Aprovechando que la crítica literaria ha quedado estabulada en sus cuarteles de verano, diré que últimamente me asalta la sensación de que la historia de la poesía del siglo XX podría organizarse en dos grandes corrientes que vinieran, una de T. S. Eliot, con La tierra baldía (1922) y sus Cuatro cuartetos (1943), y otra, de Edgar Lee Masters y su Antología de Spoon River (1915). A lo largo del tiempo, cuando una de esas dos corrientes domina el panorama y ocupa el cauce de la avenida —resulta «hegemónica», suele decirse—, la otra permanece a la defensiva, muda, como esperando su turno o, tal vez, el siguiente golpe de péndulo. Evidentemente no es así, pero yo tengo esa sensación, que estoy dispuesto a abandonar de inmediato.
El viaje para encontrar una dicotomía que simplifique la sucesión de generaciones y la proliferación de corrientes, tendencias, concepciones, poéticas, etcétera, ya lo emprendieron antes otros con mayor fortuna, entre los que hay que citar a Luis Cernuda, tal como lo recogía Luis Maristany en su brillante estudio a la edición de la prosa del poeta del 27.1 Aquí se remitía Maristany a la «pareja de términos opuestos: expresión y dicción», y subrayaba la opinión cernudiana de que la poesía «debe ser expresión, no dicción».2 A pesar de la advertencia de Cernuda —que se remitía a Wordsworth—, han seguido practicándose esos dos tipos de poesía; en uno, el fiel de la balanza, que nunca permanece en su centro, se inclina hacia la expresión, o sea, hacia el lenguaje coloquial o hablado, que incluye la prosa;3 y en el otro, se inclina hacia la dicción, o sea, hacia un lenguaje ya codificado que suena a poético de antemano.
Pero esta simplificadora sensación evita la oposición entre dicción y expresión para situar el tema en otro plano de discusión, tal vez complementario, dando por hecho que el poema es siempre un texto escrito y la inclinación hacia la dicción no puede excluir la expresión; dicho de otro modo, lo conversacional, cierto prosaísmo e incluso lo autobiográfico no excluyen que el poema se resuelva en dicción, rebajando, a uno y otro lado, tanto el registro lingüístico como el autobiográfico.
Según esto y dentro de esta simple sensación, Eliot seguiría siendo el modelo de una poesía metafísica, hermética, que solo puntualmente se inclinaría hacia la conversación y cuya corriente se introduce en algún poeta del cincuenta, en algunos más de los Novísimos, en poetas de los ochenta (metapoesía, poética del silencio) y otros grupos posteriores. Más tarde, esta alta marea metafísica habría ido desembocando, con honrosas excepciones, en palabrería juvenil y en confusos desahogos del yo más oscuro. Por su lado, Lee Masters podría ser el referente de esa otra corriente que inclinaría puntualmente la balanza hacia la expresión y que se identifica mejor con esa corriente de la poesía que construye una «historia de vida» o lo que se ha llamado entre nosotros «poesía de la experiencia», en la que cabe casi todo y que se extiende en el tiempo hasta hoy mismo, en que no hay poema que no hable del yo, del superyó, incluido el tonto yo; en la que ya no hay distancia formal respecto a la anécdota, ni se intenta aquello de la «ficcionalización del yo» ni siquiera se propone un correcto monólogo dramático; incluso se ha borrado la elemental distinción entre el yo biográfico y el «yo lingüístico» o lírico, hasta donde llega mi conocimiento de la más reciente poesía, que es limitado.
El primero resulta ser el modelo para los poemas en clave cultural e histórica, y el segundo, para los poemas de «historia de vida», si me acojo a este género sociológico que prefiero al de «poesía de la experiencia». En ambas corrientes se han escrito buenos poemas, muy buenos poemas, pero también, en ese maremágnum, están muchos otros a los que convendría recordarles una frase de la película I not there, ese biopic sobre Bob Dylan, Premio Nobel de Literatura de 2016: «Creo que encontraste antes tu libertad que tu técnica».
Es evidente que también existen esos poetas que durante la dictadura y después, ya en la transición, han navegado por ambas corrientes o ríos, el de la metafísica y el de la poesía de la experiencia, fundiendo ambas aportaciones, por lo que podría proponerse, a pesar de su relativa mala fama, una tercera vía, tal vez la que vaya a sobrevivir a la civil liquidación llevada a cabo desde las respectivas trincheras.
