El ¿intraducible? idioma de la poesía
Cumbre de la creación literaria desde el inicio de los tiempos, el lenguaje poético encierra peculiaridades que se ponen de relieve a la hora de trasladarlo a otra lengua. Cinco poetas y traductores de referencia debaten sobre qué sacrificios y hallazgos surgen de llevar los versos a otro idioma.
“Los escritores hacen la literatura nacional y los traductores la literatura universal”, afirmaba con su habitual sencillez profunda José Saramago uniéndose a Borges, otro maestro de las máximas que tensó la literatura hasta sus límites y para quien traducir era un acto de creación donde el traductor debería tener “carta blanca para mejorar con libertad los originales”. Pero dentro del casi alquímico mundo de la traducción, siempre un reto, destaca como doblemente compleja la traslación a otro idioma de la poesía, pues la operación en cuestión debe salvar en la nueva versión algo tan sutil como es el alma del texto, su espíritu, su esencia, más allá de la simple atención a las palabras. Entonces, ¿hasta qué punto es posible traducir poesía? ¿Es, como se dice, intraducible por definición?
“Que la poesía es intraducible, es un tópico interesado: justifica las propias carencias o los propios fracasos; y la pereza”, asegura rotundo el poeta y crítico Eduardo Moga, que, a sus traducciones de Bukowski, Ramon Llull, Rimbaud y Faulkner, entre otros, ha añadido la más reciente inmersión en la obra de Walt Whitman. “Proviene de una concepción mágica de la poesía, como si fuera algo etéreo, inaprensible, de una naturaleza que no puede captar o reproducir algo tan falible como el lenguaje humano. Pero no”.
Lo mismo opina otro destacado poeta traductor del inglés, Jordi Doce, que ha buceado en los versos de escritores como Paul Auster, William Blake, Eliot, Auden, Charles Simic y Anne Carson. “Si aceptamos que la poesía es una forma de energía verbal y que la energía, como nos enseñaron en la escuela, no se crea ni se destruye, solo se transforma, entonces quizá debamos decir, más bien, que ‘la poesía es lo que se transforma en la traducción’. El poema resultante es otro y el mismo, como el título de aquel cuento de Borges”.
Sobre este particular advierte José María Micó, Premio Nacional en 2006 por su versión del Orlando Furioso de Ariosto y reciente artífice de otra de la Comedia de Dante, que considera imprescindible “tener en cuenta siempre que el resultado no es un texto idéntico al original, sino transformado y adaptado a las circunstancias de sus nuevos receptores. El límite lo ponen las dificultades del original, intrínsecas o de contexto cultural, y las capacidades del traductor”. Y es que, como explica Cecilia Dreymüller, traductora del alemán de Ingeborg Bachmann, Peter Handke y Marcel Beyer, “la poesía es más compleja que la prosa porque es palabra pura, y el dominio que se le requiere al traductor no es solo literal, sino que exige una comprensión absoluta de todos los posibles giros y connotaciones del idioma original y de llegada, además de una sensibilidad musical y rítmica bastante desarrollada”.
Alma de poeta
Esta afirmación de Dreymüller abre un espinoso tema: ¿es necesario ser poeta para traducir poesía? Moga lo niega. “Conozco excelentes traductores de poesía que no han escrito un verso en su vida y también a mucha gente que se dice poseedora de un alma poética, sea eso lo que sea, pero incapaz de volcar correctamente un verso de una lengua a otra”. Por su parte, Micó y Doce coinciden, más cautos, en una solución de compromiso. Para el primero, “los buenos traductores de poesía son, lo sepan o no, buenos poetas que además ejercen un raro sacrificio: poner el propio talento al servicio de un talento ajeno”, mientras que el segundo asegura que “si alguien traduce poesía, y lo hace bien, y el resultado son nuevos poemas, entonces es poeta, aunque no haya escrito nada presuntamente propio. Es la obra la que hace al creador, no al revés”.
El francés Yves Bonnefoy decía que “no existe traductor que no haya tenido la impresión de que se le escapaba aquello que en ese preciso instante le parecía lo más valioso de lo que intentaba recrear”. Poeta o no, el traductor de poesía debe enfrentarse en su trabajo a un dilema compuesto de muchos: la rima, la métrica, la cadencia, las palabras, el ritmo… ¿Cuál de todas estas variables cabe primar? ¿Se debe ser más fiel al espíritu o a la letra, más literal o más libre a la hora de atrapar el aroma de un verso? La académica y Premio Nacional de Traducción 1997 Clara Janés, opina sin dudar que “no todos los poemas son iguales, no todas las posibilidades de traducción son las mismas. Cuando el concepto entraña poesía y el poema no se basa exclusivamente en la melodía, se puede traducir y el resultado es positivo. Cuando se tiene que recrear la música, el resultado puede alcanzarse, pero el poema se modifica, resume.
“Tengo gran experiencia repetida de ver mis obras traducidas por escritores ingleses que no traducen, directamente escriben un poema propio basándose en el mío. Siempre les felicito y doy las gracias por su poema”, abunda Janés, que insiste en que “hay poemas basados fundamentalmente en los juegos fonéticos que no se pueden traducir, pero se puede reinventar, como hizo Octavio Paz con el Soneto en ix de Mallarmé. La traducción es una ventana abierta. Sin embargo, yo prefiero la mayor fidelidad posible. Se puede conseguir incluso si el poema tiene rima, es cuestión de trabajo y de don poético”.
