Pese a las transformaciones y a los intentos por recomponer, maquillar y domesticar su imagen, intentando que se parezca a una de esas grandes capitales de la Europa posmoderna, Barcelona continúa siendo en buena medida un gran laberinto desordenado. Ciudad de excesos múltiples, conviven en ella los sueños de una capital futurista en la que el pasado ha sido desmantelado con la atmosfera deprimida de algunos barrios que parecen guardados en formol, reacios a perder su personalidad. Esa geografía caprichosa ha servido de escenario para muchas novelas, pero dentro de cada libro ambientado en Barcelona vive una ciudad diferente y, así, no es lo mismo, por poner un ejemplo, el espacio que habitan los personajes de Eduardo Mendoza que aquel por el que se mueven los de Vázquez Montalbán. Sorprende, sin embargo, que cuando se cita a los mejores cronistas de Barcelona no aparezca el nombre de Antonio Rabinad, uno de esos tantos autores que pertenecen a la raza oculta de la literatura. Pocos escritores, tal vez solo Marsé, han conseguido mostrar de forma tan lúcida y nítida la crudeza de la posguerra en Barcelona, los almacenes y talleres sometidos a imprevistos cortes de luz, la golfería que pululaba por las calles o los poblados de chabolas que crecían como ganglios a las afueras de la ciudad.
Antonio Rabinad nació en 1927 en El Clot, entonces uno de esos barrios obreros de casas tiznadas por el hollín del ferrocarril, y donde para un crío el cine o los libros eran las únicas formas de ampliar el mundo y desentrañar los misterios de la vida cotidiana. Toda su obra se ciñe a ese paisaje urbano donde la vida, como dice en su libro de memorias El hombre indigno (2000), era un material elástico, deformable en cualquier dirección. El estallido de la guerra transformó esa orografía vivaz e inquieta y, por supuesto, la vida del propio Rabinad. El escritor recordaba, a este respecto, los bombardeos sobre la capital y cómo, en lugar de bajar al refugio junto a sus hermanas, se quedaba tumbado en la cama leyendo porque, según había decidido su madre, así se diversificaban los riesgos de concentrar a la familia en un solo lugar. No obstante, el acontecimiento que marcó la infancia de Antonio Rabinad fue el asesinato de su padre a manos de una patrulla de la FAI en 1936. Esa ausencia y las penurias a que aboca a la familia van a condicionar la vida del escritor, que desde entonces tuvo que dejar el colegio y dedicarse a todo tipo de oficios para salir adelante. Ni siquiera el final de la guerra aliviará esa penosa situación. Cuando Rabinad y su madre inicien los trámites para conseguir una pequeña pensión o compensación económica, lo único que recibirán del gobierno victorioso es un nicho en el Valle de los Caídos al que trasladar los restos del padre. Poco después de aquello, Rabinad escribe sus primeros cuentos, como si no le quedara más remedio que convertirse en escritor para reparar una injusticia, haciendo cierto eso de que quien no tiene cuentas pendientes con el mundo jamás se pondrá a hacer novelas.
No es de extrañar que la guerra siempre esté presente en los libros de Antonio Rabinad, y uno no se refiere al conflicto bélico, a los bombardeos y a los combates, sino a la indefensión y las desgracias que una posguerra interminable dejó sobre la población a lo largo de las siguientes décadas. Como sus compañeros de generación, la nómina del 50 en la que se encuentran García Hortelano, Marsé, Aldecoa, los Goytisolo y tantos otros a cuyo lado debería figurar su nombre, la obra de Antonio Rabinad es testigo de una época, de la crueldad que deja tras de sí el conflicto y la desconfianza que despierta una paz que delimita claramente la posición de vencedores y vencidos. Esas heridas asoman ya en su primer libro, Los contactos furtivos, denuncia de la pasividad del ser humano ante el desastre que no pasó el filtro de la censura a pesar de haber recibido un premio de la editorial Janés. La novela no se publicaría hasta 1956, aún con importantes cortes y que no serían reparados hasta la edición íntegra en 1985 con presentación de Vázquez Montalbán. A ese título le siguen otros que llegan espaciados por los apuros económicos, el ninguneo crítico, los desplantes editoriales o una estancia de siete años en Venezuela que aleja definitivamente a Rabinad de los círculos literarios españoles y frustra cualquier posibilidad posterior de integrarse en un grupo generacional en el que, sin embargo, por edad y méritos debería estar incluido. Ese ostracismo es remediado parcialmente por Carlos Barral, que agrega a su catálogo tres títulos de Rabinad que se cuentan entre lo mejor de su producción y que habían sido escritas una década antes: A veces, a esta hora (1965), El niño asombrado (1967) y Marco en el sueño (1969). Todos ellos forman parte de una heptalogía incompleta y titulada Un reino de ladrillo, denominación que el autor barcelonés concede a toda su producción y a la que vendrán a incorporarse más tarde, tras un nuevo periodo de mutismo, La monja libertaria (1981), Memento mori (1983), su obra maestra, La transparencia (1986), Juegos autorizados (1997) y finalmente El hacedor de páginas (2005). Hasta ahí la obra completa de Antonio Rabinad, aunque todavía quedan muchas cosas por descubrir, como decenas de cuentos, los volúmenes cronísticos que hizo para Difusora Internacional en los setenta o los guiones que pergeñó junto a su amigo Vicente Aranda. Sobre esto último, habría que realizar un estudio completo de la influencia del cine en la obra de los autores de aquella generación, de la huella que dejan las películas de los cines de barrio en la escritura de Rabinad o en su reverso, Juan Marsé, y que más allá de aportar a sus textos un sentido del ritmo, disponer la mirada del narrador y cimentar el gusto por la aventi o por las elipsis narrativas, dota a sus textos sobre todo de una dimensión moral a través de personajes enfrentados a un mundo desbaratado por la violencia y la insolidaridad.
