En los años ochenta Jorge Luis Borges visitó Barcelona al menos en un par de ocasiones, acompañado de María Kodama. En su juventud había pasado por la ciudad y la había considerado “ desagradable, fea, vulgar, gritona”. Pero en su vejez de autor internacionalmente consagrado, seguido, leído, venerado y discutido, Barcelona le acogió como a una auténtica estrella.

En abril de 1980, tras recibir el premio Cervantes de manos del rey de España en Alcalá de Henares (aunque ex aequo con Gerardo Diego), el autor de El Aleph recaló en la capital catalana. Se sumaba a las Jornadas Literarias “ Narradores de hoy”, que organizaba la editorial Bruguera, entonces en plena expansión previa a su hecatombe financiera. 

En aquellos años la alta cultura gozaba de un prestigio social y un tirón popular que hoy nos parecen inconcebibles. La expectación que levantaba Borges hizo conveniente trasladar su intervención al Paraninfo de la Universitat de Barcelona. Flanqueado por el poeta Marcos Ricardo Barnatán y el crítico y catedrático de la casa Joaquín Marco, Borges evocó la biblioteca paterna como “el acontecimiento más importante de su vida”, citó a Samuel Johnson, Hölderlin y Ramon Llull y declaró, muy en su línea: “No sé quien soy. Posiblemente una ilusión creada por la generosidad de ustedes”.

 Se hallaba entonces en el punto de mira político por distintas manifestaciones favorables a Videla; en Italia, unas semanas antes, le habían tratado de fascista. Y quizás por ello el entonces rector de la UB Antoni Badia i Margarit, prudentemente excusó su asistencia. 

Pero en aquel acto, tal vez de forma compensatoria, Borges refirió sus simpatías por el anarquismo (y de vuelta a Buenos Aires se retractaría de su apoyo a la dictadura). El editor y periodista Juan Martini, que entonces trabajaba en Bruguera, ha cifrado en 2000 los asistentes -yo fui uno de los que se apretujaron para escuchar al maestro- y ha recordado el “aplauso interminable” que le despidió.

En el aeropuerto del Prat le esperaba al pie del avión el conseller de Cultura de la Generalitat, Joan Rigol, quien presidió al día siguiente en el Saló de Sant Jordi una presentación en la que intervinieron Jaime Gil de Biedma (“todos hemos sido Borges, aunque no sabemos cuando”, manifestó), y de nuevo Joaquín Marco. 

El argentino, según la crónica de Victor Amela, definió su último trabajo como “un borrador disfrazado de libro”, y afirmó que todo escritor “no hace sino escribir, una línea, un verso, y yo llegaré a mi verso al día siguiente de mi muerte”. 

Al día siguiente firmaba ejemplares en las casetas de Alianza -había cambiado de editorial española- instaladas en la Feria del Libro de Barcelona, que entonces se celebraba en el Paseo de Gràcia. A Borges le quedaba poco más de un año de vida. Falleció en Ginebra el 14 de junio de 1986, dos meses después de contraer matrimonio con María Kodama.

De aquel encuentro surge una historia de ficción recién publicada. En El combate interminable Flores, autor de anteriores novelas como En el umbral o Todas las primaveras, ha imaginado recorridos barceloneses del escritor argentino en el coche conducido por un chófer con su propia historia.

En las conversaciones que ambos mantienen surge a menudo otra figura real, la del boxeador Josep Gironès, muy famoso en los años treinta, que llegó a combatir con el campeón mundial Freddie Miller, fue guardaespaldas de Lluís Companys y se exilió a México tras la Guerra Civil. 

La peripecia de Gironès reafirma en Borges su teoría del héroe, al igual que los espacios del Hotel Majestic reavivan su querencia por los espejos. 

El cruce de esta trama con una historia paralela de infancia y de mar componen una bella fábula que publica Navona en su nueva etapa, y que a mí me ha impulsado a volver sobre estos recuerdos de las visitas de Borges a Barcelona.