Hace unos días moría la escritora Hebe Uhart, autora que siempre escribió con talento, marcando la distancia justa con la realidad, manejando el lenguaje con facilidad y criterio. Muchos son los huérfanos que deja.
Hebe Uhart. Su nombre me pareció raro cuando descubrí su primer libro de crónicas en una librería de Buenos Aires. La portada reproducía un viejo autobús rojo parado frente a un pilón donde parece verse la esfera de un reloj, una imagen borrosa sobre la cual el título: Viajera crónica.
Comencé a leerlo prestando atención, en primer lugar, a las ciudades que ya conocía: Piriápolis, Arequipa, Tacuarembó, Minas, Asunción, Rosario, Lima, Montevideo... El índice se completaba con otros lugares como La Paz, el Paraná y Formosa. Nadie me había recomendado su lectura, tampoco leí nunca una reseña de su obra; encontré el libro por casualidad, expuesto en la librería. Maravillada, entré en aquella escritura cuya mayor cualidad era su sencillez, la ausencia de pomposidad, y por consiguiente, la proximidad que la autora proyectaba en sus relatos. Como dice Martin Kohan: «Los libros de Hebe Uhart se escriben con sucedidos, con cosas que a la autora le pasaron, sin requisitos de grandiosidad». Sus crónicas nos sitúan en micro escenas donde descubre cómo hablan los paisanos de una zona determinada, poniendo en relieve la importancia de los refranes, que en el habla popular son tesoros llenos de significados. El oído y la mirada al servicio de lo cotidiano apenas perceptible, dotando de encanto cada uno de los personajes que encuentra en sus traslados, nos muestra el lado más humano desde la espontaneidad más pura, desde cómo busca estar cómoda en un hostal de tercera categoría, a las sorprendentes observaciones acerca de personajes con los que se encuentra tanto en estaciones de autobuses como dentro de un café. Mirar lo mínimo, expandirlo para sentir complicidad, como si la conocieras, como si también hubieses estado allí.
Hebe Uhart nació en Moreno, provincia de Buenos Aires, en 1939, se dedicó a la enseñanza de en escuelas rurales de primaria y secundaria, trabajó también en la Universidad. Licenciada en filosofía, su erudición no pasaba inadvertida, un discreto modelo del saber que aplicaba en sus relatos donde en cada uno de ellos abre situaciones relacionadas con su experiencia, la infancia, las escuelas rurales, los personajes que iba conociendo, los objetos de la casa. Hay un relato memorable que se titula «El pudin esponjoso». Su mirada focalizaba situaciones aparentemente irrelevantes, que pasarían desapercibidas si no fuese porque ella las ponía en relieve. En los viajes encontraba siempre cosas nuevas, aprendía de ellos. Comenzó a viajar cuando decidió dejar de escribir cuentos. «El viaje hace descubrir cosas que en la vida hubieras pensado». ¿Qué le motivaba? La curiosidad, alguien le decía ve aquí o allá, ella iba y hablaba con la gente, en alguna ocasión se encontraba, al llegar, que no había nadie, ni siquiera un café para sentarse y escribir.
Como decía, los encuentros que se producen como si el destino nos los pusiera delante para ofrecernos la hebra de fantasía necesaria para creer en el deseo como una fuerza que te va abriendo ventanas en una dirección no pensada. Estando en Viedma hace tres años, la escritora Ana María Grandoso, que vive en Carmen de Patagones -ambas poblaciones están separadas por el Río Negro y aunque son vecinas, pertenecen a provincias diferentes-. Me prestó la residencia de un familiar para que pudiera alojarme durante los días que pasaría en dicha ciudad donde comienza la Patagonia argentina. Un día me dijo: «Mañana vendrá una escritora a visitarnos, anda por aquí investigando las comunidades indígenas». Preparé te y galletas y llamaron a la puerta: Hebe Uhart en persona entraba al salón junto a la poeta Liliana Campazzo. Me quedé sin habla aunque no era necesario hablar demasiado, Hebe no paraba de hacerlo, sus ocurrencias y observaciones eran las mismas que dejaba en sus relatos. Dijo algo así como que entre las comunidades indígenas también había gente «jodida», no todos eran buenos y santos. Pasó la tarde y nos fuimos a tomar un asado en casa de Ana. Allí continuamos las charlas, todo ello queda relatado en uno de sus libros: «Aquí y allá».
Recuerdo que hablaba de sus gatos con ternura. Decía que cuando llegaba la noche apartaba los malos pensamientos. Se reía mucho, una risa en voz baja, parecía que se reía de ella misma y de todo; «¿no es cierto?», decía después, para cerrar el comentario siempre irónico, acerca de cualquier cosa. Recuerdo que una noche nos reíamos con Liliana y Graciela Cros, nos alojábamos en una residencia de estudiantes y compartíamos habitación, en Comodoro Rivadavia. Hebe andaba en nuestra mente como modelo a seguir y nos imaginábamos con un lápiz y una libreta anotando todo lo que veíamos. Yo no lo dejé de hacer y continúo. Mi maestra, aunque nunca fui a sus clases en Buenos Aires. El primer libro que publicó fue «Dios, San Pedro y las Almas» en 1962, en editoriales muy minoritarias, hasta que Adriana Hidalgo comenzó a editar sus crónicas. En 2015 una editorial española publicó unos relatos titulados: «Un día cualquiera». Se trata de escenas cotidianas que suceden en cualquier lugar como una cocina o una escuela rural. La mirada casi inocente, como si por primera vez descubriese cada acontecimiento de la existencia, se desdobla en sus particulares maneras de mirar la vida, como apretando el paso para no ser tentada por el mal de vivir.
«Quién es mi lector. Qué se yo, no sé», decía, y sospechaba que sus lectores o eran del país o de América Latina, se equivocó. Me entero de su muerte en un bar cerca de casa, el pasado 30 de octubre, sentí que me quedaba huérfana, que mi escritora favorita ya era dueña de donde quisiera estar, que la muerte se lo lleva todo, menos su escritura, su hermosa presencia.
Concha García