Todo crimen, todo hecho delictivo, conlleva además de la responsabilidad individual de quien lo comete un sustrato social que lo sustenta.
Bajo esa premisa y con la intención de entender ese contexto donde surge lo más ruin –aunque a veces pueda parecer lo más épico– del ser humano, los especialistas hace años que investigan. Jordi Corominas (Barcelona, 1979) es uno de ellos y publica La ciudad violenta (Península) un libro donde recorre los crímenes y hechos delictivos más famosos de los dos últimos siglos en Barcelona.
La senda es inacabable. Visto en perspectiva, la ciudad condal ha tenido de todo: bullangas (los historiadores Jordi Roca y Núria Miquel han publicado La bullanga de Barcelona / Rosa del Vents), pistolerismo, protestas sociales, manifestaciones revolucionarias, desatinos y chantajes económicos, crímenes sin resolver, asesinatos por amor y por desamor...
Barcelona, la ciudad de las bombas, la Semana Trágica, la de Enriqueta Martí sobre la que se urdió la leyenda de que secuestraba y mataba niños para vender su sangre como elixir de la juventud a ricos de la ciudad. Barcelona, la de los crímenes de Ricardito y los ataques homófobos (ese odio que parece que ahora resurge), a extranjeros (que también), a marines, a estudiantes (hoy una rabia latente explotando); la década bisagra de los setenta (psicópatas y políticos), los ochenta y el extraño paréntesis hacia la refundación de la ciudad.
Barcelona, la del crimen de Carmen Broto, la rubia hermosa que lucían como trofeo, asesinada a mazazos y enterrada en un huerto y la de Sonia, transexual, atacada por siete skins en 1991. Violencias que se reciclan con el tiempo y que, a pesar de camuflarse en la literatura o el cine, vuelven a tener sus equivalentes sucesores en la vida real.
Muchos se han sentido (fatalmente) atraídos por la crónica negra, género al alza en los últimos tiempos y en todos los medios de comunicación. En el caso de Corominas quiere poner orden, y argumento, a todo ese magma que le envuelve. Dotarlo de explicación social, entrar en las razones profundas del desatino que acompaña a cada crimen.
Por eso, en Barcelona, podemos secuenciar tres apartados: la violencia política (años 1835 a 1939), la violencia criminal (englobando casos de 1929 a 1991) y la ciudad refundada (o el presente), entre 1993 y 2019. Se ha buceado en hemerotecas. “Sin periodismo no hay crónica negra y, durante décadas, las crónicas de La Vanguardia , fueron fundamentales”.
“Detrás de cada estallido de violencia hay siempre algo más, un cambio de fase o de etapa, una metamorfosis”. En Barcelona se citan tres ejemplos paradigmáticos como punto de partida. El primero, el ataque con las bombas Orsini, respuesta de es clase obrera a las salvajes condiciones laborales de la época.
El segundo, el movimiento encabezado por madres y mujeres de reservistas, que reaccionaron contra una clase política empeñada en mandar a los jóvenes a una guerra lejana. Y el tercero, la canalización de la violencia de la patronal por la vía de los llamados Sindicatos Libres, que expresaban el propósito de los empresarios de prolongar a costa de los trabajadores la prosperidad vivida durante la Gran Guerra.
Mantiene Ignacio Martínez de Pisón, autor de La buena reputación que “se diría que cada episodio de violencia no es sino un síntoma de una patología o un malestar previo de la sociedad, el espasmo con el que esta trata de sacudirse un dolor oscuro”. De ese modo, la crónica negra de cualquier ciudad podría ser vista como el relato de sus transformaciones más profundas y, en la Barcelona de los últimos siglos, Corominas arranca en 1877, con el “crimen del ermitaño”.
Nos cita en plaza Universidad. El recorrido empieza en el número 29 de la calle Joaquim Costa, la casa donde vivía Enriqueta Martí, la Vampira del Raval (hoy balcón con dos banderas españolas, lámpara blanca con flores en el techo, encima de la frutería y cerca del que fue mítico bar de copas, Almirall) y continúa hasta por Hotel Le Méridien, en las Ramblas, escenario en la década de los setenta del “Crimen del Gran Hotel Manila”.
