Carlos Zanón merodeó el mundo de la música, pero era mejor con el bolígrafo que con la guitarra y llevan su letra canciones de Loquillo o de Brighton 64. Su última novela, Love Song, chorrea música y ese desencanto sin aspavientos que acompaña todos sus libros. Los tres protagonistas saben que será su última gira. Forman un triángulo de un equilibrio perfecto y a la vez imposible. Eileen está casada con el guitarrista y el más popular de los tres, Jim, que apareció en unos programas de televisión de los que no quiere acordarse. Cowboy sigue en el sexo, drogas y rock’n’roll, aunque ya las botas camperas se le estén desgastando, es amigo íntimo de Jim pero también de Eileen. Eileen ama a Jim y Jim ama a Eileen. Cowboy y Jim son amigos indestructibles. Eileen, por su carácter menos ordenado y más salvaje, tiene con Cowboy una complicidad que nunca llega a tener con Jim. Pero Eileen y Cowboy saben que, sin ese sentido de Jim para organizar la realidad, todo se habría ido a la mierda hace tiempo. Ese triángulo de fragilidades se sube a una furgoneta para girar por campings de segunda y restaurantes turísticos. El chófer es un tipo llamado Sandino, el taxista con problemas de identidad de Taxi, al que ellos rebautizan como Polidori. La gente espera la canción del verano y ellos se empeñan en servirles, de manera desordenada, un rock de invierno congelado en el año 1985.
Espero a Carlos Zanón merodeando por la Plaza Real, que debería escribirse en la placa municipal con una “r” minúscula, porque más que aristócratas lo que merodean son artistas callejeros, buscavidas, extranjeros de larga estancia en Barcelona, descuideros, algunos turistas y gente que camina despacio porque no va a ninguna parte. Zanón llega despeinado, con ese cansancio que se le ha quedado crónico pero que no le impide luchar en todos los frentes: los libros, los artículos tozudamente literarios en La Vanguardia que están creando un ecosistema propio de lectores, la organización del festival de literatura policiaca BCNegra que resulta un rompecabezas y los mil compromisos de esa vida de comediante itinerante del escritor que lo llevan a actuar en bibliotecas, salas traseras de librerías, salas polivalentes de los colegios, centros cívicos y, a veces, algún antiguo teatro. Nos acomodamos en el interior del Bar Glaciar, que a esa hora de la mañana está vacío. Los camareros lo saludan con ese respeto con que los que llevan tiempo en el oficio reconocen a los clientes que saben leales. Los personajes de Zanon creen en la lealtad.
Ya nadie le pone a su hijo el nombre de Leal. Lealtad es una palabra poco usada…
Pues a mí me gusta. En la Edad Media los caballeros podían vender la fidelidad, pero no la lealtad. Lo que el Cid cede al vender su espada es la fidelidad, pero la lealtad es otra cosa, que va más allá. Lealtad es la que tienes a un escritor o a un músico que has seguido desde mucho tiempo atrás: aunque lo que ahora haga sea una mierda estás con él porque un día hizo algo que te cambió la vida y tu agradecimiento es eterno.
A Jim, el más sensato de los tres músicos, le fastidia esa complicidad mental de su mujer con su amigo Cowboy. Dice el narrador: “Jim no esperaba justicia, sino lealtad”…
Es que en el amor no puede haber justicia. A veces quien más quieres que te quiera, te deja sin más. El amor es amor, por eso no es justo.
Pero ese dejar atrás la legalidad e incluso la justicia en favor de la lealtad, ¿no tiene el peligro de poner las cosas fuera de control?
Pero en el ámbito privado todo debería estar fuera de control. En casa lo que buscas es un apoyo incondicional.
Sobre el amor, en el libro explicas que uno se puede enamorar de una persona pero también de una canción. ¿Ese ensimismamiento con el que a veces tocan los músicos sobre el escenario es como el del escritor?
En ese músico que está tocando para sí mismo hay un cierto onanismo exhibicionista que no sé si está al servicio de la canción. En una novela es ese regate que no sabes si está al servicio de la historia o de tu ego. Creo que hay un ensimismamiento negativo. Cuando te ponen el foco y te lanzas con el solo interminable que te interesa a ti, hay vanidad.
¿Pero no te parece fascinante ese momento en que los músicos se miran entre sí, se hacen guiños cómplices y se evaden del escenario como si estuvieran en otra parte?
Sí, es bonito esos músicos que se miran, que se sonríen, que se buscan, que se entienden. Están creando algo que hace dos segundos no estaba y eso es genial. Pero yo a eso no lo llamaría ensimismamiento, lo llamaría magia. El ensimismamiento es lo vanidoso, lo innecesario.