Por los cauces del engaño en clave borgiana
Para resolver esta simplificadora propuesta, me ha sido de provecho el libro de poemas Cauces del engaño, de Luis Martínez de Mingo, en la evocadora colección Calle del Aire de la sevillana editorial Renacimiento. De antemano, habría que agradecer al autor que nos haya dado una antología de sí mismo, una antología personal, sin que eso signifique la renuncia a todos sus anteriores libros de poesía.4 Este método no deja de ser una operación quirúrgica, que indica determinación curativa y autocrítica, o al menos así me lo tomo yo. No obstante, para que no resulte un déjà lu, tampoco se puede dejar de decir que estos Cauces de hoy son el epítome decantado de los libros anteriores: Cauces del engaño (1978), Anacrónica y Fidel (1985) y Ni sombra de lo que fui (2013), con algún inédito adjunto.
Y para compaginar todo esto, hay que invocar a Borges, pues esta antología de Martínez de Mingo está estructurada en torno a cuatro ciclos que, en realidad, responden a cuatro temas sustanciales y eternos: el tiempo, la muerte, el amor y, menos, el viaje, con un envío, que gobierna todo el libro, tomado de «Los cuatro ciclos», incluido en El oro de los tigres (1972) de Borges. Cauces del engaño se abre con la reflexión final del texto de Borges: «Cuatro son las historias. Durante el tiempo que nos queda seguiremos narrándolas, transformadas». Detrás de esta cita que abre Cauces del engaño, hay que suponer una declaración de los propósitos del autor: revisar y retomar todos sus poemas para que, leídos ahora de nuevo, «transformados», leamos otros poemas que son los mismos. Es evidente que solo esta propuesta, esta clave borgiana, puede facilitar una segunda lectura provechosa; pero, en realidad, la clave de este procedimiento se encuentra en otro texto de Borges: «Pierre Menard, autor del Quijote». En cada uno de estos cuatro «ciclos» —que para Borges son «historias»—, Luis Martínez acumula poemas que provienen —con desigual proporción y algún inédito— de cada uno de los libros anteriores que ha publicado, con lo que la aproximación actual a estos Cauces del engaño queda sometida a una lectura en la que, aunque no haya ningún cambio textual significativo, lo que ha cambiado es el contexto. En esta clave, lo dicho es textualmente idéntico a lo que se dijo y publicó en un momento anterior, pero hoy tiene una lectura distinta porque algo ha cambiado.
Desde luego, el tiempo ha pasado sin remedio, tema que aborda en los 15 poemas primeros, que van encabezados por el exabrupto epigramático del poema «Consecutio temporum», de Emilio Sagasti: «Ni soy feliz/ ni falta que me hace». La idea de consecutio temporum viene al pelo, no obstante, para apuntalar este comentario, pues esta antología de Cauces del engaño tiene, como decimos, su justificación en que ha pasado el tiempo y eso modifica las percepciones y, a la vez, exige una interpretación que tenga en cuenta eso, la correlación de los tiempos. Desde esta perspectiva, Cauces del engaño es un experimento y un trampantojo, un juego de ojos literario. Pero ¿estamos ante una antología de los poemas que el propio autor salvaría? ¿Es el propio autor su mejor antólogo? ¿Se trata de una «antología personal» o, como sugiero en el título, de una «antología de autor»? ¿Se ha buscado lo representativo de una evolución poética o el autor considera que estos poemas deben estar aquí porque han resistido el paso del tiempo? El autor podría haber elegido un método cronológico, pero ha optado por recurrir al sistema borgiano de ciclos, aunque, en realidad, ha superpuesto una plantilla temática que obliga a leer los poemas en la tesitura de una modulación, una aportación personal a temas que han sido tratados a lo largo de toda la historia de la humanidad por muchos otros poetas y filósofos. Por tanto, estos Cauces suprimen incluso el determinismo del tiempo para colocarse en el tema, que es una dimensión intemporal, abstracta. Aquí veo yo una maniobra de negación del tiempo y la ocasión oportuna para situarse en el plano de las ideas, en el plano de la intemporalidad, no digo de la eternidad. Por cierto, Borges habla de ciclos, pero se está refiriendo a etapas de la humanidad, a cuatro historias, cuatro momentos en los que algo que tuvo larga vigencia para la humanidad cambió o se perdió, y eso, según Borges, nos obliga a seguir narrando esas mismas historias, aunque transformadas. En Borges no son temas, sino historias que determinan ciclos de la humanidad: la guerra de Troya, el regreso de Ulises a Ítaca, la búsqueda del vellocino de oro, el santo Grial o la ballena del capitán Ahab y «el sacrificio de un dios», que incluye a Odín, Attis y a Cristo «crucificado por los romanos».
