Carlos Pujol Lagarriga nos ha dejado a los cincuenta y pocos años por un mal cáncer. Él ponía en el currículum que era filólogo y era editor, pero también era poeta. Empezó en Plaza & Janés. Cuando trabajaba como editor de ficción en la editorial Destino, hace años, me enseñó los manuscritos que se apilaban en los pasillos como ahora se apilan los enfermos en los hospitales y se lamentaba con resignación estoica, con esa mezcla de melancolía y fino sentido del humor que siempre lo acompañó. Era un lector agudo, culto y desprejuiciado, pero la vida no se lo puso fácil con una pérdida que lo marcó y le hizo perder el tren de los años buenos.
Dio clases de edición cuando aún no estaba de moda dar clases de edición y me lo encontré una noche a las puertas de una fiesta de la revista Qué Leer donde traía, como profesor entregado que era, a sus alumnos a que vieran el mundo. Era apasionado para sus cosas. Luego reapareció como editor en El Andén, una editorial repentina surgida del bolsillo de inversores enriquecidos con el furor inmobiliario que sabían más de ladrillos que de libros. Carlos, junto a veteranos como Enrique Murillo y recién llegados como Gregori Dolz, trató de salvar allí lo insalvable. El Andén descarriló, como no podía ser de otra manera. Después, estuvo con Gregori Dolz en la editorial que éste montó con su hermano Ilya, Alrevés. Hace año y medio me encontré con Víctor del Árbol en el festival de novela negra de Vilassar de Mar. Del Árbol publicó en Alrevés La tristeza del samurai, que impulsó su carrera hasta ser ahora caballero de las artes y las letras en Francia. Tomando una cerveza en L’Espinaler, en esa hora de la noche en que ya solo se dice lo que uno siente, me dijo que el mejor editor que había tenido en su carrera había sido Carlos Pujol.
Carlos no creía en la perfección de la vida, pero le divertía vivir. Publicó un libro de poemas titulado La imperfección. Es un libro inteligente y emotivo, de un enorme talento, lleno de referencias al sentido de la vida y al de la muerte, sin exceso de metafísica y con cierta sorna. Era un fatalista risueño. Nos dice:
“En la mecánica celeste / Una rueda mueve otra rueda / La de arriba a la de abajo/ La de abajo a la de arriba,/ Otra cosa es que sepamos/ Para qué./ En la mecánica terrena/ Las criaturas nacen,/ Crecen, aprenden inglés / Y luego mueren, / Y tampoco sabemos por qué. Ajo y zafiros en el barro”.
Hubo ajo y zafiros en la vida de Carlos, momentos álgidos y de descarrilamiento, pero no perdió ese porte suyo elegante de hombre leído. En la etapa final de su vida, volvió a ser el de antes y encontró el amor y la compañía en Roser, que hizo que el final de su vida fuera el principio y hasta le regaló un hijo. Carlos se ha ido en días revueltos por el coronavirus que tiene al país absorto y por eso él, siempre suavemente a la contra, sin aspavientos, se ha ido por una enfermedad que no estaba de moda.
Nos decía Carlos: “Veréis: Ser editor no es, como muchos piensan, un oficio, ni siquiera una ocupación. Es un empeño (bastante torpe, por cierto)”.
Se ha ido un editor y un amigo de los libros. Sin ruido ni aspavientos porque él era demasiado inteligente para no ser modesto. Se fue rodeado de su familia con el cariño de Roser que le ha alegrado este tramo final de la ruta. Muchos lo recordaremos con mucho cariño.