Dijous, 21 de novembre de 2024



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Osías Stutman, el eterno redescubierto
acec3/2/2020



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El poeta bonaerense, contemporáneo de Alejandra Pizarnik, médico como William Carlos Williams y neoyorquino de adopción forzada por el exilio, espera, a sus 87 años, dejar de ser el secreto mejor guardado de la literatura argentina.


El poeta argentino Osías Stutman (Buenos Aires, 1933) es casi una criatura mitológica. El bardo que, como su inventado poeta romántico, Fulgencio Linares, podría no existir. No en vano, sus apuntes biográficos lo sitúan en todas partes, en los momentos clave, oculto a simple vista. Su nombre y sus versos figuraron en la legendaria Antología de poesía nueva en la República Argentina (1961) de Juan Carlos Martelli, junto a los de los hoy clásicos Alejandra Pizarnik y Juan Gelman. Si no ha llegado aún a tener la consideración de aquellos, si no la tuvo entonces, fue porque desapareció. Después de aquello, no estuvo en ninguna parte, poéticamente hablando, durante 30 años. En realidad, sí lo estuvo, y nada menos que en el centro del mundo: Nueva York. Sólo que no escribiendo. Encerrado en un laboratorio. Como William Carlos Williams, Stutman fue médico siendo poeta. Inmunólogo. Así, durante el día, en la ciudad que nunca duerme, vestía bata blanca y, por la noche, trataba de toparse con Dylan Thomas en el White Horse, o con su admirada Djuna Barnes —“tenía dentro una creatividad infinita”— en cualquier parte, sin éxito.


“Oh, no exactamente. El día en que fui en busca de Dylan Thomas al White Horse, acabé topándome con Frank O’Hara”, confiesa, el eterno redescubierto, ante la chimenea apagada de su céntrico piso barcelonés, un día de principios de este año 2020. Ya en Buenos Aires estaba acostumbrado a una vida bohemia que, dice, en Nueva York creció exponencialmente. “La vida cultural en Nueva York es descomunal”, asegura. Ante él hay una pequeña mesa de centro repleta de recortes de prensa en los que siempre parece redescubrírsele. Insiste en leer las palabras que le dedicó el también poeta D. G. Helder en el número 52 del rotativo argentino Diario de Poesía del año 2000, en las que se traza un retrato de la llamada vida galante del hoy octogenario poeta, a quien el escritor Francisco Ferrer Lerín consideró, en un correo electrónico privado, “experto en damas”. Se dice en dicho artículo que Stutman —Os, para los conocidos— publicó su primer poemario en 1998, en una editorial de Zaragoza. Y así fue. Se tituló Los fragmentos personales.


¿Por qué tan tarde? Prefiere no hablar demasiado de lo que le llevó a exiliarse a Estados Unidos —pasó unos años en Mineápolis, el resto, en Nueva York— porque tiene que ver con las dictaduras, y aún vuelven a su cabeza imágenes de tanques aplastando escaleras en la universidad. Aunque sí habla de lo que su profesión hizo con sus versos durante esos 30 años de clases en Estados Unidos. Apagarlos. Por completo. “El mundo de la ciencia en Estados Unidos es tan exigente, tan competitivo, que no podía hacer otra cosa que trabajar”, dice. Daba clases. Investigaba. Leía. Tal vez tomase notas alguna vez. Pero no tenía tiempo de sentarse a escribir un poema. Gran escritor de notas al pie, o notas sin más —todo poema tiene su big bang, y él lo confiesa en exuberantes e ingeniosas notas con aspecto de microrrelatos confesionales—, Stutman se convirtió esos años en la promesa que no llegó a cumplirse. Todos se preguntaban en la capital argentina qué habría sido de su obra y su vida de no haber tenido que marcharse.


Porque, aunque solo había publicado algunos poemas aquí y allá y no había llegado a reunirlos en nada parecido a una antología, su nombre sonaba en el entonces fogoso ambiente literario de la ciudad hasta el punto de que había sido invitado a la famosa “cena de los jueves” de Jorge Luis Borges por el mismísimo Borges. Cuenta, en su casa con aspecto de biblioteca —hay libros por todas partes, un inabarcable catálogo de poesía en el que parece poder encontrarse cualquier antología publicada—, que una vez le escuchó leer en voz alta un párrafo de un libro al azar cuando ya había perdido la vista. “Su memoria era insondable”, apostilla. “No estaba leyendo nada, por supuesto, estaba recordando lo leído”. También, que jugó dos partidas de ajedrez con Witold Gombrowicz en la famosa, bohemia “y hoy desaparecida” confitería Rex de la capital argentina. Que en ambas ocasiones, el resultado fue de tablas, para desespero del genio polaco, al que luego Stutman dedicaría una serie de sonetos con los que solo pretendía combatir la baja idea de la poesía que tuvo siempre el eterno candidato al Nobel.


Así, la publicación de Mis vidas galantes. Poesías completas 1988-2008 salda una deuda histórica con su ausente figura, conocida en secreto por todos los literatos, tal y como apunta Juan Bautista Durán, su editor, en el prólogo. Stutman, el brillo de cierto aún orgullo puro, infantil, en la mirada, hojea el ejemplar y se detiene aquí y allá para recordar. “Sí, la memoria está en el centro de mi obra, y también la cuestión del género y su trato en el lenguaje, y la mujer, la mujer de todo tipo”, dice. ¿Sigue escribiendo? Por supuesto. “Siempre estoy tomando notas. Llevo libretitas en los bolsillos. Porque si no tomo notas, me olvido cada vez con más facilidad de las cosas”. Tiene listo un monumental nuevo poema inédito, un volumen de proporciones considerables, al que ha dado en llamar Mal de Bohemia, para el que no tiene, aún, editor.


Laura Fernández
El País



   
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