La revolución digital ha trazado una raya en las redacciones. Divide el periodismo antes de Internet y el periodismo después de Internet. Como si fueran dos oficios distintos. Como si el periodismo que se ha hecho antes no pudiera enseñarnos nada en estos momentos en que vivimos embebidos en las nuevas tecnologías. Como si todo lo que aportaron en su momento los grandes maestros a esta profesión resultara inútil en este tiempo convulso, especialmente necesitado de contenidos valiosos.
Oriana Fallaci (Florencia, 1929-2006) es, sin duda, una de esas figuras esenciales que revolucionó el periodismo durante la segunda parte del siglo XX. Que cambió para siempre la forma de ejercer el periodismo. Su carácter indómito, insolente, arrogante, su irrenunciable independencia, sus posicionamientos extremos, su carácter despreciativo con sus colegas y sus últimos años obsesionada en una cruzada contra el Islam la convirtieron en un personaje antipático.
Pronto pasó de ser uno de los periodistas más glorificados e imitados en su tiempo a uno de los más despreciados por su divismo. Y de ahí, directamente al archivo. Ser una estrella no la favoreció. Al contrario, fue criticada por su afán de protagonismo y por sus métodos considerados poco ortodoxos. Ni siquiera el haber sido una mujer adelantada en su tiempo, una pionera del feminismo en una profesión eminentemente masculina, le valió para no caer en el olvido.
Ella no lo puso fácil. Nunca autorizó una biografía. Empeñada, con poco éxito, en convertirse en una ermitaña en sus últimos años, se convirtió en un personaje huraño y excéntrico. Que sepa, sólo existe una biografía suya, escrita hace ahora diez años por la periodista italiana Cristina De Stefano, quien contraviniendo la voluntad de la periodista publicó Oriana, una donna, traducida por Aguilar en 2015 como La corresponsal. Entre innumerables detalles de su vida personal —amores desgraciados, relaciones familiares, frustraciones…—, el retrato permite acercarnos a cómo Fallaci entendía la profesión, a su forma de trabajar, a su legado… En fin, todo un catálogo de lecciones de periodismo para reporteros de cualquier tiempo.
“Lo primero de todo es no aburrir al lector”. Fue su primer lema y lo mantuvo toda la vida. Se lo enseñó su tío Bruno —jefe de Cultura de La Nazione de Florencia y posterior director de la revista Epoca—, el intelectual de la familia, que la introdujo en el periodismo siendo casi una adolesente en plena posguerra mundial.
La guerra es un factor decisivo en su formación. Se cría bajo los intensos bombardeos sobre Florencia. Forma parte de una familia comprometida con la Resistencia. Oriana fue educada en el antifascismo —en su casa siempre hay refugiados, e incluso ella misma realiza recados para la clandestinidad—. “Yo crecí en la guerra —explicaría ya adulta—. Desde que era niña solo he visto guerra, no he oído hablar más que de guerra (…). Todo lo que soy, todo lo que he comprendido políticamente, se lo debo a la Resistencia. Cayó sobre mí como Pentecostés sobre la cabeza de los apóstoles”.
Otro factor decisivo en su formación es que crece en una casa llena de libros. Jack London era su principal referencia, la encarnación del periodista escritor, que mezcla curiosidad y aventura. Ya entonces era consciente de que “todo habla y se puede convertir en una historia: basta saber escuchar”.
Rememorando su infancia, daría mucha importancia a una conversación que mantuvo de niña con su padre. “Un día encontré un periódico que decía cosas distintas de las que escuchaba en el colegio. Entre otras cuestiones, afirmaba que Hitler y Mussolini eran dos asesinos. Se lo llevé a mi padre y le dije: ‘¿Qué es?’ Y él contestó: ‘Es un periódico que dice la verdad’. Entonces le pregunté: ‘¿Por eso no lo venden en los quioscos?’ Mi padre respondió: ‘Por eso’. Me impresionó tanto, me escandalizó tanto que grité: ‘Un día escribiré para periódicos que digan la verdad y que se vendan en los quioscos’”.
