El individualismo nacido del siglo humanista ha dado como resultado, a juicio de Ramón Andrés, un ciudadano egoísta. El ensayista y poeta (acaba de publicar en Hiperión 'Los árboles que nos quedan' y en septiembre aparecerá en Acantilado su ensayo 'Filosofía y consuelo de la música') nos propone en plena crisis del coronavirus muchos asuntos para la reflexión. “No estamos haciendo las cosas bien”, concluye. “La apuesta es una: ir hacia atrás para modernizarse”.
Una de las grandes construcciones de Occidente es el miedo; la otra, el tiempo, que es tanto como decir, la muerte. Son precisamente estos dos cimientos los que han minado una conciencia que huye y que ha provocado la aparición de un individualismo extremo y el consiguiente triunfo de una subjetividad que hace que el prójimo sea visto como una forma difusa. Fue en el siglo XV, cuando a la par de las sistémicas crisis aparecieron las primeras semillas de este proceder radical e individualista, que ha hecho de cada uno de nosotros una verdad, que desde entonces se ha instaurado y arraigado como un dogma. El haber conseguido que cada ser humano se sienta único y distinto de los demás es el fruto de una larga y gran estrategia de una Modernidad, cuya función ha sido y es, antes que otra cosa, crear la ilusión de que todo es legítimo y alcanzable.
Aquel siglo humanista, en el que se dio, dentro de las artes, y, por primera vez, el cultivo del retrato y, lo que es más elocuente, del autorretrato, vio también la toma de conciencia sobre la elaboración de la biografía personal, una biografía hoy suplantada por el currículum. Porque ahora, sobre todo, se es un corredor de fondo de los méritos, una voluntad de dejar atrás a quien va a tu lado, un rápido y continuo demostrador de capacidades, un enredador de logros, con el codazo como credencial.
No puede negarse que esta trama de ambiciones en la que se ha convertido la sociedad tomó un gran impulso durante la Revolución francesa, y sigue plena y redoblada en nuestros días. Las hambrunas que antaño asolaron Europa, las epidemias, las guerras y las carestías que tuvieron en vilo a un Continente, en la actualidad continúan de una manera más o menos encubierta, salvo que ahora nos descubren saciados, y hasta indigestados. Que el Covid-19 se expanda a la velocidad de un cazabombardero y lo asimilemos como un veredicto final, como una guadaña que silba al son de la danza de la muerte, no es de extrañar si se tiene en cuenta la gran “irreflexión del racionalismo” que nos ha traído hasta aquí, ofuscados por el éxito y el cuidado almacenaje de las victorias personales.
Esta veneración de lo propio, llevada a gran escala, ha generado, es verdad, una inusitada abundancia, pero envenenada, un excedente que no ha hecho más que erosionar las mentes y minar lo que pueda quedar de ética en esta Europa, cuya política de los últimos decenios ha consistido en una huida hacia delante, sin detenerse a pensar que los retos no deben cifrarse sólo en contentar a la inexpugnable Christine Lagarde –una y otra vez insiste en que vivimos demasiados años–, sino en garantizar una vida más legítima para sus ciudadanos.
El fantasma de la deuda y el miedo a que la caída de la Bolsa, siquiera por un día, comporte miles de despidos y restricciones no siempre bien meditadas pesan tanto sobre las espaldas del ciudadano que ha empezado a sospechar la pérdida definitiva de su condición, porque ha sido reducido a ser un simple cliente, a un “consumidor” obligado. No puede haber una política más nihilista que ésta. Nietzsche había sentenciado que el nihilismo era el huésped más incómodo de Europa y que, de seguir así, y al hilo de sus palabras, nuestro Continente sólo acabaría siendo recordado gracias a unos treinta libros muy viejos.
El haber transformado la cultura en ocio; el deporte en cultura; el cuerpo en una demostración; los concursos de cocina en hitos televisivos –en las cocinas se habla ya de deconstrucción, como si se tratara de un “Ferran Derrida”–; los contratos laborales en material de sospecha; la telefonía móvil en un secuestro ensimismado; la enseñanza en un entretenimiento hecho a medida de estudiantes desganados a los que hay que estimular y complacer, son algunos de los muchos signos de una sociedad que tropieza, que ve en el aburrimiento a su peor enemigo y en el ejercicio de la responsabilidad un incordio.
En España, cuya democracia, diga lo que se diga, no comenzó con buen pie, esta deriva resulta especialmente penosa, tan acuciada siempre por los pulsos políticos que todavía se fundan en la antigualla de las ideologías, que han sido la perdición europea. No se puede seguir pensando en izquierdas y en derechas, porque ambas son un estertor que nos llega de un siglo XIX que con el tiempo dejaría el execrable saldo de millones de muertos, un ignominioso episodio que nos descalifica para siempre como especie.
