Beatriz de Moura, fundadora de Tusquets, fue una editora con una vocación indiscutible, que hizo de las las letras su mundo, y de los libros, su ciudad ideal.
Es un recuerdo terco, recurrente. Estamos en 1970, en Barcelona, en el salón de la casa de Beatriz de Moura y Oscar Tusquets. Moqueta marrón en el suelo, paredes blancas, chimenea de obra. Un piso acogedor situado en el número 52 de la entonces Avenida del Hospital Militar. Somos diez o doce, no hay sofá para todos y algunos nos hemos sentado a la turca sobre unos cojines. Entre los invitados, Sergio Pitol, Ana Moix, Rosa Regàs, Colita, Carlos Trias y yo misma. Picoteamos quesos, croquetas y embutidos, y bebemos vinos o destilados. Beatriz, a la que en aquellos tiempos apenas conozco, se me revela como una anfitriona ejemplar. Es alegre, tiene una risa contagiosa y logra, sin el menor esfuerzo (y adelantándose en décadas a un popular programa de televisión), que su casa, por una noche, se convierta en la nuestra. Nos sentimos a gusto, claro. La velada se prolonga hasta altas horas, como luego sabré que sucede casi siempre, y yo no dejo de mirar de soslayo a una parte de la sala, separada de donde nos encontramos por una puerta corredera ahora abierta. El lugar donde una Beatriz joven e intrépida da forma cada mañana a lo que, con el tiempo, se convertirá en su gran aventura.
En estos momentos Tusquets Editor es un bebé. Una criatura que ni siquiera ha cumplido el año de existencia y que crece y se desarrolla en este mismo espacio. Pero una criatura que, desde el instante de su llegada al mundo, se ha hecho notar. Sus “libritos” –uso el diminutivo con el mayor respeto– sorprenden por su contenido y por su apariencia. Son libros plateados y dorados, algo decididamente innovador en aquel tiempo. Unos responden al título de “Ínfimos”; otros, al de “Marginales”. Ambos adelantan al lector lo que le espera: textos breves, inéditos o rescatados, merecedores todos de la atención y el interés que algunos, todavía, no han tenido ocasión de despertar. Una propuesta valiente, envuelta en el seductor diseño de Oscar Tusquets y de su socio Clotet, que marcará enseguida la línea a seguir (y también a imitar). Pero volvamos al salón de Hospital Militar. A la cena informal entre paredes blancas y cojines esparcidos por el suelo. Ahora sé que si la recuerdo con detalle no se debe tanto a las virtudes de aquel espacio polivalente como a ciertas palabras de Beatriz en un momento de la velada. Palabras que oía entonces por primera vez, que me sorprendieron agradablemente y que –pronto me daría cuenta–, lejos de responder a una improvisación, a una ocurrencia, constituían toda una declaración de principios. “Publicamos sólo lo que nos gusta. Y enseguida, como una coda inevitable: “Un criterio como cualquier otro”.
Beatriz, desde el principio, sabía a dónde iba. O lo que era aún mejor: confiaba en su gusto, en su criterio. Porque esa joven, hija de diplomático, nacida en Rio de Janeiro y afincada en Barcelona –“la mujer más guapa, inteligente, divertida y simpática del mundo cultural barcelonés”, escribió en su día Francesc de Carreras– había hecho de las letras su mundo, de los libros su ciudad ideal. Una vocación indiscutible que contaba, además, con una virtud añadida: su capacidad de trabajo. En aquel entonces no se hablaba apenas de “emprendedores” y menos aún de “emprendedoras”. De haber sido así, a De Moura, ya en sus inicios en Hospital Militar, le habrían concedido el primer premio.