Empezó a estudiar Medicina, pero lo que verdaderamente la entusiasmaba era escribir. Su tío la sentó ante una máquina de escribir en la redacción. Tuvieron que enseñarle a utilizar las teclas. Allí realizó sus primeros trabajos y pronto destacó por su forma de contar las historias. Llamaba la atención porque escribía como un hombre. En aquel mundo de hombres, recordaría, estaba obligada a ser la mejor. Sus compañeros estaban asombrados de su frenesí: trabajaba y fumaba. No seguía horarios ni se permitía las distracciones propias de una joven. Su tío la llama para Epoca. Se muda a Roma. Ya entonces utiliza el periodismo como escuela para la escritura.
En la capital, le encargan cubrir el mundo del cine. Es el momento de esplendor de Cinecittà y del neorrealismo. Se hace amiga de las estrellas del momento, Anna Magnani, Sophia Loren, Sean Connery, Ingrid Bergman… De ellos aprendió los secretos del divismo, a comportarse ella misma como una estrella. Eso lleva a que la envíen a Hollywood en 1955, y a su descubrimiento de un país que la deslumbra. Realiza reportajes sobre cómo se fabrican las estrellas, sobre la tiranía de los estudios, la inanidad de un mundo marcado por la frivolidad. En sus entrevistas ya deja ver el que sería su particular estilo: mostrarse frágil y utilizar la agresividad como coraza. Siempre era la primera en atacar. Con su descaro le resultaba fácil ruborizar a los ingenuos americanos.
Se obsesionó con entrevistar a Marilyn Monroe, personaje que la fascinaba. No aceptaba un no por respuesta. Tras semanas de infructuosos intentos, desiste. Decide escribir un reportaje sobre la no entrevista, sobre la imposibilidad de entrevistar a la sex symbol, convirtiéndose ella misma en protagonista. El resultado es brillante, equiparable al clásico de Gay Talese Sinatra está resfriado. Como si siguiera los pasos de los padres del nuevo periodismo, volvería a Estados Unidos, esta vez tras la estela de Tom Wolfe y su Lo que hay que tener, para convivir con los primeros astronautas, los pioneros de la carrera espacial, de los que llega a hacerse amiga, pese a las muchas limitaciones impuestas por la NASA.
A Oriana el mundo del espectáculo acaba por resultarle demasiado intrascendente. Lleva la guerra en sus genes, y con un conflicto como el de Vietnam en marcha no puede inhibirse. En 1967 viaja por primera vez al sudeste asiático. Será un punto de inflexión en su carrera. Sus crónicas ya no sólo se publican en Italia, sino en el mundo entero. No se queda en la retaguardia: va al frente, se embarra y se arriesga como los soldados. Al principio se hace acompañar de un fotógrafo, pero pronto prescinde de él, porque “sacar fotografías me mantiene ocupada en la batalla y me ayuda a no estar demasiado asustada”.
Allá donde va no pasa desapercibida. La izquierda italiana la consideraba una conservadora y el Gobierno americano una subversiva. “El hecho de estar contra la presencia estadounidense en Vietnam no me impidió contar todo lo que vi en Hanoi —recordará más tarde—. El horrible estalinismo, el terror, la opresión, y la certeza que tenía de que después de la victoria llevarían todo eso al resto del país y a Camboya. Fui la única periodista, la única que escribió la verdad sobre Hanoi. Los demás que viajaron allí vieron lo mismo que yo, pero no lo escribieron, de forma que solo me lapidaron a mí por haberlo hecho”.
Durante su estancia da la vuelta al mundo la foto del general Loan disparando a la cabeza a un prisionero vietcong con las manos atadas. El jefe de la policía survietnamita se convierte en el arquetipo del militar asesino sanguinario. Pero Oriana siempre va más allá. Poco después de la icónica imagen, Loan resulta herido de gravedad y la periodista va a visitarlo al hospital. Le pregunta a bocajarro por qué había disparado a aquel hombre indefenso. Le explica que aquel vietcong, convertido en mártir inocente en el mundo occidental, no sólo acababa de matar a varios de sus policías, sino también a sus familias.