No estamos haciendo las cosas bien. Es un tópico afirmar que los políticos carecen de la formación pertinente, pero no lo es reconocer que estamos agazapados en un conformismo y en ese pobre individualismo del que hemos hablado. Es ésta una piedra de toque, porque hasta que no contraigamos un compromiso moral con nosotros mismos; hasta que no aceptemos que la desigualdad está en el seno de nuestra propia estructura mental; hasta que no percibamos el orden jerárquico que somos capaces de establecer en relación con nuestros semejantes; hasta que no comprendamos la vocación autárquica que nos rige, todo esfuerzo bienintencionado será en vano. Queremos la rebanada más grande, aunque el de al lado se quede sin ella. El individualismo, según ha sido entendido en los tiempos mal llamados modernos, no es más que la ideologización de uno mismo.
Aquí casi nadie da la talla. Por eso los errores políticos tienen unas consecuencias dolorosas. Ante los fuertes latigazos de la anterior crisis recuerdo al señor Artur Mas, cuando todavía no era independentista, vanagloriarse de que había procedido a los recortes antes de que lo hiciera el señor Mariano Rajoy. Decía, jactancioso: “nosaltres ja hem fet els deures” (nosotros ya hemos hecho los deberes). Aquellos “deberes” tan restrictivos, aquellas vueltas de tuerca impuestas sobre una sufrida ciudadanía, las más de las veces sin una argumentación sólida y contrastada, han acarreado un empobrecimiento de tal dimensión que, lo estamos viendo, el sistema sanitario parece consistir, ante la avalancha de afectados por el coronavirus, en un puñado de hospitales de campaña desasistidos y llevados por la buena voluntad y el sobresfuerzo de quienes trabajan en ellos. Mientras miramos compungidos la llegada a los servicios de urgencias de camillas y de ancianos envueltos en mantas de paño, no nos damos cuenta de que el 5G planea como el águila que cegó con su sombra a quienes seguían su vuelo.
Y en medio de esta mordaza moral, el vecindario, que desde su ventana contempla asombrado las calles solitarias, empieza a barruntar que este azote vírico tiene algún sentido y que, de algún modo, pondrá las cosas en su sitio. Incluso esos vecinos llegan a sentirse realmente confinados, convencidos de lo que se les ha dicho, cuando la palabra adecuada sería decir que están “recluidos” o “encerrados”, porque confinar significa castigar a alguien lejos de su casa, como lo fue Ovidio a orillas del Mar Negro y Napoleón a la soledad de la isla de Santa Elena. La RAE dice de confinar, textualmente, en su primera acepción, que “es desterrar a alguien, señalándole una residencia obligatoria”. Estamos desterrados en el propio hogar.
Los más incautos están persuadidos de que esta plaga que elimina al débil nos hará mejores y, en consecuencia, el mundo será otro, por supuesto más justo, más llevadero. Es posible que así suceda durante tres o cuatro años. Sin embargo, las buenas intenciones suelen ser tibias, y hay que prestar atención a lo siguiente: ciertas entidades bancarias europeas ya han anunciado que van a sumarse al que se asegura será un “nuevo paradigma”, lo cual es un delirio y una pésima noticia para la población. El homo sapiens, neurótico por su propia configuración cerebral y egoísta como forma ancestral de supervivencia, no sabrá construir una realidad mejor; es mucho lo alcanzado.
Si no es capaz de imponerse a este grotesco y desfasado duty free que es el mundo; si no deja más espacio al espíritu, que es tanto como decir revelarse desde el bien; si no ataja con su responsabilidad la deshumanización que corre como la pólvora; si sigue obnubilado por la identidad; si se aviene a ser un posthumano; si se toma a la ligera la ya virulenta catástrofe ecológica; si no se opone a una educación escolar que, según ha dicho hace unos pocos días el gobierno español, quiere erradicar el conocimiento enciclopédico y la memorización “porque no son de utilidad en el mundo moderno”, la batalla está perdida de antemano. La apuesta es una, porque ha llegado el momento: ir hacia atrás para modernizarse.
Ramón Andrés (Pamplona, 1955) ha publicado, entre otros libros de ensayo, Tiempo y caída. Temas de la poesía barroca (1995); Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros (2005); El mundo en el oído. El nacimiento de la música en la cultura (2008); No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio (Siglos xvi y xvii) (2010); Diccionario de música, mitología, magia y religión (2012); El luthier de Delft. Música, pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza (2013); Semper Dolens. Historia del suicidio en Occidente (2015); Pensar y no caer (2016); Claudio Monteverdi. Lamento della Ninfa (2017); y Filosofía y consuelo de la música (2020), todos ellos en Acantilado. Como poeta, cabe citar La línea de las cosas (1994), publicado por Hiperión; La amplitud del límite (2000) y Poesía reunida y aforismos (2016), que contiene un poemario nuevo titulado Siempre génesis. En 2015 le fue concedido el Premio Príncipe de Viana de la Cultura. Desde 2018 es miembro de la Reial Acadèmia Catalana de Belles Arts de Sant Jordi.