Nadie, nunca, nada, no: el lector inadvertido podría suponer por el mero título de este reciente conjunto de poemas de Juan Antonio Masoliver (Barcelona, 1939) una redención de impronta budista en la vía hacia el silencio definitivo de la muerte, de la suya. Pero no es así, aún no al menos. Su vía ha sido, a lo largo de una obra en proceso desde 1977, más bien una suerte de poética negativa, de la que este poemario es precisamente su mayor depuración o despojamiento. Su intensificación. Se reiteran entonces fielmente los temas anteriores –la vida dañada, el sexo y sus caracteres secundarios, los padres, la infancia, el lugar, la amistad, el amor, la muerte, entre pocos otros–, devenidos recuerdos, a su vez devenidos obsesiones, devenidos pulsiones, devenidos a la postre identidad, con leves variaciones, y tratados con viva acritud, a veces con sarcástica insolencia, con aflicción apasionada, pero nunca con resignación.
Poema
Sólo veo tus ojos despoblados
donde antes había lágrimas.
¿Te acuerdas cuando veíamos
ciegos el futuro? ¿Dónde está
el futuro? ¿Dónde estás tú
y todo lo que ofrecías?
Abandonado por la memoria
busco en la ausencia
y no encuentro nada.
Déjame inventarte de nuevo,
navegar en un mar
poblado de estrellas,
abrir ventanas con tu cuerpo
al aire y al aire tu alma
que tampoco existe.
Se me han negado la luz
y la oscuridad,
el polen y las cenizas.
Te busco entre las palabras
que no entiendo
pues nada significan
y allí está, despoblado de ti,
este poema.
Los modulados temas de su poesía obedecen a su afán de exactitud –un procedimiento análogo al emprendido en términos plásticos por un Morandi o un Cèzanne–: obcecada delimitación de los mismos objetos que no son otros que las imágenes sensitivas, morales, próximas o lejanas, que permanecen en la memoria que otra vez “se hace y rehace, se teje y se desteje”, como ha escrito Pere Gimferrer.
En sus memorias ficticias, Desde mi celda , el poeta había advertido: “ Sé que la poesía está siempre al acecho para que no cumpla con mi palabra –con que este será mi último libro–”. La compresión extrema a la que Masoliver ha sometido en este conjunto culminante dichas imágenes, acaba por producir un paradójico efecto de fusión y de purgación. Ha procurado fundir la propia identidad con la memoria, pero el olvido que producen las aminoraciones de la vejez parece disolver la identidad del poeta; el tiempo se funde en un confinado presente perpetuo en el que las imágenes comparecen solapadas; el deseo casi se funde con su objeto; y los vivos y los muertos participan en un mismo escenario.
Padres, sexo, amor, amistad, infancia... Habituales temas de su poesía tratados con viva acritud, sarcástica insolencia, aflicción apasionada; nunca con resignación
La purgación se produce porque justamente esta plenitud del vacío es un ejercicio preparatorio, un autorretrato en un espejo cóncavo, o ustorio si se quiere, en el que la luz, tan presente en sus primeros libros, se ha ido apagando paulatinamente, o concentrando si se quiere, en cada uno de los más recientes (El ciego en la ventana, Paraísos a ciegas, La negación de la luz ), y sobre todo en este, en el que el poeta se sitúa en el brocal del oscuro pozo de la extinción física y sólo perdura la lucidez de la rebeldía ante la desolación.
La referida paradoja también se traslada a la prosodia misma, más flexible, pero en la que predomina un verso de arte menor, escueto, en poemas de expresividad casi epigramática los más consumados, en los cuales se pone entredicho la propia existencia del emisor convertido en palabra, y en los que sigue escondida la viva fuente, aunque sea de noche.
El vértigo del poeta ante la fábrica de la aniquilación, ante el vórtice que devora la luz, por sus preocupaciones es de índole barroca; por su sedición luciferina, de índole simbolista; por su prosodia, vanguardista angloamericana; por su mirada moral, cernudiana; por su narratividad –poesía y prosa hermanados–, de índole singularísima, como ha visto Andrés Sánchez Robayna; y por todo lo anterior casi de índole hispanoamericana en su mejor tradición de la ruptura.
Poema
Espero siempre
cerrar los ojos
para un día no volver a abrirlos.
Irme sin sufrir
para dejar de sufrir.
No volver a la vida
sin conocer la muerte.
Estoy sentado plácidamente
frente al mar que viví cuando vivía.
Las voces que me llegan
y que hace tiempo que se fueron.
Estoy solo. Continuamente
se acerca una muerte
que no me llega nunca.
Abro los ojos. Veo la vida.
Vuelvo a cerrarlos.
Vuelvo a morir.
Como ya se ha destacado en estas páginas, la obra poética de Masoliver, apartada de las generaciones y corrientes literarias de su propio país, ha encontrado en los amplios horizontes y las activas complicidades en América a sus precursores y contemporáneos –Paz, Girri, Gola, Milán, Montejo y Cisneros, entre otros poetas–, y por eso mismo ha sabido elegir a sus interlocutores afines desde su edén subvertido en la península: Gimferrer, Segovia, Janés, Sánchez Robayna, García Valdés, Casado, Molina y, sobre todos ellos, Gamoneda.
En la continuidad geológica del vivir humano, que consiste en echar una capa de vivos sobre una capa de muertos, como escribió Gómez de la Serna, el vértigo de Masoliver impugna, como en el libro de las Lamentaciones, a que se le asiente en las oscuridades como los muertos para siempre, del que llora en la noche y su lágrima sobre su mejilla, cuando no es de azufre, apenas halla consolador de todos sus amigos. Masoliver es en estos poemas un agotado plañidero de sus propias exequias, al que el agua a sus ojos falta, pero no a su voz bríos, y en los que apenas se defiende la memoria de las oscuras manos del olvido en la plenitud de lo póstumo.
Foto: Consuelo Bautista