Pero volviendo al método de «Pierre Menard, autor del Quijote», ¿qué es lo que ha sucedido para que leyendo los mismos poemas podamos leer otro texto, tal vez nuevo y distinto? Es visible que Martínez de Mingo puntualmente ha retocado —y mejorado— la puntuación, la disposición del poema y ha corregido algún término, algún tiempo verbal; pero la operación fundamental que se lleva a cabo en esta antología es que el autor ha optado por huir, hasta donde ha podido, y ponerse a salvo de ser clasificado dentro de «la poesía de la experiencia». De esta manera, ha inclinado la balanza hacia el lado de la dicción, hacia el lado más culturalista (Eliot) del poema, soslayando en parte, solo en parte, el lado de la expresión (Edgar Lee Masters) y la «historia de vida». Aun así persisten a lo largo de la obra poemas que están directamente extraídos de su autobiografía; pero el poema, por el efecto de estar situado dentro de un tema, produce un corrimiento hacia la idea reorientando la anécdota. No olvidemos a John Donne, el metafísico por decisión de T.S. Eliot, para quien un pensamiento es también una experiencia, axioma al que tanto recurrió Gil de Biedma.
Esta tensión entre expresión y dicción ya estaba en todos los libros anteriores de Martínez de Mingo, pero en este epítome se ha intensificado y, en mi opinión, mantiene un buen equilibrio entre los dos extremos de esa inercia: la inclinación hacia la dicción en «Un soneto raro para la ocasión» y el hermetismo, por ejemplo, en «El funesto juego de los encadenados», que antes se tituló «El célebre juego de la tautología». Esta búsqueda del contrapeso entre los términos de esta oposición ha llevado a su autor a evitar algunos poemas que son confesiones muy directas y biográficas, o muy identificables, aunque también ha mantenido concretas referencias («Aquellos encuentros…»); a veces también ha variado algunas citas iniciales y ha titulado de nuevo ciertos poemas («Fugit irreparabile tempus») o ha llevado a cabo intervenciones más significativas en el texto («El funesto juego…»).
En otros casos, ha dado más espacio a tonos que habían quedado desleídos o perdidos en las entregas anteriores: por ejemplo, el humor. En el pasado era más expresionista, más entusiasta, diría él, y ahora se percibe mejor la distancia que le proporciona el humor ácido, esperpéntico a veces, y la propia conciencia de estar aplicando a un hecho, al recuerdo de un amigo, a una mujer, a sí mismo, un tratamiento distanciador. Asimismo, se ha entregado con soltura al soneto, mejor, al endecasílabo, que, como a Quevedo, le sirve para las más trascendentes y las más severas circunstancias.
El segundo ciclo recoge, sobre todo, los dramáticos textos escritos con ocasión de la muerte de la madre; de nuevo nos enfrentamos a esa tensión entre lo autobiográfico, crudo y duro, y la dicción. Esta preocupación por lo formal le ha hecho dudar en alguna ocasión sobre si utilizar la prosa o el verso para tratar este tema. Así, algunos de los que hoy son poemas han sido narrados, prosificados antes, pero finalmente, como poemas, ganan en contundencia y en rotundidad, y permiten ver mejor la altura y la profundidad del dolor sin paliativos. A la desaparición de los padres, se suma la experiencia de la orfandad sin componendas, mientras se busca con rencor al responsable; pero le sucede como en el soneto de Quevedo: «¿Nadie me responde?». Este ciclo, esta serie, que se ha puesto seria, se complementa con algún poema inédito, por ejemplo, el dedicado a la peste provocada por el covid-19 y el tratamiento vociferante que le han dado los medios de comunicación. El Bosco, como en otras ocasiones, le sirve a Martínez de Mingo de severo referente plástico, en concreto El carro de heno, para cerrar el ciclo con su «Autobiografía para el tiempo de la peste (14-03-2020)».
Lírica y biología: de Borges a Catulo y Marcial
Un autor puede renunciar a su propia biografía, puede modificarla, edulcorarla si se quiere, incuso recrearla admitiendo los caprichosos vaivenes del olvido interesado, pero no siempre puede soslayar su propia biología. Los ciclos del amor y del viaje, aunque son dos temas importantes en Borges —lo problemático del amor y el viaje alrededor de sí mismo—, entran mejor en ese lado de la balanza que se inclina hacia la expresión, hacia la anécdota, hacia lo coloquial, hacia lo físico. A pesar de ello y en general, en toda la poesía de Luis Martínez se da una tensión extraordinaria, casi al borde de la ruptura de la lógica, casi ya surrealista, entre los términos A y B de una relación analógica. Esta es la vía formal, la vía de la dicción que compensa, y recompensa, no solo el dato biográfico, la experiencia personal, sino la crudeza, tal vez solo el descaro biológico de algunos encuentros. El ciclo del amor se abre con la famosa cita de un soneto que Borges dedicó a su ciudad natal, que hay que leer en paralelo con el anterior; ambos se titulan «Buenos Aires» y están en El otro, el mismo (1964): «No nos une el amor sino el espanto;/ será por eso que la quiero tanto».
