“Los escritores no tienen que ser profesores de moral, pero tienen que expresar la condición humana. Y nada es más esencial, para todos los hombres y en todos los instantes, que el bien y el mal”. La frase pertenece a un artículo de Simone Weil. Tiene 32 años y ya lleva algunos meses en Marsella, transformada en ciudad de paso para miles de europeos que escapaban del nazismo. El artículo, publicado en una revista intelectual donde colabora por entonces, está recopilado en La agonía de una civilización y otros escritos de Marsella, que edita Trotta. Las circunstancias y el sentido de lo que Weil escribe entonces los detalla Carmen Revilla en el prólogo de la edición. Reproduce artículos y cartas. Por ejemplo, cartas al poeta Joë Bousquet, que sobrevive postrado en su cama desde que fue herido en la I Guerra Mundial. Lo visita en Carcasona. “Conocer la realidad de la guerra es la plenitud del conocimiento de lo real”. Descubre un hombre que tiene la guerra incrustada en su cuerpo, y la amistad la adentra en una meditación sobre la condición humana que quiere encarnar con su vida.
Otro corresponsal de los días de Marsella es Antonio Altarés. Ella solo sabe de él por un camarada de sus días revolucionarios. Su amigo Nicolas Lazarévitch había pasado una temporada en el campo de internamiento de Vernet. Y allí conoció a ese anarquista español, Altarés, solo y olvidado. Ella no lo conoce ni lo conocerá. Apenas sabe nada de ese anarquista nacido en 1909 en Almudévar, que había pasado por la cárcel durante la República, que combatió durante la guerra, a quien le fusilaron a tres de sus hermanos en la cárcel de Huesca, que vivirá entre campos de refugiados y las Compañías de Trabajadores Extranjeros. En ese enésimo gesto de bondad, que surge de su genuina hipocondría moral (el concepto es del dueto Carrillo/Luque), Weil quiere ayudarle. La primera carta va acompañada de un paquete de alimentos y una confesión. “Pasé algún tiempo, en otra época, en su hermoso país, incluso en pequeños pueblos a los que nunca van los extranjeros. Creo que en su región. No he olvidado jamás a los campesinos que vi en sus campos y me dejaron una impresión inolvidable”. Es cierto. Había sido miliciana en el frente de Aragón.
Los 45 días que Weil pasó en España son el eje narrativo de la novela documental La columna, de Adrien Bosc. Busca su verdad en cada detalle, en cada papel, Bosc recrea y conmueve. Durante ese verano de 1936 muchos jóvenes europeos sintieron la llamada de la Guerra Civil como una epifanía revolucionaria. Matarían y arriesgarían su vida por la utopía. Es su caso. Si su exigencia de pureza militante había llevado a la joven profesora a trabajar en una fábrica para conocer la condición obrera, no podía contemplar esa guerra desde la distancia. Al llegar a Barcelona, dándoles pistas falsas a sus padres, se imagina protagonista de una misión imposible para liberar a Joaquín Maurín. Naturalmente, nadie la apoya, pero ella logra ir al frente de Aragón y es miliciana de una columna de soldados extranjeros. “En presencia de Simone, las personas se revelaban como eran. Por eso se la detestaba o se la admiraba”. Un accidente absurdo la obliga a dejar el frente y acaba en un hospital en Sitges. Empieza a interiorizar la experiencia bélica, sabía perfectamente de lo que hablaba cuando le reconoció a Bousquet que el conocimiento pleno de lo real se produce en la guerra.
Ese conocimiento, cuando se encara frente al bien y el mal, lo plasmará en una carta memorable. Lo más probable es que la escribiese en 1938. La dirigió a un escritor francés, monárquico, que vivía en Mallorca y que, de entrada, se había posicionado a favor de los insurrectos. Un ejemplo de escritor responsable. Al conocer la barbarie que los falangistas estaban provocando en la isla, Georges Bernanos realizó un magno ejercicio de dignidad intelectual en el confesional Los grandes cementerios bajo la luna. En sus palabras se contempla Weil y necesita confesárselo a Bernanos. “Aparte de usted, no sé de nadie que se haya bañado en la atmósfera de la guerra española y haya resistido”. Bernanos lo logró. Lo reconoció ella y lo reconocería otro literato responsable, Albert Camus, rendido de admiración. En el relato, Bosc cruza la peripecia de Weil y Bernanos y la de los compañeros de la columna de la pensadora francesa. Una red de escenas que cobra sentido al leer esa carta. Se descubrió en la billetera de Bernanos el día que falleció. Allí la debió de llevar durante 10 años porque en ese espejo también podía él, como nosotros, redescubrir la condición humana.