Tus tres músicos están empeñados en ofrecer la música que nadie les ha pedido; a veces son entregados y, otras, caprichosos. No sé decir si resultan adorables u odiosos…
Las dos cosas. No siempre hacen lo correcto. Pero es como con Tom Ripley en las novelas de Patricia Highsmith: no es buena gente pero mientras estás leyendo te gustaría que no lo pillasen.
Pero sabes que no debería gustarte…
¡Claro! Esa es la gracia. Hay ahí algo de fiera acorralada que te interpela.
La Wikipedia te emparenta con Jim Thompson, otro que mueve personajes oscuros. Sin embargo, no te acabo de ver en esa liga, ellos se encariñan poco con sus personajes.
Fue Lorenzo Silva, cuando publiqué No llames a casa, quien dijo que era el Jim Thompson español porque en esa novela las historias son de unos desarraigados a los que nunca darías la voz. Pero es verdad que Jim Thomson es inmisericorde y yo no.
Tus personajes están llenos de defectos, pero también hay algo hermoso en dejarse la vida para hacer música que sea algo más que estribillos pegadizos. Se les coge afecto.
Quería huir del héroe maldito y del ensañamiento. Las mismas virtudes que nos permiten crear y volar son las que nos impiden andar y tener una vida convencional. Es la bendición y la maldición. Lo que los hace ser creativos a la vez es lo que hace que no sepan o no puedan funcionar en la vida cotidiana. Es difícil estar dos años de gira, llegar un día por la mañana y sentarte en una comida con los cuñados.
Según esa ecuación, vista al otro lado del igual: si tienes una vida agradable, estable, familiar, con dinero suficiente para pagar las facturas al día y cierto confort, ¿nunca podrás llegar a ser un artista?
Si no hay un conflicto en ti no sacarás nada de dentro. La idea de que “apruebo una plaza de funcionario, termino a mediodía y tendré las tardes libres para escribir” nunca ha dado ningún libro bueno. Te destroza tanto los huesos tener la vida solucionada que por la tarde no sabes qué hacer. Yo soy una persona familiar, pero tienes que tener un conflicto contigo mismo. Un artista no puede ser un contable, ha de ser alguien que no acaba de estar a gusto. Escribes para encajar.
Pero los escritores que más triunfan hacen una lista de ingredientes que salpimenten la trama con algún crimen ritual, abusos, abandono, pasión arrebatada, violencia, tal vez sexo. Colocan cada cierto número de páginas un giro en la trama, calculan que cada capítulo acabe en pico alto. ¿Los escritores de éxito no están del lado de los contables?
Esos no hacen literatura, esos redactan libros. No te pellizcan. Estamos en la misma selva el watusi y el pigmeo, somos indios pero no somos iguales. Ganar el Planeta es como ganar el festival de Eurovisión… uno al final se queda con ganas de preguntarle al ganador: “¿Pero usted es músico?”. Igual sí, pero igual no. Hay cosas que parecen lo mismo, pero no lo son.
Esto de comparar el Premio Planeta con Eurovisión tal vez no lo pongo, que igual te iban a llamar la semana que viene para dártelo y te fastidio un millón de euros.
¡Ponlo, ponlo! Así no me lo ofrecen y no me tientan.
Vivimos rodeados de tentaciones. También a la hora de elegir contenidos para ocupar nuestro tiempo de ocio. En esta exuberancia de plataformas y esa barra libre musical de Spotify donde todo está a golpe de un clic, ¿hemos extraviado algo?
La diversificación hace que pierdas la conexión emocional con el intérprete. Antes, crecías con ellos. Esperabas que sacara un disco, que viniera a tu ciudad. Ahorrabas dinero y elegías lo que te podías comprar. Y llegabas a casa y te empollabas el disco, te lo ponías una y otra vez, y aunque no te gustara mucho, insistías hasta que te gustaba porque te habías gastado ahí todo el dinero. Ahora te recomiendan a alguien, vas a Spotify y te escuchas toda su discografía en una sentada. Y ese acompañamiento en tu vida que te podía dar ese artista, lo pierdes. No puedes asumir toda esa música de golpe. Somos seres humanos, no máquinas; hemos de asimilar las cosas a cierto ritmo.
¿Quizá por esa diversificación ya no es época de tótems musicales que hacían temblar el mundo con la guitarra o hay por ahí mirlos blancos?
El rock ya no es la calle central. Los mirlos blancos son esos a los que no se les espera, que no son técnicamente perfectos pero tienen algo. Ahora hay mucha formación y eso está bien. Pero las academias unifican, te dicen “haces esto mal”, pasan el cepillo y acaban todos siendo iguales. Bob Dylan no canta bien, canta como un coyote al que le han pisado la cola. Si le hubieran hecho ir a clases de canto cantaría mejor, pero ya no sería Bob Dylan. De tanto pasar el cepillo alisas todo.