No es fácil quedarse con un solo título de Antonio Rabinad. Sin duda, hay líneas comunes entre los libros aparecidos en los sesenta, recreación de los problemas existenciales de una juventud en la que el escritor siempre se pone del lado de los más humildes. Las cuitas y preocupaciones de esos jóvenes también aparecen en las novelas publicadas en los ochenta, pero la partitura ha cambiado. Del realismo de corte testimonial, a caballo entre el tremendismo más descarnado y un estilo dominado por el humor, la ternura y la poesía, y donde muchas veces en su pintura de un fresco urbano y de la frustración colectiva el escritor se muestra como el más claro predecesor de Juan Marsé, pasamos a una escritura libre, sin ataduras, radical en sus formas y en su empleo de todo tipo de recursos. Todo ello demuestra que Antonio Rabinad fue siempre un verso suelto y, a pesar de las concomitancias con la trayectoria de los distintos miembros de su generación, su obra revela a un autor que, si ha ocupado finalmente un lugar marginal o lateral en el canon, se debe tanto a cierta miopía de la crítica como a lo arriesgado de su apuesta estética.
Uno, insisto, no sabría muy bien qué libro escoger de la trayectoria de Antonio Rabinad, pero si hablamos de una novela fundamental por su dibujo de una época determinada y de los vaivenes que experimentó un país y que recoge todas sus claves narrativas esta no es otra que Memento mori. Escrita a lo largo de casi siete años, atravesados por dificultades económicas y graves crisis de salud, la novela tuvo la mala suerte de ser publicada en Argos poco antes de que la editorial entrara en quiebra y fuera absorbida por el Opus Dei. No hubo más ediciones, solo un tímido rescate del sello Alba que pasó sin pena ni gloria hace unos años y que hoy está descatalogado. Una pena, pues pocas veces la narrativa española de este siglo ha volado tan alto. La novela de Rabinad se nutre de los mismos recursos que definían a la línea renovadora de la literatura de los sesenta, pero conjuga todo ello con una dimensión crítica y una ambición estilística extraordinarias. Dicho esto, no es sencillo esbozar la trama que vertebra Memento mori, el conjunto de peripecias protagonizadas por una galería de personajes de lo más variopinto, que hablan de tú a tú con las criaturas desvalidas de Dostoyevski y cuyas andanzas zigzaguean en distintos planos y niveles, pero baste indicar que se trata de una novela de historias entrecruzadas que saltan atrás y adelante en el tiempo y que, a la postre, acaban por retratar la sombría atmósfera del franquismo y el aire de vencimiento que se respiraba en los barrios barceloneses durante la posguerra. Digámoslo también: esta no es una novela fácil. La complejidad formal y su representación de aquella España autárquica y miserable exige de un lector cómplice y que se deje guiar por las pistas que pone el autor para adentrarse en el entramado novelesco. La dificultad, sin embargo, tiene su recompensa. Al final de ese camino, a uno solo le queda maravillarse de la habilidad estilística, de la maestría técnica y la potencia de los registros que emplea Antonio Rabinad para contarnos esta fábula sobre la memoria y los sueños y anhelos de una generación. Para quien esto escribe, el artificio retórico y el imponente fresco histórico que recrean las páginas de Memento mori constituye una de las más altas cimas de la novela española en la segunda mitad del siglo XX.
Antonio Rabinad murió en agosto de 2009 sin el debido reconocimiento, con apenas un par de necrológicas de circunstancias. Hay quien dice que merecía el Cervantes tanto o más que Marsé. En los últimos años un puñado de críticos han revindicado su obra, se han propuesto homenajes e incluso algún premio con su nombre, como si con eso se hiciera más sencillo acotar su figura. Ni maldita falta le hacen esas operaciones al gran Rabinad. Lo que hace falta es leerlo, porque acercarse a cualquiera de sus novelas es descubrir a un gigante que tiene poco que ver con las estrecheces y la anemia de la literatura de hoy. Quienes lo recuerdan y conocieron hablan de un hombre sencillo y locuaz, inconfundible por su pelo largo y blanco, rematado con la gorra de marinero, y que ponía su tenderete de libros en el mercado de Sant Antoni, el mismo que frecuentaba desde niño y donde se fraguó esa pasión lectora que le permitió escapar al pánico de la guerra y al ruido de las bombas. Su libro de memorias, el penúltimo que publicó, se titula El hombre indigno. Ese adjetivo parece invitarnos a pensar que estamos ante el retrato de un hombre que pactó con las mezquindades de su época, pero, en realidad, Rabinad se bautizó a sí mismo de ese modo porque sabía de su condición de outsider, de la posición de fuera de juego que ocupó tanto en la literatura de su tiempo como en la vida, donde siempre mostró su resistencia a compartir el código de valores que disponen los poderosos. No, Antonio Rabinad no fue jamás ni un hombre ni un escritor indigno, sino unas de las voces más singulares y atípicas de nuestra narrativa, un autor al que, por encima de la escritura, solo le interesaban la justicia y la libertad, y que es dueño de una obra que hoy, más que nunca, es necesario revisar y recuperar.