De todo eso, de su capacidad de trabajo o del amor a las letras, he tenido innumerables pruebas a lo largo de los años desde que, también yo, crucé la raya divisoria, entré en el reino de “lo que nos gusta” y publiqué, por primera vez, una serie de cuentos en “Ínfimos”, aquellos cuadernos plateados que tanto me habían fascinado. Recuerdo, para empezar, un trolley gigantesco, lleno a reventar, un viernes por la mañana cuando la editorial estaba asentada en Iradier. “¿Te vas de viaje?”, pregunté ingenuamente. “¡Nooo!” –y aquí la sorpresa en unos ojos que muy a menudo revisitaban la infancia–. “Solo libros y manuscritos para el fin de semana ¡Como siempre!” O un día de agosto en Cantabria, sus vacaciones, mostrándome la casa junto al río que compartía con Toni López Lamadrid, su segundo marido y pieza fundamental en la expansión de Tusquets Editores. La casa era espaciosa y el lugar no podía resultar más idílico. Recuerdo una vaca, con el morro pegado al cristal de una ventana, observándonos impertérrita mientras Beatriz preparaba el aperitivo. Y recuerdo también, cuando bandeja en mano abandonábamos vaca y cocina en busca de un lugar más confortable, la visión de una mesa de trabajo perfectamente ordenada, un libro abierto –¿Milan Kundera?–, un atril y un montón de folios. A menudo los descansos de Beatriz consistían en traducir. No paraba. Lectura y trabajo. Con alguna que otra excepción: el Berlín del muro, por ejemplo.
A De Moura, mientras estuvo en activo, le gustaba establecer un contacto estrecho con sus autores. Y así fue cómo, aprovechando que Carlos Trias y yo, allá por el año 1987, nos habíamos instalado en Berlín, decidió visitarnos en pleno y gélido invierno Me sorprendió, ya en el aeropuerto, que, dadas sus aficiones lectoras, viajara con un equipaje decididamente escueto. Un trolley enano, muy por debajo de las medidas permitidas en cabina. Por el frío no me preocupé. Llegaba envuelta en un abrigo poderoso y se había calado un gorro siberiano hasta las cejas. Nos reímos al vernos. No nos conocíamos vestidos de esa guisa. Y no dejamos de reír durante la semana que pasó entre nosotros. Con un pequeño paréntesis. La noche de Berlín Este (recordemos: todavía existían dos berlines) cuando, con unos cuantos amigos, el escritor Nanni Balestrini entre ellos, quisimos invitar a Beatriz a una cena al otro lado del muro. No había en principio el menor problema. Se trataba de pasar el control, mostrar el pasaporte y regresar, como Cenicienta, antes de las doce de la noche. Pero fue como si, en nuestro pequeño grupo, se colara de improviso John Le Carré u otros tantos expertos en la guerra fría, el espionaje o los misterios insondables de la rda. Fuimos retenidos durante casi una hora como sospechosos nunca sabremos de qué, aunque entendiéramos enseguida que se trataba de un plante. Una venganza del gremio. De Le Carré y de los otros Para una vez que Beatriz no viajaba con una montaña de libros en la maleta, una serie de autores se las ingeniaba para dejar su firma. Lo cierto es que finalmente logramos cenar y regresar antes de las doce sin perder el zapato Ni el mismo Intourist podría habernos diseñado noche más propia.
Quizá, se me ocurre ahora, estoy dando una imagen de Beatriz de Moura excesivamente feliz o risueña, y nada más lejos de mi intención. A su risa contagiosa se une una vida con episodios difíciles, una gran voluntad y una mano de hierro. Beatriz, hasta su jubilación en 2014, fue una editora exigente, tan exigente con los demás como lo era consigo misma . Cuando dejó la dirección de Tusquets en manos de su sucesor, Juan Cerezo, la editorial había pasado ya a formar parte del Grupo Planeta, una unión para la que la editora siempre tuvo palabras de ánimo y esperanza. Su última aparición profesional fue hace relativamente poco, con motivo de los cincuenta años del inicio de su andadura, con un discurso lúcido y una presencia inmejorable. La enfermedad, entonces, todavía no había mostrado sus garras. Esa enfermedad que ataca las vivencias y los recuerdos, y de la que ella se protege recogida en casa con el cariño de sus allegados. Alguna que otra vez he escuchado lamentos o preguntas de por qué Beatriz no se decidió jamás a escribir sus memorias. Yo creo, sinceramente, que sí están escritas. Se encuentran en sus numerosas conferencias, en las largas conversaciones con Juan Cruz en Por el gusto de leer, en la correspondencia que obra en poder de la Biblioteca Nacional, pero, sobre todo, en algo a lo que siempre ha concedido la mayor importancia. Su catálogo. “El catálogo es el adn del editor.” Y ahí está ella. Su adn. La gran aventura iniciada en 1969 con “Ínfimos” y “Marginales”. El año en que Beatriz de Moura, vestida de plata y oro, saltó a los ruedos.
Cristina Fernández Cubas - Letras Libres
Imagen Rafael Yohal