En la novela, los músicos se apean del aguacero de inputs del presente y deciden que solo van a tocar en su gira por la costa música del año 1985. En alguna ocasión has hablado de la violencia de la tecnología. ¿Corres el riesgo de que dentro de veinte años te vapuleen por resistente tecnológico?
Es un debate antiguo. La tecnología hace la vida mejor en muchas cosas, pero el debate acaba siendo: ¿si se puede hacer se ha de hacer? Hay aspectos en que la tecnología es perjudicial para el ser humano, pero siempre ha sido así. El progreso tiene sus contrapartidas; el progreso que llevamos al Congo Belga no fue para bien. Para mí, la tecnología actual es violenta porque es tan veloz que no podemos asimilarla ni asumirla y ha destruido la posibilidad de encontrar un relato de lo que está pasando. Vivimos ansiosos, tenemos que entender de todo, saber de todo. Que te traigan a tu casa un libro en seis horas, ¿eso es necesario? Estas viendo algo en YouTube pero te sugiere una serie de cosas y no acabas de ver lo que habías empezado y no profundizamos en nada. Las cosas que nos han cambiado son aquellas a las que hemos dedicado tiempo. Al amor tienes que dedicarle un tiempo para encantarte pensando en esa persona, para poder echarla de menos.
Eileen, Cowboy y Jim toman como chófer de su gira a un viejo conocido de tus lectores: Sandino. Ellos lo rebautizan como Polidori, ese amigo secundario que observaba el triángulo de talento, ego y distracción que formaban Lord Byron, Mary Selley y Percey Shelley. ¿Por qué ese juego de espejos?
Desde chaval estaba loco con Lord Byron. Con 15 años leí La peregrinación de Childe Harold y me voló la cabeza. De Byron me interesa mucho el personaje, es la primera estrella de rock. Shelly y Byron, cuando se conocen, se sienten fascinados el uno por el otro. Esa amistad los mata. Shelley sale a navegar sin saber ni navegar ni nadar porque intenta hacer una proeza de Byron. Años después, Byron, en vez de perseguir señoritas italianas en su vida de aristócrata, decide pagar una milicia e irse a luchar contra los turcos en Grecia por defender su causa de manera idealista, pilla unas fiebres y se muere. Era algo que era más propio de Shelley, ese hacer algo más allá de él mismo, de perseguir algo más grande. Eso de “quiero ser digno de ti”, los mata. A veces, en el amor o en la amistad, intentas ser digno del otro, pero eso hace que no seas tú.
Se dice en el libro: “A veces no consigues lo que quieres pero sí lo que necesitas”. ¿Es un pacto con la vida porque si no lo firmas te quemas a lo bonzo como hace Cowboy con sus adicciones y su huida hacia adelante? ¿Hay que conformarse con lo que la vida puede ofrecerte?
Pero igual tampoco es un mal pacto. En la novela se muestra que vivir en las nubes y vivir en los sueños es una estupidez. Tienes que tener una toma de tierra. No puedes pensar: “¡Soy tan bueno como los Beatles!”. Pues no, has de encontrar tu manera de ser tú. Tienes que ser ambicioso y tener fe, pero también ser realista. Sin ambición ni fe nunca bates un récord, pero no puedes creer que vas a saltar quince metros en el aire, porque no lo vas a saltar.
Es difícil tener la fe en la dosis justa…
Si tú crees que dios existe y que te quiere, que te cuida… eso debe ser increíble. Tener fe de verdad debe ser la hostia.
Eileen dice que le gustaría tener un súperpoder: hacer callar a la gente a voluntad. Si tú tuvieras ese súperpoder, ¿a quién harías callar?
A todos aquellos que conscientemente han quitado el poder a la verdad. Tú puedes exagerar, incluso engañar, pero no hacer que la verdad no importe. Que sepan que lo que dicen es mentira y les dé igual me parece terrible porque el daño que están haciendo es tremendo.
A veces, el escritor se aferra a su verdad o a su alucinación. ¿Tú eres de hacer caso a las indicaciones del editor para cambiar cosas en el texto?
He publicado cinco libros con mi editora, Anik Lapointe, y me fío de su criterio. No me cierro en banda porque cuando escribes una novela estás muy metido, como en una topera, y al final no ves nada.
Ahora no escribes o, al menos, no publicas libros de poemas. ¿Tú sigues siendo poeta?
Difícil de responder. Félix Grande, que era un poeta enorme, dijo que tú no dejas la poesía sino que la poesía te deja y te abandona. Yo creo que tal vez puedo tener una mirada de poeta por la manera de descifrar la realidad, pero las manos las tengo ya de novelista. Es difícil combinar la prosa y la poesía y no acabar en un lado. Las manos se te encallecen y ya no son de artista, sino de albañil.
¿Eres un albañil poético?
Sí que la poesía está en mi manera de escribir, en todo lo que yo hago.