Allí, un martes de noviembre de 1971, alguien que se hacía pasar por el Marqués de Alcántara (en realidad era un vendedor de biblias con trastornos psicológicos), y tras la excusa de pintarle un retrato, terminó con la vida de una joven a punto de ingresar en un convento. En la habitación 424 encontraron, estrangulada con sus propias prendas, a María Dolores Llorens, de 27 años. En el suelo, desparramados, dibujos y bocetos de ella semidesnuda. “Curiosamente, cuando al hombre (que en realidad se llamaba Manuel Sebastián) le concedieron el indulto, en 1975, ya había muerto en la cárcel”.
Dos de los casos más emblemáticos de la Barcelona contemporánea son el de la Carmen Broto, en 1949, y el de Enriqueta Martí en 1912. Los dos, tergiversados para que el relato triunfara. “De Enriqueta se dice que fue una asesina en serie cuando no es cierto, se le ha dado una explotación comercial, y a Carmen Broto no se la ha dejado de llamar prostituta y espía. Nadie se ha preocupado por saber la verdad de estos dos seres humanos, por ahondar. Así la leyenda tiene más mordiente”, lamenta el periodista y escritor.
Perpetuar la mentira en favor de la leyenda, una estrategia habitual, no ha dejado de desencadenar equívocos. Muchos de los que se preguntaron por las razones profundas de la violencia, al menos urbana, que se generó durante el procés (quema de containers, etc), se preguntan ahora por la ira juvenil generada en botellones, y siguen cuestionándose por qué hemos dado pasos atrás con el aumento de delitos homófobos en Barcelona.
Ya Albert Camus se peleó con su gran amigo Jean Paul Sartre porque Sartre creía en la violencia revolucionaria y Camus la rechazaba (“La violencia es inevitable e injustificable”). Fue tomando fuerza el concepto de “violencia estructural”.
El periodismo ha jugado paralelamente, con o sin criterio, un papel esencial en el tratamiento, autocensura y a veces sesgo, de la crónica negra. Al Hotel Ritz se le mencionó sin nombre, durante mucho tiempo, como “un hotel importante de la ciudad”. Se salvaguardaban personas y entidades. “Incluso hay recelo, modas, con lo de poner nombres de asesinos en el papel, aun cuando el sumario te lo permita –explica Corominas– y por eso a finales de los noventa la prensa tira de aquello que cree que es lo normativo: las iniciales.” Pocas veces la sociedad respeta el principio de privacidad.
Años 40, fascinante, la teoría es que la prensa no habla de crímenes. Pero en la hemeroteca están. Al poder franquista no le interesaba que se expusieran (en una dictadura el orden debía ser inmaculado) pero incluso el comisario de la brigada criminal escribió un libro, detallando también, entre otros tantos, el caso Broto.
A sus 16 años Juan Marsé es aprendiz de joyero. La mañana del 11 de enero de 1949 sale de su casa y en la frontera con Gràcia, en Escorial con Legalidad, divisa un Ford Sedan. “Dice que le queda en la retina la imagen, el cristal del coche lleno de sangre…”. Se supone que es la sangre de Carmen Broto, cortesana roja de bajos fondos, vilmente asesinada en una trama urbana truculenta.
Bajo ese impacto visual Marsé escribe “Si te dicen que caí” y construye “una historia brutal en la que mezcla cierta violencia anarquista con la figura magnética y libidinosa de Carmen Broto”. Lo sorprendente –apunta Corominas– es que, creado el mito de Broto, luego ciertos periodistas (algunos, grandes maestros del oficio), ya darán por buena esa versión difuminada y literaria de Marsé.”
Explicaba Juan Marsé que había conocido a Jesús Navarro, el asesino de Carmen Broto y que habían llegado a ser amigos aunque él andaba algo dolido con las versiones literarias que publicaba el escritor barcelonés. Lo evocaba en una entrevista con Xavi Ayén: “un tipo bajito, que cultivaba el aura de lo que había sido, vivía envuelto de ese perfume de peligro, de hombre con pasado siniestro, con gafas de ciego. Su imagen me resultó obsesiva con el tiempo”.