Mira cómo arde el aire. Éramos niños en los bombardeos”. El verso es de un poema de Fiesta en la calle (1961). En su primer libro, publicado tras haber pasado meses preso en Carabanchel condenado por su compromiso antifranquista, Joaquín Marco, nacido en el año 1935, ya fijaba los recuerdos infantiles que configuraron su sensibilidad tierna.
Este poeta, editor y catedrático de la UB fue un niño de la guerra, que nació y creció en el barrio chino –cerca de sus añorados Sergio Beser, casi un hermano, y Manuel Vázquez Montalbán– y en su mirada desvalida llevaría siempre impresa la conciencia de una derrota existencial. Contra la miseria y las renuncias, su principal refugio fue su profesión. El día que cruzó la Ronda Sant Antoni y empezó a estudiar letras en la Universidad, acertó con su proyecto de vida: estudiar y enseñar literatura.
Su maestro fue el filólogo ortodoxo José Manuel Blecua, el director de su tesis doctoral sobre la literatura de cordel. Con el indesinenter Jordi Rubió encontró un referente de dignidad académica en los clandestinos Estudis Universitaris Catalans mientras que la relación con su admirado Martín de Riquer fue algo más complicada (los Fets del Paranimf pesaron).
Cuando los estudiantes aún vestían traje y corbata, Marco hizo los posibles para escuchar clases de Vicens Vives y descubrió la modernidad en los seminarios de novela norteamericana de Josep Maria Castellet. Fue desde aquel círculo cómo se integró en la primera célula universitaria del PSUC y fue aquella militancia la que lo llevó a la prisión a raíz de una caída en la que detuvieron también a Luis Goytsolo y encaminó hacia el exilio a Jordi Solé Tura. Mucho después poetizaría la meditación sobre el retorno a casa en unos versos demoledores de su último libro, Variaciones sobre un mismo paisaje: “Aquel regreso parece el espejismo de lo que anticipaba: mediocridad, silencio, transición al absurdo”.
En 1962, tras pasar un curso enseñando en Liverpool –aquella plaza estrenada por Ferran Soldevila– y leyendo teoría anglosajona, se reincorporó a la vida literaria de su ciudad. Si Marco tuvo patria fue Barcelona y le dedicó la extraordinaria oda ''Nostalgia urbana'', publicada en El muro de Berlín y que es comparable a las de Maragall o Pere Quart. En la Barcelona de los sesenta (no fallará en la Caputxinada, conoce después a su mujer Clotilde Moliner) empieza su plenitud. Es cooptado por el comité de lectura de Seix Barral, lleva las páginas de crítica de Destino –da juego a Luís Izquierdo y Pere Gimferrer– y no tardará en escribir en La Vanguardia (vale la pena releer la recopilación El crítico peregrino). También se acerca a la literatura catalana, es profesor en la universidad y crea la esencial colección de poesía Ocnos (de Guillén a los novísimos) mientras trabaja en Salvat, de la que será director literario, o pone en marcha la biblioteca popular RTVE.
Fue entonces también cuando estrena una de las líneas de investigación que más prestigio le hicieron ganar. Porque Marco se implicó en el afianzamiento del gran episodio del sistema cultural de la ciudad de la segunda mitad del XX. Durante años fue el crítico de referencia aquí del boom y en sus clases, como con la poesía del 27, dignificó la disciplina de la literatura latinoamericana. Puso en marcha los estudios universitarios de hispánicas en Lleida (con Jaume Pont, Paco Tovar, Sala Valldaura) y sintió el calor de los últimos discípulos que encaminó hacia la filología liderando un grupo que construyó el monumental La llegada de los bárbaros. Viejos y nuevos discípulos han sido quienes lo han cuidado y a quien él tanto ha querido (Anna Caballé hasta el último instante, Jesús Ferrer, Jordi Gracia, Pablo Sánchez) y, ausentes los compañeros de generación, se sintió valorado por cómplices como Joan Margarit o Luis García Montero, que prologó su obra completa. Su despacho con vistas al patio de la universidad ha sido el último reducto de una tradición memorable.
Fuimos amigos. Era una persona decente.
Jordi Amat
La Vanguardia