de los que la editorial le había abonado. Murillo deja bastante claro que el autor de Corazón tan blanco no carecía de fundamento para su suspicacia contable, y encima afirma que Herralde consiguió que Negra espalda del tiempo, la primera novela de Marías tras abandonar Anagrama, no fuera traducida en diversos países europeos, bajo amenaza de demanda. Es una acusación o revelación verdaderamente turbia (“oscura”), lindante en el gangsterismo. A mí me ha dejado mal cuerpo.


Lo curioso de esta lucha almodovariana por ser el mejor editor español de todos los tiempos es que nadie se acuerda de quién publicó a Baroja, Unamuno, Gabriel Miró o Machado. Fue José Ruiz Castillo, en varios casos.
 

“¿Sabes quién es Enrique Murillo?”, le pregunto a un escritor barcelonés de mi edad. “Claro. Es muy querido en Barcelona”, me contesta. “Por eso sus memorias las hemos publicado en Madrid”, apunto.




Alberto Olmos- Elconfidencial




   
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