Rosa Ribas (Barcelona, 1963) cuenta ya en su haber una decena de novelas. Aunque sigo con atención nuestras novedades literarias, la superproducción editorial unida al azar no me habían permitido conocer ni una sola de esas obras. Celebro que Nuestros muertos sea ocasión de paliar tal ignorancia. En esta obra criminal que me ha proporcionado un largo rato de gustosa lectura he apreciado virtudes de buena narradora que me incitan a buscar, cuanto antes, sus libros anteriores.
Nuestros muertos gira en torno a una peculiar compañía barcelonesa, Detectives Hernández, que toma el nombre del apellido de los varios miembros de una desajustada familia que comparten el trabajo. La empresa está al borde de la bancarrota. El padre, Mateo, trabaja en otra sociedad semejante. Una hija, Amalia, ha montado su propia compañía de seguridad con su pareja, Ayala, antes persona de confianza de Mateo. La madre, Lola, medio demente pero con momentos de lucidez, los vigila. Sobre la familia pesan, además, traumáticos episodios del pasado que se proyectan en el presente.
Mateo acepta un caso a espaldas de su trabajo regular, más por hacer algo que por deslealtad. Investiga a instancias de los padres la desaparición de Armand, un joven emprendedor que ha tramado un ambicioso proyecto para celebrar en Barcelona la Exposición Universal 2029. La familia de Mateo recela de sus sigilosas pesquisas y le vigilan, mientras también la policía les sigue a ellos por un suceso de antaño.
Así se monta una atractiva cadena de persecuciones. Esta parte de la trama anecdótica le confiere dinamismo y suspense al relato y entre tanto ir y venir nos vamos enterando de la personalidad de Armand. No se trata de un emprendedor exitoso sino de un temerario estafador que maneja con suerte y desvergüenza su gancho para las relaciones sociales.
La historia se complica bastante y toda la familia detectivesca se ve implicada. Un giro súbito en la trama avanzado el relato acentúa el suspense y la destreza técnica de Ribas mantiene la tensión hasta las páginas finales, que rubrica con un desenlace un tanto arriesgado: los Hernández, tras tantas disensiones, otean un promisorio futuro en común.
Desde la antigua novela criminal centrada en la averiguación de un caso misterioso o delictivo se ha pasado de forma casi absoluta a que el conflicto sirva de percha o pretexto para otras metas. Así ocurre en Nuestros muertos. La historia, sin perder por ello el interés intrínseco de la intriga, funciona a modo de excipiente no inerte de otros alcances. Leve, pero no despreciable, es su indagación psicologista, su incursión en pasiones, engaños y apariencias del alma; con mirada externa, la de una perspectiva conductista que rehúye tormentas interiores, revela Ribas pulsiones muy calladas, complejas y dañinas.
Más importante, aunque con intensidad comedida y muy lejos de lo que podría haber sido un relato de denuncia, es la estampa crítica de la sociedad actual, de sus inclinaciones materialistas y la falta de principios. Y sobre ambas dimensiones superpuestas a la trama figura un motivo de actualidad, un enjuiciamiento severo de la familia.
Nuestros muertos remata una exitosa trilogía centrada en los atípicos sabuesos Hernández. Aquí se hacen referencias esenciales a las dos entregas anteriores, lo cual dificulta su mejor comprensión, aunque no la impida. No supone un gran reparo. La peripecia actual, amena y algo demasiado ligera, servida con agilidad narrativa, incita a enterarse de los lances precedentes.
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