Hace unos días, tuve ocasión de asistir, en su sede de la calle Canuda, a la primera de las jornadas organizadas por la Associació Col·legial d’Escriptors de Catalunya (ACEC) alrededor de la poliédrica figura de Carlos Barral. Si me permiten la broma, en Barcelona, la ciudad de Barral y la nuestra, llovía a mares, a bots i barrals, como decimos en catalán, que viene a ser el equivalente en castellano de hacerlo a cántaros.
La sala, ubicada en el último piso del Ateneu, ofrecía la cálida hospitalidad, algo vetusta, de sus armarios repletos de libros antiguos y primeras ediciones, y la penumbra íntima de sus luces y sus maderas como refugio contra la oscuridad y la intemperie. Llovía, y mucho, afuera. Presentados por David Castillo, fueron tomando la palabra sucesivamente Carme Riera, Malcom Otero y Sergio Vila-Sanjuán, decididos a iluminar aspectos personales, literarios y profesionales del poeta barcelonés.
Entre sabrosas anécdotas y glosas dedicadas a sus diversas facetas, llamaron especialmente mi atención las palabras pronunciadas por Carme Riera, estudiosa y editora de su obra lírica, dirigidas a su desempeño poético y la pervivencia de su obra entre las nuevas generaciones de lectores. Subrayaba Riera, con toda la razón, la escasa fortuna de los versos de Barral en comparación con los de sus compañeros de viaje Jaime Gil de Biedma, especialmente, o Gabriel Ferrater.
¿A qué obedece tal desafección?, cabría preguntarse.
Carlos Barral es un poeta esencialmente metropolitano, en el sentido que inaugura Baudelaire, y es un poeta sensual, en el sentido de que más allá del uso consciente y solvente de los recursos estróficos, métricos y retóricos que su vocación de erudito y su tenacidad de orfebre ponía a su alcance, es en la adjetivación, en el uso de lo comparativo con intención cualitativa, donde Barral sorprende, suspende y encanta, muy a menudo, por su inesperada precisión.
Valga como ejemplo la forma en que un adolescente entrevé las claudicaciones del mundo adulto recién estrenado: «la tierra verde y negra de la calle futura» (Apellido industrial) o cómo describe el descenso de los escalones de granito del metro antes de penetrar en su cueva: «Soy urgente / y frágil, de alabastro» (Metropolitano). La inteligencia poética del autor, sensualizada, deviene mano, palpo para explorar la realidad en él, es decir, lo que la realidad urbana proyecta en él, sus imágenes, hasta alcanzar, hasta tocar ese objeto, ese concepto, esa idea convertida, en el vértigo de la sinestesia, la metáfora y la prosopopeya en pecio o mineral submarino que ofrece el brillo mortecino de su poder, de su magia. «El humo del tabaco las lamería, turbio / como una nube baja, / y roería la arista de las ideas claras, / demasiado
precisas» (Estancias sobre la conveniencia de pintar las vigas de azul).
Barral es también un poeta barroco y en consecuencia, un poeta moral. Como barroco, incorpora lo mejor de las dos tradiciones hispanas: la gongorina proliferación sensorial de los significantes (música, color, tacto) al servicio de la imagen poética: «Como un ciego / afilando las yemas posesivas, / tocando lo tocado, retozando lo intacto, / blando, blanco, suave, desmedido» (Dormición forzosa), y la quevediana condensación de los significados con el objeto de tallar, retener una idea: «Ahora estás asomado a la noche impasible, / a una sombra extensísima, poblada / de más vida que muerte» (Vacío de la escena).
Como poeta de la imagen y el tacto, como poeta metropolitano, Carlos Barral es un poeta moral, en el sentido, como mencionaba antes, que inaugura Baudelaire y continúa T. S. Eliot en La tierra baldía. La ciudad, escenario del mundo adulto, la responsabilidad, la norma, fragmentada en imágenes e inasible en su totalidad. Generadora de espejismos, reflejos, deseos que punzan con sus aristas de vidrios rotos, multiplicados por la hipersensibilidad del poeta. ¿Belleza? ¿Verdad?, conceptos ya periclitados desde el momento, como afirma Walter Benjamin a propósito del poeta francés, en que la ciudad exacerba hasta lo patológico lo visual, lo instantáneo, lo inmediato, lo paradójico a niveles que el ojo no es capaz de registrar y a los que el cuerpo no puede dar una respuesta cabal.
Queda entonces el intento de retraerse hacia ilusorias regiones interiores, primigenias, desde donde ordenar, a través de la palabra poética, ese caudal desbordante de estímulos. Decidir, desde allí, desde el reino restituido, interno de la sensibilidad, la reflexión, la memoria y la calma, lo que tiene importancia y merece tenerla, y lo que no. En este sentido, naturaleza (en el caso de Barral su estrecha relación con el mar relatada en sus excelentes libros de memorias y en Catalunya des del mar, entre otros) e infancia (como reflejan tantos poemas) unirán muy a menudo en su poética las fuerzas para conjurar una vida adulta no aceptada del todo: «Jugando con un gato, vuelto / por sorpresa a una voz prometedora, / o en un rico aguafuerte, / sobre una vieja puerta de astillas despeinadas, / más suave entre tanta / carbonosa materia… o ágil / en la dorada orilla del verano» (Fotografías).
Para muchos de nosotros, Carlos Barral, independientemente de la persona o personaje público que inventó y sostuvo quién sabe si para proteger las cosas que consideraba en verdad importantes, y más allá de la fortuna lectora actual, continúa siendo un poeta fenomenal y fundamental.
En eso pensaba de regreso a casa tras la excelente conferencia, viendo cómo la lluvia nocturna, en retirada, convertía en charol la superficie de las cosas y neones y semáforos alternaban guiños cromáticos sobre los charcos de las Ramblas.
Sirvan estas breves palabras como merecido reconocimiento y homenaje a su legado poético.