Arrastro los pies por el pasillo del apartamento donde llevamos confinados tres o cuatro (quizás cinco) días. Es por la mañana. Da igual la hora. Aún sin gafas me cruzo con una sombra pijamesca. Gruño, me gruñen. Benditos sonidos de tribu. Trato de entrar en el lavabo pequeño pero está ocupado. Opto por el grande y tengo más suerte. Me lavo las manos con salfumán, orino, me las vuelvo a lavar esta vez con lejía y me emplazo a ducharme en cuanto haya recuperado la sensibilidad en cualquiera de mis dos manos. En la cocina cojo una de las tazas –al azar, una de la portada del Rubber soul–, veo que hay café hecho y me sirvo. Añado leche de avena. Compruebo que en la nevera hay provisiones hasta Sant Esteve y caliento mi desayuno. Allí está mi mujer, Eileen, detrás de una taza con la cara de Leonard Cohen. Teletrabajo y una sonrisa que solía ser espectacular antes del confinamiento a partir de las diez de la mañana. Eileen cruza la cocina –nada, dos pasos, no se crean ustedes–, nos damos un beso con los codos –chúpate ésa, Cole Porter– y va hasta el comedor a desayunar con Adrià, nuestro hijo. Éste tiene once años (quizá doce, imposible que tenga trece). Un pitido del microondas y rescato a los Beatles, cojo mis cuatro galletas de rigor y me uno con ellos a desayunar. En el televisor, minuto y resultado. A punto de medalla de bronce en las Olimpiadas Pandémicas.
Me siento con ellos y mojo la mitad de las galletas en el café con leche y me las llevo a la boca. La infancia, el refugio de las cosas blandas y familiares. Voy a por la siguiente dosis cuando me llega el inconfundible sonido de la cadena del váter. Igual se trata de otro piso. De los de arriba que se pasan el día y la noche conociéndose bíblicamente entre temporada de series y caceroladas. Pero no, esos pasos que se acercan están en nuestro pasillo y vienen hacía aquí. Esto no parece inmutar a Adrià pero sí y mucho a Eileen y a mí. ¿Desde cuándo somos cuatro? ¿Qué está pasando aquí? Los pasos entran en la cocina, abren la puerta del armario de las tazas, luego donde están los Choco Chips y, para finalizar, la nevera. Mi mujer y yo nos miramos aterrados. Me repito a mí mismo: ¿desde cuándo somos cuatro? Transcurren solo unos segundos pero que se nos asemejan eternos hasta que aparece un chaval en pijama, despeinado y algo más bajito que Adrià. Se sienta a su lado, frente a nosotros y empieza a desayunar. Su taza tiene la jeta de Joker.
–¿Hola…?
–Hola –contesta el chaval.
–Perdona ¿pero quién eres tú?
–Soy Miquel, papa.
–¿Quién…?
–Miquel –remata Adrià mientras alza su taza favorita, sin asa y con unos teletubbies con los colores tan desvaídos que parecen fantasmagóricos–. Y calla porque van a decir cuántos infectados llevamos hoy.
¿Desde cuándo somos cuatro? ¿Qué está pasando aquí?”
Miro a mi mujer y ella me agarra del brazo. Hay miedo, alegría, otra vez miedo, mucho más miedo y confusión, mucha confusión.
–¿Cómo que mi hijo…?
Pero ninguno de los chavales contesta. Y con algo de dificultad empiezo a recordar que sí, que es cierto, que es probable que hace unos años (ocho, nueve, para nada diez) habláramos de tener un hijo y, es posible que sí, que al final pero entonces… Y sí, lo visualizo: imágenes de Eileen embarazada con Adrià de la manita, pero ¿cómo es posible que…?
–¿Pero dónde estabas…? –acierta a preguntar Eileen.
–En mi habitación –contesta casi con pereza.
–¿Qué coño de habitación?
–La del fondo, donde están los trajes que no te pones y las cajas de cartón– explica tratando de no perder la paciencia Adrià.
–Pero no es posible.
–Yo os lo decía pero no me hacías caso. Cada vez que os hablaba de él, me enviabais a la psicóloga para que le explicara lo de mi amigo invisible.
–¿Ha salido ya el tuit de hoy de la Ponsatí? –pregunta Miquel, ajeno al drama.