Una libertad ambigua
Aunque no todos están de acuerdo. Para Micó, ese “respeto escrupuloso de las rimas, frecuente en muchas traducciones de Ariosto o de Dante, ha llevado a los traductores a decir cosas que los autores no dijeron nunca, o a decirlas de un modo inadecuado, forzados por la necesidad de rimar”, algo para nada deseable. En su opinión, “el lector de una traducción poética debe percibir que lo que está leyendo es poesía, y eso no se consigue remedando las rimas o calcando la métrica del original, sino dando al texto traducido la configuración y la respiración de un poema. Es más importante respetar la musicalidad del verso y la sintaxis de la estrofa que la rima”, defiende.
También Doce aboga por la flexibilidad, desechando que las palabras estén grabadas en mármol. “Es el lector el que hace suyo el poema y le da vida en su lectura. Y el traductor no es más que un lector atento y obsesivo que ofrece a los demás su lectura, su visión particular de la obra”, explica. “Todo depende de la naturaleza de la obra original. En Whitman, por ejemplo, lo importante sería preservar la fuerza y la cadencia del versículo, esa dicción enfática y a la vez cordial que abraza al lector y lo arrastra con él. En Yeats puede ser más importante mantener la rigidez formal, su tono sentencioso y lapidario”.
Para Dreymüller, la clave es el elemento metafórico, base de la poesía, y los límites, la toma constante de decisiones, elegir constantemente “cómo conseguir trasladar imágenes de un idioma a otro. Entre idiomas similares, como el francés o el español, esto no resulta difícil, porque cuentan con imaginarios afines, pero por ejemplo el japonés… Estas personas deben tener un alto conocimiento de ambas culturas para poder captar el valor y el significado metafórico de cada verso”, valora. “El reto es dejar al poema toda la apertura posible para que pueda haber lecturas de todo tipo, incluso algunas que el traductor no haya advertido. Lo importante es que la libertad y la ambigüedad con las que juega el poeta no se pierdan”.
Y es que, como advierte Doce, “la traducción, como la creación, nunca es libre. Ahí está la gracia: uno tiene que aprender a moverse en el reducido espacio que te da el texto y sobreponerse a los límites y limitaciones que te pone. Traducimos porque hay una resistencia. Si no la hubiera, la traducción perdería todo su atractivo”. “Para esto no hay reglas. Uno determina, en función del sentido que se pretende, en función del contexto, en función de las características singulares de la obra traducida…”, coincide Moga. “Yo siempre tengo en mente que lo fundamental es que el texto traducido funcione en castellano: ha de ser natural y convincente en este idioma tanto como el original lo es en el suyo. Pese a ello, la traducción siempre deja insatisfecho. Uno siempre cree que se habría podido acercar más o mejor a lo dicho por el original”.
Algo que refrenda Micó al afirmar que “toda traducción es una adaptación”. Sin embargo, el traductor sostiene que “no toda adaptación es una traducción. La belleza de la traducción consiste en la fidelidad: ser fiel a Dante, a Shakespeare, a Baudelaire. ¿Qué sentido tendría liberarse de ellos y traicionarlos para traducirlos? El traductor puede y debe tomarse todas las libertades posibles, pero con un solo objetivo: ser fiel. Si entendemos profundamente lo que un poema significa, la operación de traducirlo no es más que el resultado de la fidelidad”.
Necesaria e inevitable
Una fidelidad puesta al servicio de un quehacer que, como recuerda Moga, “lleva siendo, desde hace dos milenios, un medio fundamental de transmisión y difusión de la cultura, el canal fundamental para dar a conocer las obras literarias escritas en otros idiomas a quienes no los conocen ni los hablan”. Es por ello que Micó vaticina, atendiendo no sólo a la distancia idiomática, sino también a la temporal, que “mientras existan lenguas diversas y siga pasando el tiempo, seguirá existiendo la traducción de poesía, pues cada generación necesitará sus propias traducciones, acordes a su habla y sus valores intrínsecos además de a los universales”.
Y es que, como resume Doce, “la traducción es necesaria y hasta inevitable porque es el medio mismo por el cual una tradición literaria y artística se renueva y enriquece, ampliando sus cauces expresivos y formales. Las culturas presuntamente nacionales siempre se han nutrido de aportes foráneos, siempre han incorporado lo extranjero y lo han hecho suyo”, sostiene, por lo que “sin traducción no seríamos nada, o dicho de manera menos rotunda: nuestra cultura no sería lo que es, no existiría en la forma en que lo hace”, concluye.
¿Qué nos estamos perdiendo?
Demostrando su postura, los traductores eligen el libro que les gustaría traducir o la traducción considerada canónica les gustaría rehacer y que hoy en día falta en las librerías:
Jordi Doce: Arrastro desde hace años el deseo de editar una selección amplia –poesía y prosa– de los textos centrales del romanticismo inglés.
Cecilia Dreymüller: Tengo varios autores que quisiera rehacer, el primero Paul Celan, el mejor poeta alemán del siglo XX, que está muy mal traducido y es ilegible en castellano. Y luego Goethe, nuestro gran poeta nacional, que precisamente tiene mucha poesía sin traducir todavía, pero ya son palabras mayores.
José María Micó: Me gustaría traducir la Gerusalemme Liberata de Torquato Tasso, porque su situación en España y en español es lamentable: no está en las librerías (salvo en las de lance) y las traducciones más recientes son del siglo XIX y no muy buenas. Si me recupero del esfuerzo dantesco, traduciré a Tasso.
Eduardo Moga: La obra completa del francés Saint-John Perse.
Andrés Seoane