En el décimo aniversario de la muerte de Javier Tomeo, la editorial Anagrama compendia cinco de sus novelas más singulares, cómicas e inquietantes: Amado monstruo, El castillo de la carta cifrada, El cazador de leones, La ciudad de las palomas y El canto de las tortugas. Una magnífica ocasión para adentrarnos en la obra de un escritor sin igual.
Conocí a Javier Tomeo hace un millón de años, semana más semana menos, cuando él trabajaba en el gabinete jurídico de la Hispano Olivetti y yo era un estudiante de ingeniería. Los dos nos evadíamos de nuestra aciaga condición en una tertulia que se reunía en la Granja Royal, de la calle Pelayo, un establecimiento de cuyo antiguo esplendor solo quedaban los amplios espacios. Allí se reunían algo así como una treintena de personas, adultos en su mayoría, a partir de las once de la mañana, en horas perfectamente laborables. Un personal variopinto: pintores, escritores, profesores, un flautista, oficinistas estrambóticos, un filósofo apasionado fifty fifty por las filosofías orientales y por Hegel, y una sobredosis de astrólogos y similares. Freaks apacibles y bastante anónimos muchos de ellos –con apariciones esporádicas de nombres comparativamente estelares como el poeta Cirlot y el escultor Aulestia– que practicaban un rechazo oblicuo, absentista, al sistema.
Por la tarde y algunas noches se proseguía la tertulia, con altas y bajas, en un circuito de bares –el Moka, el Zodiac, el Lugano– en las Ramblas y alrededores, un circuito que Tomeo llamaba «polígono mágico». Entonces nuestro héroe publicaba ocasionalmente cuentos en la contraportada de un periódico barcelonés ya desaparecido, El Noticiero Universal, con su nombre y dos apellidos, Javier Tomeo Estallo, y además, en cuanto podía, sacaba del bolsillo alguno de sus «cuentos psicopáticos» y acorralaba a algún contertulio desprevenido que no escapaba a la lectura. Hay que decir de inmediato que eran textos extrañísimos pero excelentes, muchos de los cuales desembocaron en sus celebradas Historias mínimas.
Lo que más le interesaba a Tomeo eran la literatura y las mujeres, no necesariamente por este orden. En cuanto a la literatura, le gustaba mucho más escribir que leer. Leer le ponía nervioso, decía: si los libros eran malos, por malos; si buenos, por envidia. En cualquier caso, eran ajenos. Respecto a las mujeres, quizá más destacables que la posible praxis eran sus broncos relatos del mundo prostibulario del Barrio Chino, ya en sí buñuelesco sin necesidad de aliños literarios.
Y lo que menos le atraía, claro está, era su trabajo en la Hispano Olivetti, donde, después de unos inicios brillantes, pronto detectaron que lo único que le interesaba era escribir cuentos infatigablemente, en el propio papel de la empresa, y escaparse a la Granja Royal en cuanto podía. Su estatus en la casa decreció notablemente y al final se fue y estuvo unos años dando tumbos en oficios propios de currículum de novelista norteamericano. Por ejemplo, rellenaba horóscopos para una astróloga amiga, escribió con otro contertulio de la Granja Royal, apodado «el Bruixot», un libro sobre la brujería y la superstición en Cataluña, o fue secretario, por llamarlo de algún modo, de un curioso personaje barcelonés, Paco Camino, que puso en marcha una revista muy de vanguardia, Siglo 20, que se cargó la censura y cuyo primer secretario de redacción fue un pipiolo llamado Manuel Vázquez Montalbán; en ella un arquitecto también jovencísimo, Ricardo Bofill, publicó unos primeros textos sobre urbanismo, bastante indigestos, por cierto.
Esto último fue a mediados de los sesenta, y luego nos perdimos de vista durante muchos años. A finales de los setenta apareció por Anagrama con un manuscrito, Un príncipe de otras tierras, creo que era el título inicial, que luego se transformó en El castillo de la carta cifrada.
Venía de la editorial Argos-Vergara, entonces muy potente, donde, a pesar de excelentes informes de lectura, lo encontraron muy raro y minoritario y por tanto le sugirieron (ça va de soi) que se dirigiera a Anagrama. La leí de inmediato, me pareció buenísima (creo que sigue siendo una de sus mejores novelas) y la publiqué enseguida, y con este libro empezó la auténtica carrera nacional e internacional de Javier Tomeo. (Inciso: Argos-Vergara, que apostaba por lo comercial y lo seguro, desapareció arruinada, años después).