–Aún no –contesta su hermano–. Borró el de ayer.
–¿El de la Batalla de Mercadona?
–Sí.
Sí que deseamos tener un hijo. Un segundo”
Miro a mi mujer y tiene los ojos humedecidos. Esto no tiene el más mínimo sentido. Sí que deseamos tener un hijo. Un segundo. Uno que hiciera compañía a Adrià. Sí, claro que lo tuvimos. En el Sagrado Corazón. Y lo apuntamos como a su hermano en la Escola del Mar. Color Verde, Tarongers… pero entonces ¿qué pasó…?
¿Quieren ustedes la verdad…? Pues que se nos olvidó.
Se nos olvidó que teníamos un hijo, otro hijo, de Adrià siempre nos acordamos.
Eso fue lo que sucedió.
¿Pero cómo y cuándo se nos pudo olvidar que teníamos otro hijo…?
–Esto es de locos. A ver, un momento. ¿Dónde está el mando?
Me acerco hasta el sofá y doy con el mando. Silencio, apago, vuelvo a encender, apago otra vez.
–Pero a ver si nos entendemos. ¿Desde cuándo estás aquí?
–¿Dónde…?
–En tu habitación, en esta casa.
–Desde siempre, papa.
–¿Pero vas al cole?
–No.
–¿Y qué has estado haciendo todo este tiempo…?
–Juego al ordenador, veo porno, duermo, escucho música...
–Pero ¿qué comes? ¿Dónde duermes…? ¿Dónde…?
–No deben de coincidir nuestros horarios –trata de aportar algo de lógica a todo esto mi mujer.
–¿Pero qué dices…? Un poco de instinto: eres su madre.
–¿Y…? No me vengas ahora con eso. Heteropatriarcado aprovechando las circunstancias, no.
–No pasa nada –interviene Adrià–. Simplemente, no coincidíais. ¿Vale…? ¿Podemos seguir viendo la tele...?
Simplemente pasó eso. Pero ¿cómo aceptarlo? ¿Cómo explicárselo?”
En realidad, por increíble que pareciera, esa era la respuesta correcta. Mi mujer, funcionaria de la Gene, y yo, abogado de empresa, con unos horarios inhumanos a los que había que añadir todo lo que teníamos que hacer para ser nosotros mismos: ir al gimnasio, cenas con amigos, comidas de negocios, rutas rurales, rutas literarias, rutas patrióticas, Netflix y HBO, pedir comida tailandesa los jueves, psiquiatra, ortodoncia y realización personal, la DUI, teatro, conciertos, cambio climático, el satisfyer, dietas kármicas, sexo y compras navideñas, lo cierto es que nos habíamos olvidado de él. Simplemente pasó eso. Pero ¿cómo aceptarlo? ¿Cómo explicárselo? ¿Por dónde empezar a reconstruir todo aquello…? Quizá pidiendo disculpas.
–Lo siento, hijo. De verdad que tu madre y yo lo sentimos mucho.
–¿El qué?
–El que no nos hayas tenido. Que nos hubiéramos olvidado de ti.
–No pasa nada. A veces coincidía con vosotros, lo que pasa es que siempre me llamabais Adrià. Pero tampoco pasa nada con eso.
Sí que recuerdo, en ocasiones, encontrar a Adrià cambiado. Sí que recuerdo también oír ruidos en la casa que siempre atribuía a cualquier cosa menos a un hijo que olvidé que teníamos. Uno de mis dos hijos vuelve a encender el televisor. Mi mujer bebé su café con leche ya helado de la cabeza de Leonard Cohen. Mis dos galletas rotas y caídas dentro de la psicodelia beatle mientras en el televisor, Grande-Marlaska llama a la calma mientras las imágenes muestran a hordas de vándalos reventando instalaciones de Scottex en toda Europa.
Rituales domésticos
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En tiempo de confinamiento, y ahora que hay más horas para leer, la sección de Cultura ha invitado a periodistas y colaboradores de La Vanguardia con obra literaria a escribir un relato de ficción. La excusa es la cuarentena, pero el tema es libre
Rituales domésticos
Relatos de confinamiento (Diseño LV)
SÒNIA HERNÁNDEZ, AUTORA DE ‘EL LUGAR DE LA ESPERA’ 20/03/2020 06:00 | Actualizado a 20/03/2020 13:39
Últimamente, hago la cama cada mañana. Primero, ventilo bien la habitación para que no quede rastro alguno de olores relacionados con el cuerpo. Después de sacudirlas, estiro muy bien las sábanas. Tenso la tela y paso la mano para eliminar cualquier arruga.
