Un libro de historias crudas, de violencia y protestas, y mil asuntos turbios más es lo que nos ofrece este recorrido por la Ciudad Condal, desde el siglo XIX hasta nuestros días. Nos lanza este estudio Jordi Corominas, periodista que colabora en medios como El Confidencial, RNE o Catalunya Plural, además de presentar Históricos anónimos en La 2, y que también ha cultivado la novela, la poesía y el ensayo. No era la primera vez que este autor había dedicado su escritura a explicarnos su ciudad, pues entre sus títulos se encuentran Barcelona 1912: El caso Enriqueta Martí.
Corominas lo tiene claro: cada década del último siglo barcelonés tiene uno o varios crímenes capaces de resumir el contexto de la ciudad en ese momento histórico, desde lo político hasta lo social; con ello es posible trazar un mapa de la capital catalana, realmente insólito, mediante conexiones con la actualidad a partir de una premisa diáfana y clásica, pero siempre efectiva e iluminadora: entender el presente desde el pasado.
El libro al que nos estamos refiriendo, La ciudad violenta, tiene el aliciente de contar con un prólogo de Ignacio Martínez de Pisón, que empieza diciendo lo siguiente: «Hace más de quinientos años, Cervantes calificó Barcelona de “archivo de la cortesía”, definición que no es incompatible con su historial de violencia y criminalidad. ¿Hay alguna ciudad grande y antigua cuyo pasado no sea esencialmente convulso?». De este modo, el narrador aragonés nos introduce en unas páginas de Corominas, que dan comienzo con “las primeras bullangas, unas revueltas populares de signo liberal que arrasaron no pocos edificios históricos de la ciudad y provocaron centenares de muertos”, concluyendo “en la violencia de baja intensidad del procés, que por suerte no se ha cobrado ninguna vida”.
La urbe de las bombas
En un momento dado, como es bien sabido, en la época del anarquismo más vehemente, desde finales del siglo XIX hasta 1909, sobre todo, Barcelona fue la “ciudad de las bombas”, a lo que siguió en la nueva década una fase de pistolerismo. Martínez de Pisón llega a comparar la capital catalana con el Chicago que todos relacionamos con los gánsteres. Y menciona casos de violencia extrema en torno a la clase obrera y a las salvajes condiciones laborales de la época.
“Dicho de otra manera, detrás de cada estallido de violencia hay siempre algo más, un cambio de fase o de etapa, una nueva metamorfosis de la sociedad, la irrupción de un fenómeno novedoso que viene a alterar los equilibrios precedentes: la conflictividad causada por una industrialización rampante y sin escrúpulos en el caso de los ataques con bomba”, por ejemplo, explica Martínez de Pisón, que explica muy bien cómo cada episodio de violencia es un síntoma de un malestar previo de la sociedad. Y así, mientras pisamos la ciudad por sus diferentes barrios realmente estamos pisando episodios tenebrosos que pudieron ocurrir al lado de donde vivimos. Pisamos desde el presente el pasado, sin ser muchas veces conscientes de ello.
Por ese motivo, Corominas da inicio a su libro hablando de que el siglo XXI vive pegado al “presentismo”, como si el pasado no hubiera existido, y pone a Barcelona como mayor ejemplo de ello. “Cúspide de una economía basada en un turismo low cost donde no importa tanto el contenido como el continente, casi siempre monetario, Barcelona se preocupa poco o nada por transmitir su historia, que siempre utiliza dos motores, Antoni Gaudí y Leo Messi, modernismo y fútbol, sin considerar lo demás”, afirma de manera implacable pero innegable.
Corominas, en su afán por explica la ciudad y sus transformaciones desde lo violento, divide su investigación en tres partes. La primera corresponde a la violencia política y al siglo XIX, en concreto, desde 1835, “cuando las bullangas advirtieron de un nuevo paradigma, con la clase obrera como santo y seña de problemáticas futuras, en progresiva evolución al avanzar la centuria”. El siglo estuvo marcado, así pues, por la organización del proletariado, afín al uso de explosivos para conseguir relevancia y expandir mejor el mensaje revolucionario.
Década a década
Es más, “el estudio de la crónica negra en los rotativos del Novecientos nos aporta impecables ejemplos para tomar el pulso a esa sociedad”. De esta forma, como desarrolla en el segundo tramo del libro, a la primera plana saltó el sensacionalismo para satisfacer las ansias morbosas del lector. Y casos no faltaban, pues hubo algunos notorios basados en lo político, como el relacionado con Enriqueta Martí, que “fue un chivo expiatorio para condenar a toda una clase social tras la Semana Trágica”.
Asimismo, conoceremos cómo en los años cuarenta se pretendió una España limpia de crímenes, obligándose a la prensa “a un relativo silencio, desmentido al desmenuzar las hemerotecas”; los medios de comunicación, en un momento dado, “dieron prioridad a los crímenes donde los extranjeros eran los culpables, para dignificar la imagen del español en oposición a los escasos visitantes y forasteros residentes en Barcelona”. Así las cosas, Corominas no solo nos cuenta casos específicos de violencia, sino que con ellos va ilustrando cómo la ciudad y sus costumbres e intereses se fue desarrollando.
Habrá, por supuesto, casos de personas despiadadas que cometen fechorías por el mero hecho de hacerlas, como José Ignacio Orduña, el violador de Lesseps, que nos colocan ya en un ámbito de trastornos mentales. Ya en los años ochenta, en la época preolímpica, tenemos una conflictividad carcelaria que se mezcla con la acción de mafias internacionales, “mientras la violencia de género aún no es tratada como tal, y lo mismo acaecía con la ejercida contra el colectivo LGTBI, aún una rareza sin derecho a ningún tipo de respeto ni consideración penal”.
Y así llegamos a la tercera parte del estudio, centrado en la refundación de Barcelona, cuando la violencia criminal se funde con la política: “Los errores de los dos pasajes fronterizos entre el Guinardó y el Camp de l’Arpa nos hablan de carencias en nuestro sistema educativo”; por otro lado, aparecen las bandas juveniles y un caso ocurrido en el centro comercial Maremagnum, “donde el ecuatoriano Wilson Pacheco murió ahogado, lanzado al agua por algunos porteros de discoteca”. Un crimen que implicó la reglamentación de esa actividad nocturna y sacudió conciencias.