Al Castillo siguió otra maravilla, Amado monstruo, luego El cazador de leones, La ciudad de las palomas, Preparativos de viaje y Problemas oculares. Después nuestro autor se fue de bolos unos años con otras editoriales, en buena medida para solventar un exceso de stock de textos y vaciar sus cajones, y regresó a Anagrama con La máquina voladora, Los misterios de la Ópera, El canto de las tortugas y Napoleón VII, más varias repescas de títulos antiguos. Es decir, al menos una novela anual para su club de adictos que necesitan su dosis de Tomeo. Y este, persona piadosa, procura que no les falten a sus yonquis las papelinas correspondientes.
Y durante todo este trayecto Tomeo ha triunfado, como lo demuestra el merecido homenaje de Zaragoza: semana de autor, eventos varios y como remate la candidatura para el Premio Nobel auspiciada por el Ayuntamiento y la Universidad. Aunque no ha sido fácil, Javier se lo ha currado, inasequible al desaliento, solitario y testarudo.
Antes he mencionado la carrera internacional de Tomeo, tan importante por su efecto-rebote en la española. Por cierto, el desajuste inicial, a mediados de los ochenta, entre la repercusión de la obra de Tomeo dentro y fuera de España y su posición marginal en el mundillo oficial provocó alguna situación chusca.
Así, el Ministerio de Cultura español organizó un viaje a Alemania para promocionar a los novelistas más consagrados según los estándares oficiales, con Benet al frente. Sin embargo, los editores alemanes solicitaron la presencia de Javier Tomeo («Javier what?»), el único traducido y conocido, quien se unió a una expedición que se convirtió en «Tomeo y sus muchachos» ante el pasmo del establishment hispano.
Al parecer, Benet quiso saber algo más de Tomeo, leyó varios libros suyos y soltó su repetida frase: algo así como que las novelas de Tomeo, sin ser malas, eran como croquetas, todas tenían el mismo sabor. Se ha repetido hasta la saciedad que los autores escriben siempre la misma novela; en cualquier caso, croquetas o no croquetas, lo cierto es que en el caso de Tomeo son novelas sin cartílagos.
Bien, el despegue internacional de Tomeo empezó en Alemania, donde la calidad de El castillo de la carta cifrada fue detectada por Heinrich von Berenberg, finísimo lector y traductor de castellano para mi buen amigo el editor berlinés Klaus Wagenbach, que lo ha seguido publicando regularmente. (Por cierto que Berenberg también ha detectado, desde sus inicios poco fanfarriosos, a autores tan excelentes como Chirbes y Bolaño.) A Wagenbach siguió otro gran amigo, el editor francés Christian Bourgois, quien también se ha convertido en fiel seguidor de su obra.
Un director de teatro leyó la versión francesa de Amado monstruo y la imaginó como pieza teatral que, tras un rodaje por provincias, se estrenó con gran éxito en el Théâtre de la Colline de París, precedida de una mesa redonda en la que participé junto con Rafael Conte, un tomeólogo de abolengo.
A raíz de este estreno, y sin olvidar el apoyo sistemático y entusiasta de Joan de Sagarra en sus crónicas de El País, a Tomeo se le empezó a tomar cada vez más en serio en España, mientras que adaptaciones teatrales de sus obras iban estrenándose en Alemania, Hungría, Francia, Italia y Polonia; en España también, claro está, y se ponía en escena alguna versión en catalán.
O sea que este dramaturgo accidental se ha convertido en una transnacional, una transnacional multimedia: novelas, cuentos, artículos, teatro, cine, televisión y radio. Tomeo non-stop.
Para terminar le discutiré al muy preciso Tomeo un adjetivo. Hace poco él mismo calificó sus novelas de anoréxicas, debido a su brevedad. Yo pienso que no son en absoluto anoréxicas, sino que corresponden a ese egregio concepto francés de la fausse maigre, la falsa delgada. Es decir, aquellas mujeres que bajo su apariencia enjuta esconden turgencias sutiles, nutritivos placeres y muchas alegrías. Como las novelas de Javier Tomeo.
Jorge Herralde - Junio de 1999 - ABC Cultural (recogido en Opiniones mohicanas)