El 2 de octubre de 1968, durante los Juegos Olímpicos de México, la periodista se encuentra con un compañero en la Plaza de las Tres Culturas y es testigo de la matanza de trescientos manifestantes por parte del Ejército y grupos paramilitares. Ella misma recibe una ráfaga de ametralladora y resulta malherida, mientras su compañero muere. La escena es recogida por un fotógrafo de AP, otra imagen icónica que circula como la pólvora y que contribuiría aún más a mitificar la imagen de la periodista que siempre está en primera línea.
A partir de aquí se empieza a interesar por Sudamérica. Denuncia a Washington por su connivencia con las dictaduras “¿No es espantoso, tremendo, que la región más feliz de la Tierra, la más rica, la más cómoda, el país donde se ha alcanzado la igualdad en el plano económico, no sepa renunciar a los monarcas, a los dictadores, a los imbéciles en el poder y que, además, los críe y los exporte? Ah, si al menos me trataran mal, así podría insultarlos sin mayor problema”.
Otra vez aparece la periodista activista. Con frecuencia, cuando entrevistaba a prisioneros políticos, se aviene a describir las celdas a sus camaradas para que pudieran organizar la fuga. Siempre que puede esconde en sus habitaciones de hotel a disidentes buscados por el régimen dictatorial de turno. En su opinión, ser periodista significaba estar en el interior de la historia. “¿Qué otro oficio te permite escribir la historia en el mismo instante en el que se produce?”. Concebía el periodismo como una misión.
Poco a poco se va retirando de los conflictos bélicos, aunque aún volvería al Líbano a finales de los setenta —viajando ya por su cuenta, sin ningún medio que la respaldara— para dar cuenta de la cruenta guerra civil. Y en 1991 se enroló con las tropas americanas durante la primera Guerra del Golfo. Pero aquello ya no tenía nada que ver con su experiencia pasada. “Para alguien como yo, que había sido corresponsal de guerra durante buena parte de su vida, es humillante, mortificador, incómodo. No quieren que se vean los muertos. En Vietnam contamos demasiado. Vimos demasiados muertos, los mostramos demasiado, con las palabras y con las imágenes”.
Si su trabajo como corresponsal de guerra la convirtió en una estrella, las entrevistas acabaron por mitificarla. Su primera gran entrevista de repercusión internacional la consigue con sólo 25 años. La recibe en Teherán Soraya, segunda esposa del sha de Persia. Pese a que había pactado no tratar asuntos personales, consigue retratar la angustia de aquella mujer enclaustrada en palacio, repudiada por su imposibilidad de dar un sucesor al sha. La capacidad de Oriana para ganarse la confianza de los personajes, para desvelar sus aspectos más ocultos, ya estaba ahí. No era lo que decían ni lo que callaban, explica su biógrafa, sino su habilidad para armar la entrevista, para dar relevancia al detalle más nimio.
No se limitaba a las preguntas y respuestas. Narraba los encuentros, construía una historia, con un principio y un final, y en medio aplicaba una buena dosis de tensión dramática que mantenía el suspense del lector hasta la última línea. Se mostraba a sí misma como un personaje del encuentro. Pedía a los fotógrafos que la fotografiaran mientras discutía con el entrevistado, hablaba en primera persona, contando sus impresiones. Como si de una obra teatral se tratara, rompía la cuarta pared para dirigirse directamente al lector —”¿entiendes?”, “¿ves?”, “ahora te explico”—, como si la entrevista fuera una conversación a tres bandas.
“Entrevistar a una persona es arduo, es un examen recíproco, un esfuerzo de atención y nervios”, explicaba. Se preparaba a conciencia, a veces empleaba meses en documentarse. Lo leía todo. Los estudiosos han señalado tres claves para el éxito de sus entrevistas: estudio minucioso, preguntas impertinentes y montaje teatral a la hora de escribir.