Cuando regresé a casa decidí que todas las noches encontraría la cama hecha antes de ir a dormir. Así parece como si me recibiera mejor y anunciara algo agradable que disipa cualquier amenaza. Cuando era una niña, pasaba mucho miedo durante la noche. Hacía tiempo que ya no me daba miedo ir a dormir, pero hoy temo que los bichos de la humedad se hayan colado entre las sábanas que tan a conciencia he estirado por la mañana. Hay personas que les llaman pececillos de plata, pero no me parece un nombre apropiado. Un pececillo de plata evoca un cuento lleno de fantasía que le cuentan a los niños antes de dormir para que no tengan pesadillas y sueñen con animalillos mágicos que les protegen.
Joaquín Clausells del Museo de la Ciudad de México
Joaquín Clausells del Museo de la Ciudad de México (.)
En esta casa hay bichos de la humedad y de todo tipo, por todos lados. Porque está rodeada de jardines frondosos y recibe muy poco sol. Nuestro jardín está bastante abandonado, sería preciso arrancar las malas hierbas que han crecido tanto. Siempre hay muchas tareas pendientes aquí. Ya lo sabía antes de venir, y entonces pensaba que tendría fuerzas para hacerlo todo.
Lo peor es el olor. En cuanto entré, fui consciente de que había algún problema grave con las cloacas o los desagües: es un terrible olor a putrefacción. De la misma manera que lo percibo yo, deben de hacerlo los demás, pero nadie se ha quejado.
En cuanto entré, fui consciente de que había algún problema grave con las cloacas o los desagües: es un terrible olor a putrefacción”
Pronto empezaré a despejar los rincones. Es posible que, al agitar trastos y bártulos, aparezcan y se revuelvan muchos bichos de la humedad como los que están minando mi cama en estos momentos. Me gustaría acostarme pronto, sin tener que esperar que los insectos salgan de entre las sábanas. ¿Qué podría hacerles salir? Ignoro si son agresivos, si pican o contagian enfermedades más allá de la repulsión que provocan. Si hay personas que les llaman con un nombre tan cariñoso como pececillos de plata debe ser porque no pueden provocar molestias. De todas maneras, si he de dormir en una cama repleta de alimañas, lo haré. Ya sabía a qué me enfrentaba si regresaba aquí.
Voy a empezar a poner orden. Lo que más me sorprende de esta casa es el silencio. Nunca había vivido en un sitio tan silencioso. Creo recordar que era más ruidoso antes de la partida. Pero ya no me importa si de verdad antes había más sonido, porque precisamente por eso ya lo había oído casi todo. Antes pensaba que todo dependía de las voces y de las palabras, por eso cada vez pedía más, hasta llegar al punto de no soportarlas. Y por eso tuve que marcharme a la otra casa.
Lo que más me sorprende de esta casa es el silencio”
Tal vez el ruido de entonces se ha sustituido ahora por el olor. A medida que pasa el tiempo, te vas acostumbrando, pero siempre resulta molesto. Podría ser que los bichos de la humedad han minado las paredes con sus nidos y su suciedad.
Yo apenas si salgo de casa desde que regresé. No es necesario. Estamos siempre bien abastecidos. Y no quiero volver a encontrarme con más personas que hablan. En los primeros días de mi regreso, solía tener muchas visitas. Gente que me miraba a los ojos y me decía que estaba dispuesta a ayudarme. Varias de esas personas se han quedado por aquí, pero no hacen nada. Por suerte, la casa es muy grande y casi no coincidimos. Ya no tengo nada que contarles, y tampoco quiero que me hablen. Ya no nos sorprende el silencio, porque ya no esconde ninguna amenaza. Al contrario, es algo así como pureza. Ahora casi no tengo miedo a nada, por eso he podido volver. He encontrado lo que sabía que iba a encontrar. Hemos aceptado lo irremediable, y ha sido un alivio. Ya no hay nada que esperar, todo ha sucedido y va a seguir sucediendo. Decidí volver para ver por mí misma lo que estaba pasando, así ya no habrá más sorpresas: veré sin temor cómo se desarrollan los acontecimientos y podré actuar para que nada vuelva a arrollarme encontrándome desprevenida. Ya no tenemos miedo a nada, ni siquiera a que los bichos y las alimañas ocupen toda la casa y tengamos que convivir con ellos. Lo mejor es no salir de los muros que nos protegen. Nos ha costado mucho que nos dejen regresar, y ahora hay que demostrar que somos merecedores de continuar aquí.