Parece una confidencia amorosa, pero esta memorable afirmación de Borges, que tanto éxito ha tenido, es en realidad una reflexión sobre la ciudad, su ciudad, que antes buscaba «en la verja que guarda una frescura/ antigua de cedrones y jazmines» y acaba siendo el escenario, «el plano» de sus propias «humillaciones y fracasos», que, como un amor imposible, es odiada y amada a la vez.
Esa contradicción, tan clásica, obliga a traer a colación el poema 85 de Catulo y también a Marcial (Lib. I, 73), cuya cita abre el poema XXXVIII de este ciclo y que facilito traducido: «No hubo en toda la ciudad, Ceciliano, ninguno que quisiera tocar a tu mujer gratis, mientras se podía; pero ahora, desde que le has puesto guardianes, la turba de sus amantes es enorme: eres un hombre ingenioso».5
El poema de Catulo, de dos versos, es uno de los más citados, porque desnudo de nombres y adjetivos, directamente constata el tormento y la tortura del amante: «Odio y amo. Quizá me preguntes por qué./ No lo sé, pero así lo siento. Y sufro».
Las citas de Catulo y de Marcial pertenecen propiamente al paratexto de estos engaños literarios, pero proponen dos modos complementarios para leer este ciclo sobre el amor. Por un lado, la exposición y exhibición de la tortura o el tormento que implica la pasión amorosa, visto en términos de Catulo, y, por otro, el tratamiento que la distancia, el humor y el ingenio que puede aportar la visión de Marcial. Catulo y Marcial están, en parte, relacionados porque ambos están sometidos a los deseos, los caprichos y los ritmos de Lesbia, que a Catulo se le iba con cualquiera y que a Marcial le sirve para enlazar con un tipo de mujer libre en su comportamiento y que utiliza para moralizar sobre la sociedad de su tiempo (40-104 d. C). Aunque Marcial es el gran codificador del epigrama, buena parte de su poesía y la misma figura de Lesbia dependen de Catulo, de su lección lírica, pero ha sido este quien escribió una mujer que se puso el mundo por montera e hizo que Catulo reaccionara con despecho mandando literalmente a «tomar por culo» a algunos de sus amantes. A la bibliografía les remito.6 Ambos poetas oscilan, sin previo aviso, entre el más exquisito lirismo y la directa obscenidad. Aquí está, pues, la clave de este tercer ciclo, cuya tortura interior resume este final del poema XXXVIII: «El arácnido de los celos/ me recordó los tangos de Gardel/ y las meriendas con latas de sardinas».
En este grupo de poemas, hay que esperar esos trallazos finales, imprescindibles en los epigramas, que suelen suceder como venganza del autor después de la confesión y el relato de un determinado encuentro, de un supuesto polvazo. Asistimos a una confesión, pero el autor nos despide con un riguroso latigazo en las nalgas; nos permite presenciar su intimidad por un agujero, pero se venga con ese remate final. También hay principios llamativos, como el que arranca el poema XLIII de este mismo ciclo: «Me absorbes como el agua que tragan los lavabos», que no necesita explicación. No se permite, sin embargo, Luis Martínez la grosería verbal; prefiere la desvergüenza, el desplante, el trallazo final del epigrama, la nuda confesión, como hemos dicho; nunca se permite la cruda expresión latina de Catulo. De ahí deduzco yo ese vaivén de la expresión a la dicción que se va convirtiendo en tercera vía, que es donde habría que situar esta antología de Martínez Mínguez, en la línea de, por ejemplo, la poesía de Francisco Brines, en que la experiencia está matizada por el lirismo de la reflexión.7