Consideraba que acudía a las entrevistas en calidad de testigo, en representación del lector, y eso le confería una gran autoridad. Hacía preguntas muy directas, y en caso de que las eludiesen, insistía más tarde. Reclamaba que le repitieran las respuestas hasta asegurarse de que las había comprendido. Si algo no le quedaba claro, pedía explicaciones unas y otra vez. Trataba de hablar de forma sencilla, sin dejarse arrastrar por el lenguaje oscuro de los políticos. “En mis entrevistas no pongo sólo mis opiniones, pongo también mis sentimientos. Todas mis entrevistas son dramas. Me involucro en ellas incluso de forma física”. Se tomaba entre cuatro y seis horas por entrevista. “En estas horas quemamos tanta energía que pierdo más peso que un boxeador en el ring”. Cuando era posible repetía el encuentro para ratificar sus primeras impresiones.
Sus preguntas eran incisivas, descaradas, mezclando aspectos públicos con privados. Eso sí, cuando se disponía a asestar un golpe, advertía al entrevistado. “Ahora le haré una pregunta brutal”. Y se justificaba: “Las preguntas son brutales porque la búsqueda de la verdad es una especie de cirugía, y la cirugía duele”.
Pese a las críticas por su agresividad, tenía sus reglas. “Me comprometo a escribir todo lo que me dicen y a no escribir lo que se les escapa durante la conversación. Cuando dicen: ‘Esto no, Fallaci’, yo no lo escribo. Es un pacto, un contrato. Porque si no, ¿qué somos?, ¿ladrones de palabras? Yo respeto el contrato. Pero nunca dejo releer nada a nadie”.
Utilizaba siempre la grabadora, salvo si el entrevistado se oponía. “Si escribía no podía mirar a la cara de la persona con la que estaba hablando. Hacía unos garabatos que luego no entendía. Además, no tengo memoria”. Transcribía todo lo que había grabado, verificando las traducciones con un diccionario, y a continuación ensamblaba el texto como editor en la sala de montaje, cortando, uniendo, eligiendo momentos.
En una ocasión un colega le preguntó: ”¿Vas a ver a los llamados poderosos de la Tierra con intención de maltratarlos?”. “¡Por supuesto que no! —contestó— Voy para entenderlos. Con prejuicios a menudo, es evidente. Pero, dado que soy una persona razonable, puedo cambiar de idea”. No le gustaba que la presentaran como una periodista temible. “Son ellos los que tienen miedo de mí. Lástima. Necesito complicidad en una entrevista, como un dueto en la ópera”. Eso sí, al final siempre tomaba partido, dejaba claro si estaba a favor o en contra del personaje.
Es el caso, por ejemplo, de Yasir Arafat, a quien intentó poner contra las cuerdas. Le preguntó cómo podía hablar de unidad árabe cuando los palestinos estaban divididos entre ellos, y le pidió que definiera exactamente los límites geográficos de Palestina, cosa que no supo hacer el líder de la OLP. “El encuentro entre un árabe que cree a pies juntillas en la guerra y una europea que ya no cree en ella es un encuentro cuando menos difícil —concluía—. Entre otras cosas, porque ella sigue impregnada de su cristianismo, de su odio por el odio, en tanto que él permanece envuelto en su ley del ojo por ojo, diente por diente”.
El encuentro con Henry Kissinger en 1972 tuvo repercusión mundial. Intentó obligarle a reconocer que la salida de Vietnam era una derrota y que la guerra había sido inútil. Incluso le preguntó por su fama de mujeriego. “¿Cómo se explicaba su enorme popularidad?”, le inquirió. El secretario de Estado se resistió, pero al final cedió. ”Bueno, le diré que a fin de cuentas, ¿qué más da? Lo fundamental es que siempre he actuado solo y eso les gusta mucho a los estadounidenses. Les gusta mucho el vaquero que guía la caravana avanzando solo con su caballo, el vaquero que entra solo en la ciudad, en el pueblo, con el caballo como única compañía”. A Nixon no le gustó nada el símil del cowboy e intentó que Oriana rectificara, cosa que no hizo. Se produjo un auténtico escándalo. En sus memorias Kissinger confesó que aceptar esa entrevista fue uno de los mayores errores de su vida.
