Otro ocho de marzo, el del 415, hace hoy 1608 años, Hipatia de Alejandría es apresada, desollada, descuartizada y quemada —viva, si es que no había muerto ya en una de las primeras fases del suplicio— por una chusma celosa y fanática. A decir verdad, son tan pocos los datos sobre el brutal asesinato de esta neoplatónica griega, natural de la colonia romana de Egipto, que no se puede afirmar categóricamente que fue un día tal que hoy del siglo V. De hecho, hay autores que sostienen que el martirio de la sabia se produjo el ocho de marzo del año siguiente o incluso una semana después: el quince de marzo del 416.
La veracidad de la fecha exacta del crimen podrá ponerse en duda. Pero no así el acierto de conmemorar, en el día de la mujer, el holocausto de la filósofa que impartió sus enseñanzas a quien quisiera escucharlas. Porque Hipatia y su calvario son una de las primeras referencias del feminismo, un humanismo incontestable que tiene en ella a uno de sus paradigmas preclaros, a uno de sus primeros hitos. Una de sus más célebres anécdotas es la referida a aquel discípulo que le confesó a la maestra alejandrina el amor que sentía por ella. Hipatia le mostró un paño manchado con la sangre de su menstruación mientras le decía: “Es de esto de lo que estás enamorado”. Estuvo casada con otro filósofo —Isidoro—, pero, al parecer, nunca consumaron. La de Hipatia de Alejandría fue una existencia ascética, que osciló entre el estudio de la lógica y el de las ciencias exactas. Hablamos de una de las primeras mujeres matemáticas de la historia y de las pocas que se dedicaron al pensamiento y la enseñanza en la Antigüedad tardía.
De entre sus obras, merced a sus discípulos, el Hebreo —Hesiquio de Alejandría, quien incluyó a Hipatia en su Canon astronómico— y Sinesio de Cirene, se tiene noticia de sus comentarios a la Aritmética de Diofanto —otro vecino griego de la Alejandría que fue epicentro del mundo antiguo, tenido por el padre del álgebra, cuyos modelos de ecuaciones modificó nuestra eminente matemática—; y la sabia disertó, asimismo, sobre las tablas astronómicas de Claudio Tolomeo, haciendo ver la conveniencia del año sótico —el marcado por el intervalo entre las salidas helíacas de la estrella Sirio— frente al año trópico —el solar—.
Hipatia también se refirió a las Secciones cónicas de Apolonio de Perga, desarrolló su propio canon, concibió y fabricó un astrolabio plano y un areómetro —entre otros instrumentos—, porque para ella la ciencia siempre era empírica. Pese a su fabulosa actividad, también tuvo tiempo de editar los comentarios de su padre, el también matemático Teón, a los Elementos de Euclides, de quien fue discípula.
Abanderada de la ciencia —y del interés de la mujer en tan digna disciplina—, su vida fue la observación y el razonamiento para estructurar y sistematizar los conocimientos, deducir principios y leyes generales con capacidad predictiva. Así las cosas, nada más lógico que los ilustrados fueran los primeros en reivindicarla tras el ostracismo al que se la condenó tras su oprobioso linchamiento. Redescubierta en el Siglo de las Luces, desde entonces su vida ha sido un ejemplo para científicas y científicos, amantes de la cultura, de las humanidades y los humanismos.
“Había una mujer en Alejandría llamada Hipatia, hija del filósofo Teón, que logró tales conocimientos en literatura y ciencia, que sobrepasó en mucho a todos los filósofos de su propio tiempo”, escribe Sócrates el Escolástico —uno de los historiadores más próximos a nuestra neoplatónica en el curso del tiempo— en la Historia eclesiástica, tomo VII de La Suda —la enciclopedia bizantina sobre la historia del Mediterráneo antiguo—, antes de continuar: “Habiendo sucedido a la escuela de Platón y Plotino, explicaba los principios de la filosofía a sus oyentes, muchos de los cuales venían de lejos para recibir su instrucción”.
Impartía sus enseñanzas en la escuela heredada de su padre, su legendaria elocuencia se hacía notar, tanto como sus dotes intelectuales. Pero sus pupilos, aristócratas cristianos, futuros rectores del imperio, entre los que —amén de Hesiquio y Sinesio— sobresale Orestes, prefecto de Egipto, la instaban a que mantuviera sus enseñanzas en secreto. Esa debió de ser la causa de que nuestra sabia se ganase la enemistad del pueblo.
Hay quien dice que visitó Atenas y Roma para ampliar sus estudios. Muy por el contrario, al no existir ninguna prueba de aquellos viajes, hay quien dice que nació, vivió y murió en Alejandría.
Su brutal asesinato hay que enmarcarlo dentro de las luchas intestinas de los cristianos coptos. Más que a la lógica, los credos atienden a su revelación y a sus dogmas. De una u otra manera, para todos, la mujer es una suerte de personificación del pecado. Hipatia fue acusada por los partidarios de Cirilo, el nuevo patriarca de Alejandría, de haber influido en Orestes para que su antiguo discípulo pusiera al emperador al corriente de las persecuciones de los judíos, promovidas por el patriarca Cirilo. Llevadas a cabo en Alejandría en los últimos años fueron todo un precedente de los modernos pogromos.
Y un día tal que hoy, una turba de energúmenos fue a buscar a la sabia. Su brutal asesinato fue uno de los mayores oprobios, acaso el mayor, de ese epicentro cultural de la antigüedad que fue Alejandría. No fue un momento estelar, fue un momento ignominioso. Ahora bien, muerta la sabia, nació la mártir de la lógica y la ciencia, del feminismo, ese humanismo incontestable que hoy la recuerda, como lo hicieron los ilustrados, artistas y creadores tan dispares como Julia Margaret Cameron, la fotógrafa pictorialista —tía abuela de Virginia Woolf, por cierto—; Carl Sagan, astrónomo y divulgador científico; Hugo Pratt o el cineasta español Alejandro Amenábar. Así se escribe la historia.