El ciclo de los viajes es seguramente el menos borgiano y el más ligero de esta antología. El propio autor, citando a Nuria Amat, ya reconoce que «viajar es muy difícil». Esta sección añade a los libros anteriores, algunos inéditos. Lo cierto es que estos poemas están en otra sintonía, que suenan con otra música, que siguen otras pautas. Todos ellos tienen una dimensión menos íntima, menos lírica, aunque, tal vez por razones generacionales, «La medina, la ciudad» y, sobre todo, «Castillo renacentista de La Calahorra» me traigan a mí reminiscencias particulares. Tienen, además, los poemas de este ciclo una carga más culturalista y más sociológica, como el poema LXII, que cierra el libro, escrito con motivo de la publicación de los Diarios de Jaime Gil de Biedma.8 Este poema trata de reconstruir un sonámbulo viaje por esos Diarios con la finalidad práctica de intervenir en la polémica que tras su aparición, veinticinco años después de su muerte, suscitó la confesión de sus relaciones con un muchacho «de doce o trece años» en Manila, en el curso de uno de sus viajes para supervisar los negocios que allí mantenía la Compañía de Tabacos de Filipinas. Intervenir en la polémica y, además, ajustar las cuentas con uno de sus modelos literarios: esa es la cuestión. El poema está resuelto como una conversación, mejor, un diálogo de tú a tú con Gil de Biedma, en el que rememora algunas anécdotas y opiniones de aquel que fuego fue y del que, al aire de Quevedo, como dice Luis Martínez de Mingo, «no queda ya ni lo que fue ceniza». Me parece a mí que más que ceniza, la obra de Gil de Biedma todavía es mucho más que un rescoldo, que se avivará cuando esta «sociedad del chiflo» y el puritanismo moral dominante se centre en sus verdaderas reivindicaciones y aplique la crítica que se merece.
1 José L. García Martín suscita este planteamiento y lo estudia en su prólogo a Selección nacional: última poesía española, Gijón, 1998, p. 15.
2 Luis Maristany: «El ensayo literario de Luis Cernuda», en Luis Cernuda: Prosa I, Obra completa, vol. II, ed. a cargo de Luis Maristany y Derek Harris, Madrid: Siruela, 1994, p. 48. Cernuda se remite al prólogo de Wordsworth a las Lyrical Ballads, en el que rechazaba «de plano que hubiera diferencia esencial entre el lenguaje de la poesía y el lenguaje hablado o el de la prosa».
3 Un poema debería poder ser entendido como una carta comercial, venía a decir Gil de Biedma.
4 A esta reducción la hemos llamado «antología de autor», pues se trata de una reducción basada en la fusión de esas dos grandes corrientes que oscilan de la expresión a la dicción, como se desarrolla más adelante.
5 Marcial: Epigramas completos, ed. de Dulce Estefanía, Madrid: Cátedra, 1996 (2.ª ed.), libro I, epigrama 73, p. 85.
6 Catulo: Poesías, ed. bilingüe de José C. Fernández y trad. de Juan A. González Iglesias, Madrid: Cátedra, 2009 (2ª ed.).
7 Recordemos que Luis Martínez dedicó parte importante de su tesis doctoral, La evolución del romanticismo progresivo en la poesía española (Universidad de Barcelona, 1988), al libro de Brines Insistencias en Luzbel.
8 Jaime Gil de Biedma: Diarios (1956-1985), Andreu Jaume, ed., Barcelona: Lumen, 2015. El incidente de la polémica, en las pp. 96-98. En la polémica intervinieron algunos escritores y periodistas, entre ellos el propio Andreu Jaume, al que a menudo le han preguntado por el incidente y por su opinión («Polémica por un testimonio honesto», Abc, 25/1/2021). También Luis Martínez de Mingo intervino con «Meterse en camisa de once varas», en Nueva Tribuna (25/1/2021).
Javier Pérez Escohotado, ensayista, poeta y crítico, es doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Sus investigaciones se orientan hacia la gastronomía, la Inquisición y la vida cotidiana. Autor de los poemarios Laura llueve (2000), Papel japón (2002) y del experimento textual La vigilancia de los acantos (2017), ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Sexo e Inquisición en España (1998), Antonio de Medrano, alumbrado epicúreo. Proceso inquisitorial, Toledo 1530 (2003), Donjuanes, bígamos y libertinos. El filo de la Historia (2005), Crítica de la razón gastronómica (2007) y El mono gastronómico. Ensayos de arte y gastronomía (2014). Asimismo, ha editado y prologado Jaime Gil de Biedma. Conversaciones (2002); ha colaborado en Poemas memorables: antología consultada y comentada 1939-1999 (1999) y ha editado Inventario de disidencias, suma de calamidades (2010), sobre la vida trágica de don Santiago González Mateo. Recientemente ha prologado Los santos inocentes y El hereje, de Miguel Delibes. Ha publicado artículos de opinión y crítica en diversos diarios y rev