Otra de las entrevistas que dieron la vuelta al mundo fue la de Jomeini en 1979, recién llegado al poder en Teherán. Fallaci se quitó el chador ante el imán, ante lo que éste le dijo que aquello era propio de mujeres indecentes y abandonó la habitación. Ella se negó a irse sin acabar la entrevista. Permaneció sentada allí varias horas hasta que el hijo del ayatollah le juró sobre el Corán que volvería a recibirla al día siguiente. Y así acabó la entrevista.
En 1982 provocó otro incidente en Beirut porque el general Sharon no le concedía una entrevista. Se plantó delante de su coche oficial, impidiéndole el paso, al grito de “I am Oriana Fallaci, you must give me an interview». Cuando estaba a punto de ser reducida por los escoltas, el comandante en jefe del Ejército israelí bajó la ventanilla y dijo: “No problem, mrs. Fallaci, come to my office in Tel Aviv Monday morning at ten o’clock”. La entrevista duró un día entero.
“Sabía que usted quería añadir otra cabellera a su collar —le dijo Sharon al acabar—. Usted es dura, muy dura. Pero me ha gustado cada momento de este encuentro tempestuoso, porque es usted una mujer valiente, leal y capaz. Nadie ha venido nunca a verme tan bien documentado como usted. Ninguno va a la guerra como lo hace usted, mientras caen las bombas, con la única intención de conseguir una entrevista”.
Entre los pocos personajes que no se dejaron entrevistar se encuentran Fidel Castro y Juan Pablo II. Viendo las preguntas que les tenía preparadas, no es de extrañar. Al líder cubano: “¿Por qué permite que sus soldados mueran en tantas guerras extranjeras?” o “Usted, que fue perseguido, ¿ahora persigue?”. Y al Papa: “¿Por qué exige a los curas latinoamericanos que no intervengan en política y no hace lo mismo con los polacos?” o “¿Por qué esa obsesión con el sexo?”.
Desde que entró de incógnito en Hungría en 1956 durante la revolución contra la Unión Soviética, Oriana siempre ha aunado su profesión con el activismo político. Allí descubrió que su voz de periodista podía tener una utilidad añadida. No había ido a Budapest para entretener a sus lectores. Se consideraba a sí misma “un testigo y un soldado”. Combatía en la primera línea del frente por la libertad y la justicia, los dos ideales con los que había crecido. “Los que aún sean capaces de apreciar la frivolidad y de ignorar la agonía de un pueblo moribundo que vengan aquí y echen un vistazo a lo que está sucediendo”, escribió en una de sus crónicas.
“Siempre he hecho política: escribiendo, actuando, viviendo”, llegó a confesar. No creía para nada en el periodismo objetivo. “Cuando viajo en metro en Nueva York y veo los anuncios de esos periódicos que rezan «Facts, not opinions» mis risotadas hacen templar el metro —explicó en una entrevista—. ¿Qué significa «hechos, no opiniones»? Pero los hechos son los que interpreto yo. Yo hablo siempre en primera persona”. Reivindicaba su derecho a interpretar la realidad como el del pintor a retratar su modelo como el artista considerara oportuno.
“Para mí ser periodista significa ser desobediente —sentenció—. Y para mí ser desobediente significa, entre otras cosas, estar en la oposición. Para estar en la oposición hay que decir la verdad. Y la verdad siempre es lo contrario de lo que se nos dice”.
De esta manera explicaba la función del periodismo según ella lo entendía. “Los periodistas no se limitan a referir acontecimientos. Los crean. O, como mínimo, los provocan. Cuando entrevisto a un líder político y le hago determinadas preguntas obtengo ciertas respuestas y provoco un acontecimiento sobre el que se discutirá. Y que, quizá, tendrá consecuencias políticas”.