Por suerte, la casa es muy grande y casi no coincidimos”
En la otra casa siempre estábamos tristes. Desde que pasó lo de Alberto, la tristeza sustituyó al miedo, porque comprobamos que las cosas que tememos acaban siempre sucediendo. También aprendimos que el dolor un día por fin deja de torturar y permite pensar en la irracional belleza de una mañana soleada. Los que salimos lo hicimos porque descubrimos que después de la tristeza viene todavía algo más. El doctor me ha autorizado para regresar aquí porque me he comprometido a poner orden y a afrontar los acontecimientos sin esconderme, lo que incluye tener que convivir con los pececillos de plata si hace falta. Todos tenemos una función que realizar, y yo he decidido asumir la mía. Me he comprometido a cuidar del jardín, y a aceptar que eso es importante, porque he llegado a una edad en la que esas cosas importan. Hay que dejar que crezcan las hierbas, pero sin que hagan daño a otras plantas y árboles más beneficiosos. Los colores y los olores de las plantas tienen una función.
Me han dejado volver a casa a poner orden porque soy capaz de hacerlo. Una prueba de ello es que ya apenas si me altero cuando percibo una de las sombras. También me he acostumbrado a ellas y ya no siento el sobresalto de antes cuando las veía reflejadas en los cristales por la noche. Las sombras aparecen en las puertas de cristal, a veces en movimiento, y otras veces estáticas, como si fuesen un cuadro o una fotografía más de las que pueblan las paredes. Aquí nunca hubo cortinas, y la poca luz que llega hasta el interior ha campado a sus anchas durante mucho tiempo. Nadie bajaba las persianas, así que en los vidrios de las ventanas y de las puertas interiores se han estampado todas esas sombras que antes hacían tan difícil la vida aquí. Pero ahora el doctor dice que ya soy capaz de convivir con su presencia, bueno, se lo dije yo, y él está de acuerdo. No voy a conseguir que se vayan, eso ya lo sé. No voy a entrar en batallas perdidas de antemano. Yo también voy a formar parte de las personas que no perciben este tipo de cosas y que, por lo tanto, su estabilidad no se ve amenazada y, sobre todo, nunca sienten que el suelo se abre bajo sus pies.
Me han dejado volver a casa a poner orden porque soy capaz de hacerlo”
La misma naturaleza que hace crecer las malas hierbas ha traído los bichos de la humedad y las sombras de los cristales. Contra eso no se puede hacer nada. Voy a instaurar un orden que permita la convivencia. Incluso, con un poco de suerte, tal vez llegue a ser capaz de poner unas cortinas. Las persianas han estado siempre subidas porque antes pensábamos que era la única manera de conseguir un poco de claridad. Aunque es una casa sombría y rodeada de obstáculos, la luz, la humedad y el sol la han penetrado a placer durante años, tanto que cualquiera diría que se han quedado dentro. Los cuadros, los libros y los muebles han perdido su color, por la continua exposición a la luz en esta casa tan oscura. Esto que acabo de decir es una contradicción que no deja de ser un misterio más, como el terrible olor que he detectado desde que llegué. Pero no, no hay ningún misterio. El acuerdo es que ya no voy a pensar más en cosas que no se pueden entender ni en contradicciones. A partir de ahora, aquí todo va a ser limpio y ordenado. Los bichos de la humedad no van a alterar el orden, tampoco las sombras, ni las personas que se quedaron con la excusa de ayudarme pero que no sabemos en qué rincón de la casa están. Impondremos nuestro orden y nuestra presencia hasta que los bichos de la humedad vayan desapareciendo. La vida en esta casa va a ser luminosa y sencilla como un pez de oro. El silencio, que tanto me sorprendió al principio, va a ser un buen punto de partida, porque solamente nombraremos las cosas sobre las que se construirá esta nueva existencia.