Le interesaba mucho la política. Y se quejaba de cómo se trataba en los periódicos. “Hay que escribir de otra forma sobre política —decía—. La gente no lee los artículos de política porque son aburridos. Pero la política no es aburrida, es divertida, incluso cómica. Así que ¿por qué escribir de forma aburrida?”. Hasta tal punto se inmiscuyó en el debate público que en los últimos años de su vida, después del 11-S, convirtió en una misión su lucha contra las injusticias del extremismo islámico y la amenaza que suponía para Occidente. Hubo incluso quien quiso hacer de ella un icono del pensamiento conservador y xenófobo. En realidad, según su biógrafa, la única constante de su pensamiento político fue el antifascismo.
A lo largo de su vida Oriana se granjeó muchos enemigos. Fue muy crítica con los comunistas, porque detestaba la disciplina de partido y les reprochaba que fueran como una iglesia. Con sus colegas tuvo numerosos enfrentamientos, y les acusaba de no hacer bien su trabajo: “La mayoría no tienen el valor de hacer la pregunta justa”. Incluso rompió con su otrora admirado Indro Montanelli después de que éste criticara algunas actuaciones de la Resistencia durante la guerra. ”¡No ensucies la Resistencia! No te lo permitiré, Indro (…). Te despedazaré, te lo juro”, le amenazó. Pese a compartir tantas ideas con el feminismo, siempre se enfrentó a lo que ella llamaba el “feminismo oficial».
Oriana Fallaci no tuvo mucha relación con España, pese a que aquí contaba con una legión de seguidores. Con motivo de la boda de Juan Carlos y Sofía, entrevistó a los futuros reyes en Atenas y, siguiendo su tendencia a mantener la atención del lector, arrancó su texto con una alusión a la huelga de los mineros que estaba teniendo lugar en Asturias. Años más tarde, diría sobre la pareja real: “Conozco a esos dos idiotas, los entrevisté antes de su estúpida boda, y son de la misma pasta que Franco”. En cambio, de quien tenía muy buen concepto era de Santiago Carrillo. “Es un hombre extraordinario: porque es hereje, porque es inteligente y porque es muy bueno. Escuchándolo te preguntas si no será cierto que la inteligencia y la bondad no serán la misma cosa”.
Más que periodista quería que la consideraran escritora. De hecho, una cosa y otra aparecen fundidas en su obra. En sus novelas no hay ficción, todo lo que cuenta es cierto. Forma parte de su propia experiencia. “Lo que sé es que veo literatura por todas partes —afirmó—. Cuándo y cómo realizo una entrevista. Es una especie de panteísmo”. Su estilo era extremadamente diáfano, pensado para que lo entendiera todo el mundo, especialmente su madre, a la que siempre tenía en la cabeza cuando escribía. “Detesto las palabras difíciles, los discursos complicados y confusos”.
Sus textos están siempre plagados de detalles, de datos, de descripciones minuciosas. “Soy una perfeccionista, una maniaca de la precisión. Y siempre temo equivocarme. Nunca estoy contenta con lo que escribo”. Protestaba cuando la calificaban de entrevistadora. Ella se consideraba autora de narraciones, con personajes, efectos escénicos, enfrentamientos y mucho suspense. “Son los textos de un escritor, concebidos con la imaginación de un escritor, desarrolladas con la sensibilidad de un escritor”.
Varias veces, mirando hacia atrás, estuvo tentada de dejar el periodismo. “¿Qué hago? ¿Me sigo dedicando en cuerpo y alma a un oficio que he aprendido a amar, pero que he aceptado por necesidad y compromisos?”. Pero volvía una y otra vez hasta que la enfermedad que la llevaría a la muerte se lo impidió. “Se lo debo todo al periodismo. Era una niña pobre. Al periodismo le debo no ser una mujer pobre. Era una mujer sumamente curiosa, deseosa de ver el mundo y lo hice gracias al periodismo (…). Al periodismo le debo la posibilidad de haber vivido como un hombre”.
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